La expresión no es más que un comienzo. La acción es un instrumento mucho más
poderoso para modelar las almas.
Simone Weil (Echar raíces, 1943)
Si el bien es la unión de los contrarios, el mal no es lo contrario del bien.
Simone Weil (Cahiers, III)
El conjunto de la obra de Simone Weil constituye una unidad complementaria que integra, por un lado, el análisis crítico de la civilización moderna y, por otro, la inspiración necesaria para su radical transformación. Complementariedad inherente, desde luego, a la relación entre los diferentes campos de estudio a los que dedicó –en espera de la verdad- una máxima atención del pensamiento: el trabajo, la religión, la ciencia, la técnica, las necesidades humanas y las obligaciones, la historia, el conocimiento en antiguas civilizaciones, las formas de la opresión y de la fuerza, la libertad, la destrucción del pasado, los partidos políticos y la propaganda, el marxismo y el nexo entre lo sagrado, eterno y universal, con la vida profana aquí en la Tierra.
Un legado -ese «bloque macizo de oro puro que no se puede separar»-, en fin, cuyas conclusiones advierten principalmente sobre los insuperables obstáculos para alcanzar una auténtica transformación de la sociedad, mientras continúen inalterables los pilares fundamentales que sostienen la civilización actual.
La causa, sin más, del fracaso general de las revoluciones -que han consistido solo en cambiar las formas de Estado y de propiedad- en relación con las verdaderas necesidades y anhelos de la humanidad, aun cuando todavía se insista en todas partes, una y otra vez, en repetir los falsos augurios, las vanas esperanzas y las desatinadas profecías.
En «El arraigo» –el último Capítulo de su libro Echar raíces-, en efecto, Weil examinó de forma magistral la problemática real que representa la transición de una civilización fundamentada en el mal, hacia otra que pudiera contener la mayor cantidad posible de bien: es decir, de la armonía que surge de la unión complementaria de los opuestos -en referencia principalmente al equilibrio indispensable entre los intereses de la vida individual y de la vida colectiva-. Pretendía con su reflexión, sobre todo, responder a las trágicas circunstancias por las que atravesaba Francia, ocupada por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial; no obstante, advirtió al mismo tiempo que la devastación europea constituía, sin duda, una coyuntura histórica que podría definir el punto de partida hacia una nueva civilización tras la derrota de Hitler, donde la contribución de los franceses consiguiera inclusive ser útil para iluminar el mundo.
Recuperar sus propuestas resulta de un interés imperioso, pues no ignoramos que los males de la civilización moderna, lejos de atenuar, se han dilatado casi sin límites durante los últimos decenios, «amenazando a la humanidad –como escribió en aquellos años Weil- no solo de su extinción, sino de no haber existido jamás»
II
En el mundo contemporáneo es casi imposible que un ser humano pueda escapar a la influencia de las cuatro «taras» que –a su juicio- impiden vislumbrar una forma de civilización que contenga algún valor próximo al bien. Es decir, vivimos aferrados a los errores que provienen de una falsa concepción de la grandeza, de la degradación del sentimiento de justicia, de la idolatría del dinero como principal motivación de las actividades humanas, al mismo tiempo que carecemos de cualquier criterio acerca
del significado de una verdadera inspiración religiosa.
La «cuádruple tara», pues, que suponía para Weil el origen de la gravedad de los problemas que atañen a la civilización moderna, no solo a un modo específico de sociedad.
Se trata, en general, de errores de gran trascendencia que falsean el pensamiento y, en consecuencia, nos mantienen alejados de la verdad. Además, resulta difícil distinguirlos entre sí, ya que provienen, sobre todo, de una constante y progresiva falta de atención que nos impide reconocer las cosas importantes: «La atención -escribió en 1942- es un esfuerzo; el mayor de los esfuerzos quizá, aunque un esfuerzo negativo (…). Consiste en suspender el pensamiento, en dejarlo disponible, vacío y penetrable al objeto, manteniendo próximos al pensamiento, pero en un nivel inferior y sin contacto con él, los diversos conocimientos adquiridos que deban ser utilizados. Para con los pensamientos particulares y ya formados, la mente debe ser como el hombre que, en la cima de una montaña, dirige su mirada hacia adelante y percibe a un mismo tiempo bajo sus pies, pero sin mirarlos, numerosos bosques y llanuras. Y sobre todo la mente debe estar vacía, a la espera, sin buscar nada, pero dispuesta a recibir en su verdad desnuda el objeto que va apenetrar en ella».
