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  • Autor de la entrada:Asociación Germinal

El gran mito del Capitalismo, el del Progreso, se plasma en que la ciencia y la tecnología lo pueden todo y salvarán todos los obstáculos a que se enfrenta nuestra Civilización.

Un primer problema del sistema tecnocientífico es su necesidad de inversiones cada vez mayores, lo que choca con el funcionamiento del Capitalismo financiarizado actual. Una de las estrategias actuales para mantener el valor accionarial de una empresa, que es fundamental para su supervivencia, pasa por limitar los fondos para I+D+i. También se recortan las plantillas, por lo que se pierden habilidades y experiencia. Los fondos se desvían hacia la especulación financiera, donde los beneficios son mayores y más rápidos.

El segundo límite es que la ciencia dista mucho de ser neutral y está cargada de ideología. No se investiga lo que socialmente puede ser importante, sino lo que el mercado considera adecuado. Sólo se explica así que existan, por ejemplo, tantas investigaciones en las telecomunicaciones, pero que sea mucho más complicado encontrar estudios sobre los efectos sobre las ondas electromagnéticas sobre la salud en los seres vivos. Otros ejemplos son la obsolescencia programada, las patentes sobre la vida, o la “investigación” para negar la realidad del Cambio Climático. Además, en las Universidades una parte creciente de la investigación está financiada por empresas que confían en utilizar el conocimiento que se derive de ella. En definitiva, la tecnología no es ni podrá ser nunca neutral, pues es el resultado de muchas decisiones que reflejan los valores e intereses de quienes las desarrollan. Y cuanto más sofisticado y específico es el diseño, menos control social se tiene sobre dicha tecnología y menos flexibilidad en su utilización.

El método dominante en la ciencia, el analítico, se basa en tomar la realidad, diseccionarla en partes y estudiarlas, sin realizar una recomposición integradora del todo. El trabajo científico básico es la tesis doctoral, en la cual se analiza en profundidad un trocito muy concreto de la realidad, pero se obvia una visión sistémica en la mayor parte de los casos. Este modelo no es el más adecuado para entender la vida en la Tierra, que funciona como un sistema complejo en el que las propiedades no son las sumas de las partes y el funcionamiento no es lineal. Además, en este reduccionismo, queda fuera una parte importante de la realidad. “Lo cualitativo se redujo a lo subjetivo, lo subjetivo fue desechado como lo irreal, y lo no visto y no medible como inexistente. La intuición y el sentimiento no afectaban al proceso mecánico ni a las explicaciones mecánicas” (Mumford).

Sin embargo, aunque los aspectos vistos hasta aquí marcan límites a la tecnociencia actual, no son elementos irresolubles. Podría haber otro paradigma de conocimiento que los soslayase, al menos en parte. Pero a estos límites se suman otros más profundos que superan las capacidades humanas.

En primer lugar, Ayres y Warr mostraron como la mayoría de los avances tecnológicos en realidad eran aumentos de la cantidad de energía utilizada o en la eficiencia en que ésta era trasladada hasta el lugar en que el trabajo era realizado. Esto refuerza la idea de que la definición de la tecnología no es más que energía y conocimiento colectivo sedimentado. La tecnología no puede generar energía ni materiales, por lo que no puede resolver los problemas de fondo de nuestra Crisis Civilizatoria.

El segundo límite parte de que el ser humano no es ni omnisciente ni omnipotente, sino que siempre tendrá disponible una información limitada y cometerá errores. A este elemento se le suma la inevitable influencia de quien investiga en los resultados obtenidos a través de las elecciones que toma, el estilo manipulativo o su presencia física en determinadas líneas de investigación. Pero, es más, los desafíos actuales a los que tiene que hacer frente la ciencia son los que tienen que ver con los sistemas complejos. Una de sus características tiene que ver son su funcionamiento, en ocasiones, caótico. Otra que producen emergencias, es decir, cualidades como consecuencia de las interacciones de las partes que no se pueden deducir de las propiedades de sus elementos individuales. Esto hace que las posibilidades humanas de controlar el entorno (e incluso las sociedades) sean nulas.

