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  • Autor de la entrada:Jorge Martin González

Hablar de la Navidad, implica hablar de la infancia. Mi infancia. Esa época de nuestras vidas en la que somos vasijas vacías, prestas a llenarse. Donde todo es nuevo, todo está envuelto de un halo de misterio, de magia, de sorpresa… que nos alimenta para el resto de nuestras vidas.

Recuerdo las calles de mi pueblo, iluminadas por tres bombillas incandescentes, una en cada esquina y otra en medio de la calle. Al anochecer, cuando la oscuridad  invadía el pueblo, estos tres puntos eran los únicos habitados y centro de toda la calle. Se contaban historias del más  variopinto pelaje: brujas, fantasmas, muertos vivientes, mantequeros, etc. La fantasía e imaginación volaban de tal manera que cualquiera se iba solo a casa, atravesando las penumbras de la calle. Por  muy valiente que fueras, siempre esperabas  que uno más grande se marchara, para irte con él.

Cuando llegaba la Navidad  todo cambiaba. Volvía el color a nuestras vidas. Ya no era todo en blanco y negro. Los comercios y las tiendas se decoraban con los más diversos colores, la gente volvía a sonreír y las calles se llenaban de gente, sobre todo el centro del pueblo. En esta época del año era cuando los niños lo pisábamos con más regularidad. Todo era bullicio y alegría.

Hasta en nuestras casas se notaba esa alegría. Todos éramos más amables, se limpiaba a fondo la casa, se montaba un belén, nos ponían nuestras mejores ropas y todos en familia íbamos a la misa del gallo. Que siendo un acto religioso, también era un acto social. Allí las familias se mostraban. Al finalizar la misa, aquello era un jolgorio, sobre todo para los niños, se hacían fogatas y no parábamos de corretear alrededor de ellas. Nuestros padres esa noche nos dejaban libres hasta altas horas de la madrugada ¡Qué sensación de libertad y de hacer cosas de adultos experimentábamos esa noche¡ Todavía no la he olvidado. Ahora comprendo que, cuando niño, estuviera deseando que siempre fuera Navidad.

Pero el hecho más apabullante, más espectacular, lo que más nos hacia volar la imaginación era… la llegada de los pastores. Gente ruda, que se vestían con la piel de los animales, llevando borreguitos en el cuello, entraban en el pueblo en cuadrilla, cantando, bailando y bebiendo. Venían del monte, un mundo desconocido, y asaltaban el pueblo, dotándolo con una nueva energía. Irrumpían en las calles del pueblo, con una vitalidad indescriptible, que nos arrastraba a todos a seguirlos, embelesados, como por el flautista de Hamelín. Sobre todo las mujeres, que reían, bailaban… con una energía contagiosa.

Los seguíamos por las calles…hasta llegar al belén viviente. Allí le entregaban los borreguitos a San José y a la virgen María. Uno se quedaba deslumbrado, por tanta luz, por tanto brillo… impregnándose  de tanta divinidad, de tanta humanidad y de tanta energía. Que cuando un año descubrí, que San José y la virgen María eran unos vecinos del pueblo no me produjo ningún tipo de ruptura.

Con la vasija bien llena y con el paso de los años, en mi adolescencia, descubrí  la religión. La herramienta idónea para derramar la vasija sobre la sociedad. Valores como: el amor al prójimo, ayuda al necesitado, todos somos hijos de Dios… eran principios rectores de mi vida, que me llevaron a ir a los barrios de los pobres a enseñar a leer y a escribir. Asimismo los días de fiesta íbamos al paseo del pueblo, un grupo numeroso, a cantar la “nueva buena” con canciones del tipo “Viva la gente”.

A la par fui descubriendo a la Iglesia, como estructura de poder, con sus normas restrictivas, su cohabitación con el poder estatal… Estaba cantado mi paso a la política, no sin antes hacer un paso intermedio, como “cristiano por el socialismo”. La llegada del marxismo, anarquismo, anarco-marxismo, ateísmo, agnosticismo… era inevitable.

Cuando reflexiono sobre mi infancia-adolescencia, o sea mi navidad, veo que fue una época, como diría Félix Rodrigo, muy convivencial, muy experiencial y muy ateórica; en el sentido que las teorías no me llenaban completamente, pues saltaba regularmente de una a otra.

Hoy en día qué queda de aquella infancia-navidad. Creo que poco, por no decir nada. Casi han destruido al ser humano. En palabras de Antonio Hidalgo, en su magnífico libro “El Minotauro en Alcacer” dice: El niño que viaja a Disneyland Paris se convierte en un ser consentido, caprichoso, insolente, superficial, ambicioso y egocéntrico cual aristócrata empelucado del siglo de las luces. La diferencia es que este niño es un principito sin poder real, es un peón, una ficha, un objeto y su único privilegio es el dar vueltas en una montaña rusa, un viaje que no conduce a ningún lugar y le devuelve al mismo punto de partida, como un indefenso ratoncito que vive en su jaula y da vueltas en su pequeña noria.”

Nuestra esperanza real es que no todos los niños van a Disneyland Paris. Por lo que todavía merece la pena luchar por una Transformación (Revolución) Integral.

 

 

                                                                       Jorge Martin González

Colectivo Amor y Falcata

www.amoryfalcata.com

amoryfalcata@riseup.net

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