Madrid, la capital imperial de lo que llaman “España”, sigue casi del todo paralizada (lleva así varios días y se supone que va a estar en la misma situación aún una semana más) por una nevada que no ha ido más allá de los 40 centímetros.
O sea, una nevada normalita, muy alejada de aquellos tremendos nevazos de principios del siglo XX, que obligaban a que las gentes de ciertos pueblos de Cantabria salieran de sus viviendas por las ventanas del primer piso, o a que en algunas aldeas del norte de Guadalajara las casas se comunicasen entre sí por túneles excavados en los 4-5 metros de nieve caídos, o a que los mozos emergieran por las chimeneas y fueran recorriendo todas las de la aldea, preguntado a los de abajo si estaban bien y si necesitaban algo.
Ni siquiera para Madrid en su historia la nevada actual resulta ser particularmente abundante. Lo es sí se considera lo habitual en los últimos 40 años, cuando las alteraciones climáticas (provocadas por la deforestación y la extensión patológica de la agricultura) han ido arrinconando las celliscas copiosas, pero no lo es si se tiene en cuenta lo que solía suceder en la villa capital durante los inviernos de hace cien años, e incluso de cincuenta.
Y en aquellos tiempos la vida continuaba perfectamente bajo la nieve. Sin colapso, sin dramas, con normalidad. Sin calles atestadas de hielo que nadie limpia. Sin vehículos abandonados por todas partes. Sin desabastecimiento de productos básicos. Sin gente resbalando en el hielo y rompiéndose la crisma, losbrazos, las muñecas, las caderas, las clavículas, los tobillos, etc. Sin ramas tronchadas y caídas de árboles que nadie retira. Sin parturientas (las pocas féminas que se atreven a ser madres desafiando al feminismo fascista y el terrorismo empresarial antimaternidad y proaborto) amedrentadas por tener que desplazarse a un hospital en unas condiciones imposibles. Sin la sempiterna tabarra en las televisiones (de la izquierda) y las radios (de la derecha) en pro de llamar en auxilio a la UME (Unidad Militar de Emergencia) para que nos proteja y nos salve…
Por cierto, ¿dónde está la UME?, ¿qué hace?, ¿por qué no viene en nuestro rescate? En los barrios populares de la villa de Madrid no aparece. Este baboso militarismo de invierno, y estas periodistas de las televisiones que manifiestan un entusiasmo ilimitado en adular y lamer el trasero a los militares, son parte del penoso paisaje hodierno, junto con la nieve y el hielo ya sucios y pisoteados, asquerosos.Escuchando a las serviles locutoras carasbonitas de la tele llamar al jefecillo uniformado de turno “mi teniente” o “mi capitán” se comprende dónde está el poder más decisivo, y el que más temor suscita. Claro que hay motivos para ello, pues el ejército español mató a 400.000 personas en la guerra civil de 1936-1939, y a una cantidad quizá ochoo diez veces mayor durante la revolución liberal española, 1812-1874, una carnicería continuada, mantenida durante 62 años.
Pero vayamos a lo acuciante, a cómo limpiar las calles de nieve y hielo.
Hoy, el futuro de la humanidad, dicen, está en los robots. Robots en todo, para todo y en todas partes. Robots que harán nuestra felicidad, convirtiendo la tierra en un paraíso. Así pues, se debe encargar a los robots que despejen las vías de Madrid, es más, ¡hay que hacer que vengan ya, que lo arreglen todo, que nos hagan dichosos aquí-y-ahora! Puesto que en el poder redentor y milagrero (o sea, hacedor de milagros) de la tecnología reside, según se enseña en las universidades, lo esencial de nuestro futuro, ¿por qué no se acude a la tecnología salvadora para arreglar este chusco desaguisado? Hay que hacer con el nevazo lo mismo que con el covid-19, al que se está combatiendo, con el “éxito” que observamos, desde la ciencia, los sabios y los expertos, con las numerosas vacunas mágicas, fantásticas, omnicurativas, sin efecto secundario alguno, que la industria farmacéutica está poniendo gentilmente a nuestra disposición.
