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  • Autor de la entrada:Alfredo Velasco Núñez

«Se trata nada menos que saber si debo someter la conducción de mi vida a la autoridad de los sabios o sólo a las luces de mi propia razón; o, más bien, (…) si la ciencia me traerá la libertad o unas cadenas legítimas».
Simone Weil «Ciencia y percepción en Descartes»(1929-1930)

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La ciencia ocupa el centro de la ideología progresista, que ha legitimado la apropiación del destino humano y terrestre por parte de la industria en los dos últimos siglos. La ciencia es esencial en la producción de nuevos procedimientos industriales, de nuevos modos de estar en el mundo, de nuevos objetos; en resumen, de nuevas tecnologías. La ciencia sigue manteniendo un lugar privilegiado en el imaginario de los países occidentales. El derrumbe de distintos símbolos religiosos y laicos como Dios, la Revolución, e incluso el Progreso, no ha alcanzado a la fe en la práctica científica. El modelo de la ciencia sigue conservando una gran fuerza, imagen de universalidad y de poder en un contexto de trastornos climáticos y de deterioro social globalizado. En medio de todos estos progresos en el absurdo de la vida y de la brutalidad creciente de las sociedades, la investigación es el único ámbito que ofrece una imagen tranquilizadora de continuidad con las épocas pasadas. Un ámbito en que, mientras todo lo demás se derrumba, las cosas siguen su curso. Pero los investigadores colaboran activamente con los poderes militares e industriales que los financian, definen sus objetivos y utilizan los conocimientos y las técnicas nacidas en los laboratorios. Esta colaboración se remonta a los orígenes de la ciencia moderna: los progresos de las ciencias han mantenido siempre una estrecha relación con los de las técnicas bélicas. Pero esta colaboración dio un salto cuantitativo y cualitativo fundamental durante la segunda guerra mundial. Hoy, la mayoría de las investigaciones científicas sirven ante todo para aumentar el poderío militar y económico, y no para que el conocimiento avance. La voluntad de saber es la coartada que hace que se acepten la carrera armamentística y la competición económica internacional.

Hay que romper con el proyecto de las ciencias modernas tal como cristalizó en el siglo XVII (y que en la actualidad sigue siendo una referencia insoslayable, pese a las reticencias que se dan a veces). Dicho proyecto consistía en establecer un conocimiento total y objetivo de los fenómenos gracias a las matemáticas y a adquirir el dominio técnico que se asocia de manera directa a ellas para el bien de la humanidad. Los progresos de la ciencia han confirmado por sí mismos la inanidad de esta «religión de sustitución»: la ciencia, por muy avanzada que sea, nunca alcanzará la objetividad absoluta ni ofrecerá una respuesta a los interrogantes fundamentales del ser humano. En cuanto a su aspecto práctico, el siglo XX ha consagrado el fracaso del «punto de vista del ingeniero»: lejos de servir a la felicidad y a la libertad, el formidable crecimiento del poder que ha permitido la investigación ha contribuido sobre todo a disolver las sociedades humanas a base de sometimiento y dependencia, y a poner en riesgo las condiciones mínimas de nuestra supervivencia. Despojada de todos frenos sociales y políticos, la gestión cuantitativa del mundo resulta catastrófica; y si produce una ilusión del control es a costa de una extensión creciente de su campo de experimentación, sus iniciativas reduccionistas y sus ecuaciones importunas. En sus deseos de omnipotencia y manipulación, los gestores siguen haciendo como si este control fuera real y, mediante prácticas fraudulentas y experimentos peligrosos, persisten en encajar a la fuerza dentro de sus modelos mecanicistas todo aquello que han renunciado a entender. Hasta producir una «vida en burbuja», en la cual nadie dispone de puntos de referencia que permitan reflexionar y juzgar. El activismo científico, ese frenesí por los créditos, los programas y las grandes obras tan propio de nuestra época, obsesionada con el trabajo y la producción, no es la única manera de estar en el mundo. Su actual hegemonía, que se ha erigido sobre la deslegitimación de otras alternativas posibles y sobre la destrucción de las condiciones que las harían posibles, es un aspecto esencial del encarcelamiento contemporáneo.

El mito del Progreso es cada vez menos creíble a medida que se multiplican, sobre todo para los más pobres, las consecuencias catastróficas del desarrollo económico. Las investigaciones más nauseabundas e interesadas siempre han argüido que iban a curar y alimentar a la mayoría y a mejorar sus condiciones de vida. Pero en lugar de estos avances podemos constatar que la modernización ha causado tal desastre ecológico que hasta las cosas más elementales se han convertido en objetos de lujo; agua y aire puros, una dieta sana, vegetación. Además, la idea de un progreso continuo de las condiciones de existencia gracias al perfeccionamiento técnico apenas oculta la sumisión de los individuos a fenómenos que se les imponen, lo que les vuelve dependientes de las nuevas tecnologías y de las satisfacciones compensatorias que éstas ofrecen. En el caso de la ciencia, la visión progresista de la historia sigue impregnada por la idea de que cualquier avance del conocimiento es intrínsecamente bueno, aun en el caso de que en un primer momento se asocie con lo peor. Sin embargo, es apremiante comprender que los daños causados por el frenesí científico suelen ser irreversibles. Como principal responsable de su multiplicación, la tecnociencia no podrá hacer nada (o muy poco) contra las radiaciones, los ciclones o los cánceres, que son y seguirán siendo catastróficos. Pretender resolverlas con soluciones técnicas supone encerrarse en una absurda huida hacia adelante. En cuanto a la idea de una eventual reapropiación de este conjunto tecnológico con fines emancipadores, en muchos casos se antoja tan aberrante como la de querer convertir un autopista en un espacio acogedor.