El Segundo Principio de la Termodinámica marca un tercer límite infranqueable. La máquina perfecta (aquella que transforma toda energía en trabajo), simplemente, no existe. Y, en un contexto de menor disponibilidad de materia, la tecnología todavía tendrá más limitaciones. Housemann y Housemann señalan un corolario de esto: no es posible resolver los problemas ambientales por la vía tecnológica sin crear nuevos problemas. En el mejor de los casos, estas tecnologías serán capaces de resolver el problema para el que fueron creadas, desplazando o difuminando los impactos iniciales. Además, suele conllevar impactos impredecibles. O, dicho de otro modo, desordenar siempre es mucho más fácil que mantener sistemas en un orden dinámico. Visto así, la tesis de que la tecnología, al menos, permite ganar tiempo, aunque no resuelva la raíz de los problemas, es falaz, pues lo que hace normalmente es desplazar la solución de los problemas más allá de las capacidades humanas.

Derivada de esta limitación está la ley de rendimientos decrecientes. Los inventos siguen esta ley en la medida que los más fáciles de abordar se llevan a cabo en primer lugar y los más difíciles, después, conforme se van acercando los límites fisicoquímicos. Esto implica que los recursos energéticos, materiales, intelectuales y financieros crecen exponencialmente conforme avanza el conocimiento y que, además, deben sostenerse durante períodos más dilatados de tiempo para obtener frutos. Por ejemplo, en 1897 Thompson descubrió el electrón en su laboratorio. Al principio del siglo XXI la investigación sobre el bosón de Higgs requiere un túnel bajo tierra de 27 kilómetros, miles de imanes semiconductores a menos de dos K (es decir, cerca del cero absoluto) y el trabajo de unos 10.000 científicos. Esto no es sólo una teoría, sino que se refleja en que la tasa de innovación (número de inventos relevantes por año partido por la población mundial) tuvo su pico en la década de 1870. Aunque hubo más innovaciones en el siglo XX que en el XIX, al dividirlas por la población, el resultado fue una menor tasa de innovación. Además, si se descontasen las que mejoraron ligeramente las tecnologías ya existentes, la caída de la tasa del siglo XX hubiera sido mayor. Dicho de otra forma, la gran mayoría de los últimos inventos, en el fondo, son evoluciones de lo que ya se había desarrollado hace mucho:  comunicación, transporte, comercio, manufacturas. Y los avances más significativos, que han tenido que ver con el mundo del entretenimiento y las finanzas (internet), no tienen mucha utilidad para la supervivencia.

Así el incremento indefinido es imposible y ya se viene registrando un descenso continuado en las mejoras de la eficiencia. Mientras que en el período 1950-1970 se produjo una mejora de la eficiencia de distintos procesos del 2,4% anual, en la siguiente década (1970-1980) ésta descendió al 1%, y en las dos siguientes no ha pasado del 0,5%. En último término, siempre se estará lejos del 100% del reciclado y de no usar energía.

Por último, si sumamos la ley de rendimientos decrecientes a la reducción progresiva de la disponibilidad de energía, la dificultad de solventar técnicamente los desafíos que tiene la humanidad se vuelve aún más irreal. Esto no implica sólo la incapacidad de sostener el ritmo innovador, sino incluso de mantener el sistema tecnocientífico actual.

Pero, más allá de todos estos límites físico-químicos del sistema tecnocientífico, hay otro fundamental: ni la ciencia ni la tecnología van a ser capaces de resolver los problemas ambientales y sociales porque su causa es política, no técnica. Las soluciones tendrán que pasar, necesariamente, por la superación de la civilización basada en la dominación de la naturaleza y las personas.

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