La noción de los otros es fundante, no constitutiva. Es decir no habría nada si no fuese, por intermedio de esa copulación pre-existente que arroja a un nuevo ser al plano de la existencia. Sea deseo, mecánica, azar, vía natural o razón instrumental de lo tecnológico, probeta o robótica mediante, el sujeto, en cuanto tal, nunca termina de construir, de confeccionar, su yo, su mismidad en sentido lato, dado que no asume, primariamente, que no ha sido, ni es, ni será, a partir de sí, sino que fue engendrado, por una pulsión de esos otros, la que lo excede y la que nunca podrá develar, pese a estar condenado a buscarla, fatigosa, como incansablemente.
La angustia existencial, podría ser caracterizada, desde esta posición, como la imposibilidad de reconocer que la vida, que la sentimos propia, no sólo que no nos pertenece, sino que es algo, de lo que debemos hacernos cargo, sin que nada, ni nadie nos haya siquiera consultado.
Esta la razón cultural, por la que un suicida, genera más temores que comprensión. Sí la vida estuviese inscripta en códigos lógicos-matemáticos-cientificistas, sin que medien otro tipo de pliegues o sensaciones, todos debiésemos terminar de suicidarnos en el tiempo que nos lleve arribar a tal conclusión lógica y determinante. El acto suicida por tanto no es un acto de desesperación, es en todo caso, y por sobre todo caso, el acto de racionabilidad más puro y absoluto; no debiéramos vivir, al ser nada más que el mero resultante del deseo, o del acto, de esos otros, que al hacer lo que hicieron nos determinaron en nuestra existencia.
Somos muchos más los que decidimos seguir viviendo, no sólo porque prescindimos de esa racionabilidad absurda (pese que sea parcialmente exitosa en los rigores del mercado) sino porque, desplazamos la tensión de no constituir nuestra mismidad, y quedamos a expensas de los otros.
Podemos reparar en las enciclopedias enteras en las que se habla de esa otredad. Faltará poco, para que una academia de ciencias sociales, decida abrir la carrera de otrología. La que por otra parte se colmará de asistentes y se constituirá en algo más que una novedad en sí misma.
Sin embargo, el asunto, el tema, la cuestión no trasunta por allí. Ni por la nada. Nuestro ser, en la parcela que se define como mismidad, en el único territorio que nos pertenece, prefiere huir, afanosa como escandalosamente. Todo sucede en ese otro lugar indescifrable de lo otro, al que ni siquiera lo indagamos desde la senda primigenia.
Es decir, sí verdaderamente quisiésemos saber algo, con respecto a lo que somos o a la imposibilidad de lo que podríamos ser, deberíamos arrancar por indagarnos acerca de cómo fuimos fundados por esos otros y por lo que sus razones (sensaciones o pulsiones), no sólo que nos exceden, sino que siempre nos excederán.
Tal como expresamos, o nos acabamos en el sentido físico, o copulamos, tal como lo hicieron para que existamos. En el absurdo del sinsentido de afrontar la angustia de sentirnos sin más, nos entregamos a la cópula, irracional, que se convertirá en esos otros, a los que producto de nuestra irresponsabilidad hacemos traer al mundo.
No somos más que pasión, desasosiego y la dosis precisa de razón para evitar el suicidio y continuar con la copula. Esta es la razón por la que la sexualidad es tan determinante en nuestro día a día, dejar de copular es ir muriendo de a poquito, o en todo caso es ser empujado al abismo de racionalizar todo, que finalmente tiene un único, como fatal destino lógico y determinado.
Ni madre, ni madre, ni dios, ni patria, ni política ni religión, ni mucho menos el otro. Estamos cada uno de nosotros en el horizonte de lo poco que somos, sin saber que queremos ser y con el temor cierto, de que nada alcanzaremos de lo que logremos desear.
Clavarnos en la mismidad es cantar para nadie, escribir sin publicar y danzar sin música, la muerte no es más que la paz perpetúa en donde dejamos de intentar el absurdo de vivir bajo condiciones que parecen favorables, pero que esconden detrás de tal benevolencia la enjundia de lo imposible.
Sí en alguna instancia logramos entender, convencernos, que podemos ser de cierta manera, desde nosotros mismos y más allá de nuestras naturales limitaciones, tal vez dejemos de ser humanos para arribar a otro estadio, o simplemente, circundemos al otro plano, ejecutemos ese pasaje al acto, constituyendo otro significante que el hasta ahora entendido desde la óptica de lo actual y limitado de lo humano.