La civilización actual, por tanto, es un mundo privado del espíritu de verdad, un espacio social y cultural donde impera el error.
Al hablar de espíritu de verdad, Weil se refería específicamente a la expresión de origen griego cuyo significado es «soplo ígneo», que designaba en la Antigüedad la noción que la ciencia moderna define como energía. Un aliento de fuego, pues, ausente hoy día de cualquier pensamiento, primordialmente porque en la historia prevalece la falsa grandeza; en la ciencia, la separación del conocimiento de la verdad universal; y en la religión, el dogma de la mediación de Dios en los asuntos terrenales.
III
El concepto predominante de grandeza constituía para Weil, de hecho, la «tara» más grave de la civilización moderna y el mayor obstáculo a su transformación; un error que suele adjudicarse siempre a los otros y nunca se reconoce como propio, por lo cual «los ángeles –decía- deben llorar o reír, si hay ángeles que se interesan por nuestra propaganda».
La causa central es que, en la interpretación de los hechos históricos, los vencidos no son objeto de atención, siendo la norma su calumnia, la deshonra y la descalificación.
Weil mencionó, por ejemplo, el caso de los druidas -sacerdotes y filósofos de la antigua cultura celta en Europa, cuyas labores de aprendizaje duraban al menos veinte años-, portadores de un inestimable conocimiento sobre el universo y la naturaleza que desapareció cuando fueron exterminados por el «crimen de patriotismo» de los romanos, quienes llevaron consigo a todas partes la institución de la conquista, aun cuando han pasado a ser reconocidos como civilizadores. Un criterio aplicable, sin duda, también a los Pueblos Originarios del continente americano, tras la ocupación de los conquistadores europeos a partir de 1492.
El dominio extendido de la falsa grandeza en la concepción de la historia impide, en consecuencia, admitir públicamente, por ejemplo, que en los territorios de los antiguos celtas –o en tierras del Abya Yala- los pueblos, antes de la conquista, eran más civilizados que los romanos, los españoles, los ingleses o los portugueses; es decir, evita que podamos llegar a reconocer la mayor calidad espiritual y social de aquellas civilizaciones que fueron destruidas.
La historia, en efecto -sostuvo Weil-, es principalmente información que proviene de los documentos de los vencedores; es decir, de los relatos que elaboran los asesinos sobre ellos mismos y sobre sus víctimas; por tanto, «el espíritu llamado histórico –afirmó- no atraviesa el papel para descubrir la carne y la sangre: consiste en una subordinación del pensamiento al documento».
De esta manera, quienes relatan y escriben la historia transmiten una determinada percepción de la grandeza cuyo principal modelo es el crimen; es decir, una noción contraria a cualquier consideración del bien.
La transmisión de la falsa grandeza, sin embargo, no solo es inherente a la historia; a criterio de Weil, en realidad, constituye una ley regular que impera también en los ámbitos de la ciencia, de las letras –sin olvidar la «maestría» alcanzada por el cine en la interpretación histórica- y del arte: «¿Cómo podría –precisó- aprender a admirar el bien un niño que ve glorificar en las lecciones de historia la crueldad –que es la misma en el siglo X o en el siglo XIX- y la ambición; en las de literatura, el orgullo, el egoísmo, la vanidad, el deseo de hacer ruido; en las de ciencias, todos los descubrimientos que han transformado la vida de los hombres, sin tener en cuenta ni el método de descubrimiento, ni el efecto de la transformación?.»
