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  • Autor de la entrada:Alfredo Velasco Núñez

Una imagen poderosa que nos ha legado la Historia sobre lo que es la sumisión procede de la religiosidad del islam, término que él mismo significa «sumisión», y consiste en el cómo debía ser la obediencia completa al maestro espiritual: «como el cadáver en manos de quien lo lava».

Que ser sumiso implica comportarse como un muerto, estar inmóvil, dejarse hacer, no huir ni rebelarse, supone que es una reacción, que los hombres comparten con el resto de los seres vivos, ante un peligro. Ese peligro comporta miedo y, en términos políticos, se concreta en la amenaza o la efectiva violencia del poderoso. En un segundo momento, normalizada la sumisión, ésta se aprende desde niño como la reacción natural conjuradora del mal que supone interaccionar con la autoridad y sus violencias. Así, la sumisión política supone actualizar el primado de la fuerza como orden y sus frutos son la guerra, el robo y la inseguridad frente a la libertad política que simétricamente actualiza el primado de la reciprocidad como orden y sus frutos de paz, trabajo y seguridad.

Harold J. Laski en su obra «Los peligros de la obediencia» señala la actitud de la autoridad, la disposición a infligir sufrimientos innecesarios, como lo no civilizado, lo bárbaro. Y la esencia de la cuestión es que la sumisión frustra radicalmente la expresión de la personalidad y la humanidad del sumiso. El peligro de la obediencia es que el sumiso se considera a sí mismo como un instrumento que ejecuta los deseos de otra persona, y que por lo mismo no se tiene así misma por responsable de sus actos. La consecuencia de más largo alcance de la sumisión a la autoridad es la desaparición de todo sentido de responsabilidad que incapacita para transformar las creencias y valores positivos en acción. La irresponsabilidad o alienación de las consecuencias del propio obrar deriva en que lo decisivo es a quién se obedece, no qué se obedece y si esto es bueno o malo, lo que ha supuesto, durante la larga y sombría historia del hombre, la comisión de crímenes más repugnantes en nombre de líderes violentos que los cometidos en nombre de la rebeldía, más motivada por deseos positivos y, contra la autoridad y sus violencias, el único antídoto que lamina es, según Stanley Milgram, la rebelión de los iguales, el apoyo mutuo de los hombres pacíficos, mediante la desobediencia y enfrentamiento que supone responsabilizar a los sumisos del mal que hacen realidad. El desobediente a infligir sufrimientos concentra la responsabilidad en los que se someten a la autoridad y, ésta, aislada, pierde su poder, pues la ley psicológica de Homans señala que «todo fallo de la autoridad en exigir obediencia a sus órdenes debilita el poder percibido de la autoridad». Como dicen los fascistas «el que manda es porque le obedecen» y desobedecer a aquél cuyo único talento es no poseer escrúpulos morales que coarten sus tendencias agresivas, nos hace más libres y fomenta la paz.

Publicado en la revista «Al Margen». Portavoz del Ateneo Libertario. Año XI. Nº 44. Invierno 2002.Pag. 21.

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