Antaño, en los oscuros tiempos precientíficos, cuando lo decisivo eran los seres humanos y no la técnica ni las máquinas ni la química ni las vacunas, la nieve se quitaba de las calles con el trabajo vecinal comunitaria, para Castilla con una variante de la hacendera, el trabajo concejilpara la realización del procomún, del bien público. En cada área, barrio o calle, se formaban cuadrillas de personas, mujeres y hombres, armadas de palas, escobones y sal, que hacían senderos entre la nieve y añadían sal para que no se formase hielo. Cada cual tenía, como deber cívico, preparado en su casa uno o varios sacos de sal, además de palas, rastrillos y escobas bastas, y en cuanto nevaba se lanzaba a la vía pública con ellas. Y todo resuelto. Como me decía hace años un hombre ya anciano de Ávila ciudad, “antes, con el trabajo vecinal comunitario, las calles y plazas de Ávila quedaban transitables en cuestión de horas, aunque la nevada fuera de un metro, pero hoy con tanta maquinaria, tantos barrederos profesionales y tantas leches modernas, en cuanto caen diez centímetros de nieve ya no se puede circular, se hiela el suelo, y hay que quedarse en casa”. Imposible definir mejor la torpeza y disfuncionalidad básicas de la modernidad, en todo menos en los instrumentos para crear más sometimiento de las masas a las élites del poder.
En efecto, ese es el progreso. Esa es la flamante Teoría del Progreso. Progresamos hacia atrás cuando nos dicen que lo hacemos hacia adelante, hacia un porvenir radiante… de ciudades incapaces de hacer frente a adversidades climáticas de mediana intensidad y de individuos progresivamente enfermos por los cada vez más maravillosos fármacos preventivos y curativos.
¿Los robots? Robots son los drones, cuya función principal es militar, para asesinar gente desde despachos impolutos, por militares que contemplan en la pantalla a sus víctimas y luego les lanzan, por medio del dron, el proyectil que los convierte en cachitos… Todo, eso sí, muy limpio, correcto y educado, pues los asesinos son oficiales del ejército, mujeres tanto o más que hombres, que cumplen una jornada de 5 horas diarias tres días a la semana, matan en ese tiempo a unas docenas o unos cientos de personas que se encuentran a miles de kilómetros de donde ellos están, y luego marchan con la satisfacción del deber cumplido a tomarse una cerveza. Los cursis tienen en este asunto otro ejemplo de la célebre “banalidad del mal”, este no planificado por algún radiante espécimen de la raza aria sino por un Príncipe Negro llamado Barak Obama, agente de la nueva “raza superior”, la suya.
La tecnología, en esencial es militar, y siempre lo ha sido. En el presente, el 70% o más de los científicos, ingenieros y expertos trabajan en beneficio de los ejércitos, incluso cuando parece (sólo parece, atención) que lo hacen para corporaciones civiles[1]. Y la tecnología civil es una derivación interesada de la tecnología militar, que en general sirve para probar, poner a punto y, sobre todo, bajar los costos de ésta, abaratándola en beneficio de sus usos militares. La aplicación de la tecnología a la producción, ¿qué objetivo tiene? No, desde luego incrementar los rendimientos del trabajo, que están estancados desde hace decenios, ni elevar la calidad de los productos y servicios, en caída también desde hacer mucho, sino imponer el principio de autoridad en la empresa. A fin de que los dueños de la unidad productivas sobredominen a sus asalariados y trabajadores, se acude a la tecnología, sea la resultante productiva de todo ello mejor o peor, pues lo esencial es el derecho de propiedad realizado en la gran empresa transnacional monopolista, no los rendimientos.