IV
La concepción moderna de la ciencia, en efecto, significaba para Weil otro obstáculo de primer orden a la hora de forjar la idea de una nueva civilización. La ciencia, junto a sus aplicaciones tecnológicas es, como sabemos, uno de los principales motivos de orgullo del mundo actual.
En Francia, por ejemplo –observó-, se ha expresado desprecio por el Estado, la Iglesia, el arte o la propiedad, aunque jamás por la ciencia. Hoy día, el rechazo alcanza en muchas otras naciones a las instituciones financieras, a los líderes políticos, al Club Bilderberg, a las élites que se reúnen cada invierno en Davos, a Monsanto o a la industria farmacéutica, inclusive a la guerra que depende en gran medida de la investigación científica, pero sigue sin tocar a la ciencia. En todos los sectores de la sociedad, incluyendo a la izquierda, cuenta, de hecho, con fervientes adeptos; también en las órdenes religiosas, cuyos miembros mantienen el mismo complejo de inferioridad que Weil les atribuyó en su tiempo frente a los postulados científicos.
El mundo moderno, sin duda, rinde honor al prestigio de la ciencia; confía en que los científicos encuentran y divulgan siempre la verdad, por lo cual exige un respeto religioso a sus teorías y a sus aplicaciones.
No obstante –precisó Weil-, si se presta una adecuada atención, la ciencia aparece con precisión como una actividad ajena al espíritu, a la energía de la verdad. De hecho –afirmó-, «desde los tres o cuatro últimos siglos debe reconocerse que el hermoso nombre de verdad está muy por encima de la ciencia». A partir de la segunda mitad del Renacimiento, en realidad, la ciencia se concibió sin relación alguna con el bien y con el mal –sobre todo con el bien, enfatizó-: la supuesta «objetividad» que la aleja del amor a la verdad.
En la actualidad, ciertamente, el prestigio de la ciencia depende sobre todo de sus aplicaciones técnicas, algo que podría constituir en sí mismo un móvil esencial del trabajo científico. Sin embargo, dichas aplicaciones están estrechamente vinculadas al poder y al beneficio económico, no a sus logros en referencia al bien; como resultado, el estímulo al trabajo científico no es su aplicación técnica, sino un móvil menor, de baja calidad: el prestigio que ésta otorga a la ciencia y a los científicos que no actúan precisamente impulsados por el deseo de encontrar la verdad.
Un móvil, en efecto, indiferente por completo a la noción de bien, puesto que nadie se detiene a calcular cada una de las consecuencias posibles de sus investigaciones –en la energía nuclear, en los cultivos transgénicos, en la medicina industrial o en la Geoingeniería, por citar solo estos ejemplos-: «un heroísmo semejante –escribió- parece hasta imposible». Los científicos, realmente, actúan en mayor medida impulsados por mezquinos, inconfesables, fuertes y decisivos móviles sociales inferiores que permanecen ocultos, aunque ejercen una función determinante en los resultados de su labor.
Heroísmo poco frecuente, efectivamente, por el que algunos verdaderos genios como Nikola Tesla han pagado tan elevado precio, como sabemos.
La facilidad de las comunicaciones y la extrema especialización, por otra parte, han convertido cada ámbito de la ciencia en lo que Weil equiparó a una aldea donde todas las personas se conocen entre sí, circulan constantemente los rumores y donde juegan un papel importante características personales como la edad, la nacionalidad, la vida privada, la ideología, la adscripción académica, las rivalidades y la competencia, factores todos que intervienen de forma categórica en la opinión colectiva acerca de lo que puede ser admitido en la ciencia y lo que queda excluido: un «proceso darwiniano», como lo calificó, donde «las teorías brotan al azar y sobreviven las más aptas».
La ciencia, por tanto, es un producto sometido a la moda: «un escándalo –afirmó-, si no estuviéramos lo suficientemente embrutecidos para ser sensibles a cualquier escándalo».
Con estas apreciaciones, en realidad, Weil se adelantó setenta años a los resultados de las observaciones de los pioneros trabajos de campo de la Antropología de la ciencia y de la investigación científica, realizados desde finales del siglo pasado en algunos prestigiosos centros académicos, cuyas conclusiones precisaron la influencia decisiva de diversos aspectos sociales –como el género de los investigadores, por ejemplo- y los móviles que intervienen en el proceso de elaboración de las hipótesis y las teorías –la obtención del Premio Nobel cuenta entre ellos-, frente a la determinación de una supuesta aplicación rigurosa del método científico.
V
Salvo alguna excepción, por otro lado, Weil calificó la práctica religiosa en la sociedad contemporánea como una convención, un acuerdo, una costumbre. El cristianismo, de hecho, ha sido rebajado a una apariencia, en estrecha relación con los intereses particulares de las élites sociales: condición que explicó –en su criteriola mediocre intervención de la Iglesia en la lucha contra el nazismo como expresión del crimen y la injusticia, y también, por supuesto, en referencia al dominio de todas las formas terrenales del mal, incluyendo la destrucción creciente del medio natural indispensable para la vida en el planeta.
Weil advirtió, en consecuencia, que el espíritu de verdad estaba igualmente ausente en el ámbito religioso, como sucede en la historia y en la ciencia: si es ajeno a la religión, resulta imposible, simplemente, que esté presente en la vida profana.
Situó el origen de esta desconexión precisamente en el profundo cisma que sufrió el cristianismo cuando fue degradado a religión oficial de Estado durante el Imperio romano en el siglo IV. Desde entonces, el pensamiento cristiano admitió la mediación de la Providencia Divina en los asuntos profanos –a través también de supuestos representantes-, sobre todo para ajustar determinados medios a fines particulares: una invención –señaló Weil-, justo a la altura del corazón y la inteligencia de los romanos.
In God we trust, reza el lema nacional de los Estados Unidos grabado en su moneda.
Un siglo o dos más tarde, todas las actividades humanas habían perdido ya sus fuentes de inspiración espiritual; un proceso –puntualizó- en el que probablemente intervino también de manera decisiva el dinero, la monetarización creciente de la vida social.
La noción de Dios, por lo demás, que los conquistadores europeos impusieron después con la cruz y la espada en América, donde antes predominaba la idea ancestral de la Creación como obra de un Creador impersonal, de cuya ausencia daba cuenta también el libre albedrío que, con su retiro, había concedido a la humanidad –la noción que Weil denominó «descreación», otorgándole significado filosófico-: una auténtica tragedia espiritual, difícil inclusive de imaginar.
Los romanos, en fin, vaciaron el cristianismo de verdadera espiritualidad, en un mundo donde la esclavitud había corrompido todas las relaciones humanas, el pensamiento y los sentimientos.
Para Weil, además, la distancia entre ciencia y religión ha fortalecido el vacío de inspiración religiosa que caracteriza a la civilización moderna: «La concepción
científica del mundo –subrayó-, no impide observar las convenciones».
En efecto, los creyentes que admiten el dogma de la mediación de Dios, honran también piadosamente la autoridad del prestigio científico: dos esferas difíciles de conciliar que separan inevitablemente el pensamiento en compartimientos cerrados. Ambas concepciones utilitarias, desde luego, impiden tender puentes entre la religión y la vida profana, aun cuando en determinados momentos de la Antigüedad resultase imposible distinguir el ámbito religioso del arte, la poesía, la filosofía, la ciencia y la política: «Si la humillación de la desgracia nos despertara –escribió en 1934-, si encontráramos esta gran verdad, podríamos borrar lo que constituye el gran escándalo del pensamiento moderno: la hostilidad entre ciencia y religión».
Hemos edificado, pues, un mundo orgulloso y enfermo al mismo tiempo, desorientado y confuso, porque, alejado del espíritu de verdad, no sabe de dónde partir, hacia dónde ir: «Un árbol –escribió Weil en 1943- que tiene, en fin, los frutos que se merece».