Lejos de ser la maravilla liberadora y salvífica que dicen que son, los robots se manifiestan como una nueva tragedia abatiéndose sobre nosotros. Son carísimos en términos reales (no siempre en términos monetarios, manipulados por los aparatos estatales, interesados en ellos por razones militares), y sólo incrementan la productividad -si es que en alguna ocasión lo logran- a costa de someter a los trabajadores a condiciones y ritmos de trabajos tan infernales que nadie puede soportarlos más allá de un decenio sin enloquecer, caer en depresión profunda, entregarse al consumo de drogas (legales e “ilegales”) o alcoholizarse[2]. Al mismo tiempo, el incremento de la opresión tecnológica en la empresa lleva al asalariado medio a practicar cada vez más el sabotaje de supervivencia. Esto, como reacción, empuja a los directivos a acudir a nuevas formas de robótica u otras expresiones de la tecnología, aún más costosas (la tecnología la impulsa en primer lugar el Estado, vale decir, la pagamos todos con los impuestos) y más destructivas para los seres humanos que son obligados a trabajar con ellas, sometidos a ellas, lo que a su vez recrudece el sabotaje… Se crea así una espiral de destructividad y locura que lo está aniquilando todo, en primer lugar a las clases trabajadoras, en la empresas-mataderos.
La solución es el trabajo libre, individual y asociado. Al eliminar la causa principal del uso homicida de la robótica y las demás tecnologías, hace innecesarias estás. Una sociedad del trabajo libre, esto es, sin propiedad capitalista, resulta ser el único remedio al presente estado de cosas, el cual, de no enmendarse por tales procedimientos, sepultará a la humanidad en un caos completo, por desplome de los rendimientos productivos, declive demográfico y anulación radical de lo humano en el ser humano.Pues el transhumanismo es infra-humanidad, construcción programada de seres nada ilimitadamente dóciles y sumisos. Y por eso mismo inútiles y no-aptos para todo tipo de actividades y labores, también para las económicas[3].
En conclusión, los robots no están sirviendo para limpiar la capital del declinante imperio español de nieve, ni, en realidad sirven, salvo alguna escasa excepción, para nada bueno, útil o decente. Su meta última es la sobredominación, en la empresa y en la sociedad. Es decir, valen para lo mismo que la UME. Y, en consecuencia, seguiremos nadie sabe cuanto tiempo bajo los efectos de una nevadita de mediano calibre, convertida por los serviles del aparato mediático en tremendo-suceso-nunca-antes-conocido…
[1]Un buen estudio probatorio de esto se encuentra en el libro “El Estado emprendedor”, de Mariana Mazzucato, donde pone en evidencia el trasfondo estatal, militar, de las actividades de Steve Jobs y sus iPhone, aunque la autora, como le sucede a todos los intelectuales, tiene mucho cuidado con no dañar la imagen pública del ejercito imperialista yanqui ni el horripilante prestigio de la actual tecnología, estatal-militar al 99%. Lo que pone en evidencia, ya parcialmente conocido, es la norma general, casi absoluta, en todas las invenciones tecnológicas contemporáneas, verdad que casi todos, por no decir lisa y llanamente todos, los “pensadores” e Intelectuales actuales se niegan a admitir y mucho menos a denunciar, pues no casualmente son todos ellos agentes y funcionarios del ente estatal, del que dependen económicamente. Lo exitoso de sus carreras está en proporción directa a sus silencios, sus ocultaciones, sus sofismas, sus embustes y sus demagogias. Hoy la propaganda ha sustituido a la objetividad y el esfuerzo por la verdad.
[2]Estos deshechos humanos (de los que nadie se acuerdo, salvo para mofarse de ellos, por ejemplo, en EEUU donde se les califica de “basura blanca”, una expresión racista intolerable) tienen que ser luego, después de terminar su fase productiva, mantenidos por la sociedad, a través del Estado, que les tiene que otorgar pensiones, servicios médicos, desintoxicaciones, etc., todo lo cual vale caro, muy caro, y se paga con un sistema fiscal cada día más filibustero. Así, paso a paso, avanzamos hacia una sociedad de la pobreza creciente y universal para el 80% de la población, debido al crecimiento en flecha de los gastos de megadominación, empresariales y estatales. El remedio a ello es el final del capitalismo, una economía comunal con trabajo libre.
[3]Sobre estos asuntos, mi análisis está en “Autoaniquilación” y en “Erótica creadora de vida”, dos de mis últimos libros. En particular, en el primero de ellos.