VI
Un cambio de civilización –entendido, desde luego, como una transformación que no puede consumarse en un período pre determinado- reclama sobre todo, entonces, recuperar la verdad -la energía de la verdad-, mediante la atención indispensable que Weil comparó con aquella que demanda la composición en planos diversos: la ley de la creación artística y la fuente de su dificultad. Es decir, una transición construida sobre las bases que constituyen en conjunto la auténtica grandeza, la verdad científica y el sentimiento religioso como consciencia de lo sagrado, de tal forma que la luz del orden eterno del universo irradie en todos los ámbitos de la vida profana.
Sin una auténtica inspiración -suficiente para suscitar la necesaria atención-, no obstante, resulta imposible recuperar el espíritu de verdad. A juicio de Weil, nos encontramos, por tanto, frente al obstáculo que constituye la desaparición de las fuentes de inspiración de los pueblos, sustituidas por el «veneno» de la ideología y de la propaganda, cuyos procedimientos, por lo demás, impiden el surgimiento de cualquier modo de inspiración verdadera, porque inundan el alma de separación, de conflicto, de mentira, de fantasía y de fanatismo.
Un cambio de civilización exige, en consecuencia, la acción de un método para promover la inspiración de los pueblos: un problema totalmente nuevo –advirtió Weil-, en el que nada puede guiarnos, cuya dificultad se acentúa también porque el nivel de nuestra inteligencia ha descendido notablemente durante los últimos siglos, hasta un plano donde no se plantean estas cuestiones, entre otras.
Weil propuso, así, la urgencia de reemplazar –para concertarlas-, en primer término, las nociones vigentes de educación y de la acción pública: la política, cuyo objetivo es la justicia –afirmó-, decide el destino de los pueblos, por lo que reclama una atención semejante al arte y a la ciencia, cuyos fines son la belleza y la verdad.
La educación, por su parte, debería consistir principalmente en promover móviles que impulsen acciones efectivas, dado que nunca se ejecuta una tarea en ausencia de móviles que puedan proporcionarle la energía indispensable.
Definir, entonces, la política como un medio permanente para la educación individual y colectiva, cuya atención no se desviara hacia otros propósitos; algo que demandaría un gran esfuerzo, porque contiene, en efecto, una idea totalmente nueva de la vida social: a partir del Renacimiento, de hecho –subrayó-, la política no se concibió jamás en tal sentido, sino solo como un instrumento para conseguir y mantener el poder considerado un fin en sí mismo, hasta hoy.
Como medio de educación, por tanto, la política no puede apoyarse en los métodos tradicionales, como las amenazas y las promesas que incitan el temor o la esperanza; tampoco en la sugestión que busca siempre coaccionar y oprimir: la misión es de orden tan elevado –reafirmó-, que la competencia o la eficacia de tales prácticas no podría bastar.
Conviene acudir, al contrario, a la potencialidad de otros medios –ignorados hasta ahora por la acción pública-: entre ellos, los ejemplos provenientes de determinadas acciones y organizaciones –incluyendo las escasas e invalorables referencias al «pasado vivo» que aún se conserva en el mundo- y, además, debe considerar la expresión misma de los pensamientos del pueblo, donde es importante que las palabras tengan su origen en el bien y suministren energía y alimento a los miembros de la colectividad.
Weil, de hecho, consideraba indispensable recuperar el descrédito de las palabras –es el caso de: libertad, igualdad, fraternidad o democracia-, usando libremente las más bellas de cada idioma; recobrar, así, un lenguaje que brote de la elevación del pensamiento y, en la medida de lo posible, de tradiciones pasadas.
La vida moderna, en general, se guía principalmente por lo que denominó «móviles impuros», como el prestigio y el dinero. Los principales móviles de la acción política como medio de educación, al contrario, deben considerar dos pautas fundamentales de elección: en primer término, su utilidad; en segundo lugar, el bien, teniendo en cuenta que la unión complementaria de los opuestos –igualdad y jerarquía, obediencia consentida y libertad, verdad y libertad de expresión, soledad y vida social, propiedad personal y colectiva, castigo y honor, seguridad y riesgo, como ejemplos- es un bien en todo respecto, bajo todos los ángulos, en todo tiempo, en todo lugar y en toda circunstancia.
Aquello que es solo un mal, odio y bajeza, debe rechazarse en cualquier momento, sin ofrecerle jamás una oportunidad.
Para mejorar a los pueblos, pues, Weil propuso el criterio de aplicación universal que consiste en identificar la proporción de bien contenida en los móviles, pues esa misma cantidad es la que habrá en las acciones de los individuos, no más.
Indudablemente, la inspiración que necesita el mundo no es solo verbal; su expresión es apenas el comienzo. Un móvil, desde luego, no es real hasta que no ha provocado una acción: debe, pues, realizarse en acciones -en la mayor medida posible, de manera constante, con el mayor número de detalles y por todos los medios adecuados, enfatizó-, puesto que la responsabilidad que nos impone obligaciones solo aparece cuando hay compromiso en relación con una acción.
Advirtió, no obstante, que, si bien la política como medio de educación sobrepasa todas las posibilidades conocidas, es justamente eso lo que le otorga valor y trascendencia. Una idea, de hecho, que debe concebirse de forma precisa para que intervenga en todas las decisiones de carácter público sobre las necesidades de la vida individual y social, de tal forma que, aun cuando resulten imperfectas, tengan la posibilidad de aproximarse a la justicia.
La política como un medio de educación, en suma, debe estar inspirada por el ideal de cierta perfección humana: a su juicio, el ideal de una nueva civilización, cuya inspiración hay que buscarla solo en la verdad de todo aquello que escapa a nuestra atención, que permanece oculto, que ignoramos: «No en el futuro –afirmó-, porque su proyección es tan mediocre como nuestros propios pensamientos han conseguido llegar a ser».
VII
Distinguir la auténtica grandeza de la falsa significaba para Weil, en realidad, no solo recuperar el espíritu de verdad; también encontrar una fuente de inspiración genuina. Resulta igualmente imprescindible, entonces, transformar el sentido, la concepción dominante en todas partes de la grandeza.
Propuso, por tanto, el pacto –primero en cada uno de nosotros- de comenzar a admirar en la historia solo aquellas acciones y las vidas donde fuese posible percibir el espíritu de verdad, de justicia y de amor, teniendo en cuenta que es la fuerza la que obliga a admirar lo contrario; el acuerdo, en fin, de honrar y glorificar la parte muda, anónima, oculta de la historia.
Aprender a reconocer, desde luego que, aunque las acciones humanas están colmadas de bajezas y de crueldades, en ellas brillan, sin embargo, destellos de bien y de justicia en algunos momentos, como signos de esa grandeza real que permanece encubierta y callada.
Si el bien no fuese capaz de producir verdadera grandeza en el arte, la ciencia, la especulación teórica, la acción pública, si toda la obra humana fuera despreciable, no habría ninguna esperanza para la vida profana. No es así –afirmó- y, por eso, hay que distinguir la grandeza real de la falsa: sin tal diferenciación, seguiremos perdidos.
La verdad, la belleza y la justicia son una misma cosa: son el bien; por tanto, es la esperanza que el orden del mundo -el amor al orden del mundo- puede dar a la humanidad.
El retorno del bien, aun con sus limitaciones, conseguirá la reconciliación final entre ciencia y religión y mostrará, además, toda la verdad interesadamente silenciada sobre el trabajo físico: su significado espiritual como la forma más perfecta –junto a la muerte- de la obediencia humana al orden del universo y, en consecuencia, el lugar que le corresponderá como el centro de una nueva civilización que reconozca la antigua sabiduría de la complementariedad entre lo sagrado y lo profano.
Un nuevo mundo –como supuso Weil-, inspirado en el ideal cristiano -depurado de su «mancha romana»- y en el de otras antiguas cosmovisiones semejantes que comparten la misma vocación original de crear una civilización próxima al bien.