Es indispensable deshacerse de cierto número de lugares comunes, empezando por la idea de que las sociedades precapitalistas o no capitalistas estaban conformadas por individuos perpetuamente enfermos y que sufrían atrozmente todo tipo de males (de los que nos habríamos librado felizmente gracias a la medicina moderna), mientras se arrastraban penosamente con su dentadura podrida hasta los treinta y cinco años, edad límite en que la salud física, envejecida de forma prematura, acababa por abandonarlos… esta imagen televisiva del pasado, que contradice totalmente los testimonios de los etnógrafos, pero también los datos históricos y arqueológicos, sigue revoloteando sobre cualquier reflexión acerca de la investigación: «Al fin y al cabo, es o esto o la vuelta a las cavernas, la enfermedad, el hambre, el infierno». Por ello conviene recordar que otras civilizaciones, otras culturas, en otros lugares y otras épocas, supieron construir y sostener sus propias concepciones del ser humano y de su inserción en el mundo; a veces con logros impresionantes, incluso según nuestros criterios modernos (y aunque las condiciones de una buena vida rara vez estaban al alcance de toda la población). Hasta tal punto que algunas grandes empresas, ávidas de nuevas moléculas que les permitan prolongar un poco más su dominación financiera, se las ingenian desde hace tiempo para saquear el saber farmacológico de los últimos indios de la cuenca amazónica mediante el envío de batallones de científicos mercenarios. Somos probablemente la única civilización que ha separado radicalmente la salud física de las dimensiones espirituales de la vida humana, arrojando la primera junto a la materia inerte, y las segundas junto al moralismo huero. Es cierto que la aplicación de un modelo de comprensión mecanicista a los organismos vivos pareció resolver de forma espectacular ciertos problemas de salud; contó para ello con el formidable perfeccionamiento de las herramientas disponibles para tratar sus disfunciones. Sin embargo, algunos de esos problemas sanitarios se debían a las condiciones de vida en las sociedades industriales: la urbanización acelerada o la organización de flujos masivos de seres humanos y de mercancías a lo largo y ancho del mundo, que a esta escala son fenómenos inéditos en la historia de la humanidad. Por lo demás, hay que recordar que estos éxitos no benefician en la actualidad más que a una minoría de la población. No es necesario explayarse acerca de los estragos que causan las epidemias en las regiones completamente desbaratadas por la economía mundial y los conflictos políticos. A menudo estas regiones carecen de infraestructuras sanitarias modernas, mientras que sus culturas médicas tradicionales (si es que no han desaparecido) resultan impotentes ante las plagas de nuestra época. Por último, incluso en los países occidentales cada vez más estudios tienden a mostrar el carácter frágil y temporal de estas «victorias». La progresión exponencial de los elementos contaminantes, cuyos múltiples efectos han llegado a ser imposibles de evaluar científicamente, es probablemente la causa principal del número de cánceres que nos aqueja desde hace un cuarto de siglo. Igualmente inquietante resulta el balance de la guerra que nuestra sociedad declaró hace sesenta años a las bacterias: con la esperanza de aniquilar a las más nocivas, hemos vertido sobre ellas decenas de miles de toneladas de antibióticos. Sin embargo, su capacidad de adaptación y resistencia (mediante selección pero también mediante transferencia genética) muestran las múltiples vías por las que la vida, subestimada de manera constante por la medicina moderna, nos recuerda su reactividad y su autonomía. De tal modo que el balance de esta guerra es cada vez menos halagüeño. De manera global, aun partiendo de una definición extremadamente reductora de la salud, en términos de esperanza de vida, podría ocurrir que las generaciones nacidas antes de la segunda guerra mundial, que crecieron en unas condiciones sanitarias que todavía estaban relativamente al margen de la contaminación y de la alimentación industrial, pero que al mismo tiempo gozaron de los efectos inmediatos de la medicina moderna, representen un pico histórico de longevidad. Si constatamos los límites de la medicina moderna, por muy necesario que sea, no es para proponer soluciones prácticas. Seguramente sería absurdo abandonar la mayoría de las técnicas modernas, con el pretexto de que cada vez nos servirán menos. Y quizá sea aún más absurdo pretender recuperar en abstracto unas viejas tradiciones cuya eficacia dependía de unas condiciones a la vez físicas, psíquicas y sociales extremadamente precisas y delicadas que nuestra civilización no ha dejado de destruir. Pero al menos podremos deshacernos de la arrogancia típicamente moderna en esta materia; dejar de considerar que nuestra civilización ha sido la primer ay única en resolver el problema de la salud, lo que haría inaceptable cualquier crítica de las ciencias y de las técnicas modernas.

El mito de la «investigación pública» proyecta la imagen de una investigación supuestamente obediente a unos criterios fundamentalmente diferentes de la investigación privada. Ahora bien, ambas son inextricables desde hace tiempo, tanto en lo que concierne a la organización y financiación de los programas como al tipo de problemáticas en vigor. En conjunto, las dos participan del mismo proyecto de artificialización de la vida y de mecanización de las relaciones humanas. Esta tendencia viene manifestándose explícitamente desde hace años en la investigación pública, en la que destacan los valores y las prácticas de los sectores más «dinámicos» de la economía de mercado (start-ups, pymes punteras, etc). La investigación actual produce saberes separados, en el sentido de que la existencia de investigadores especializados dispensa e impide que la mayoría entienda lo que hace todos los días, ya sea acerca de sus herramientas de trabajo o de los objetos de consumo. Con la coartada de la objetividad y el desinterés, la investigación ampara y nutre una lógica de separación de las esferas de la existencia, de diferenciación social y de desposesión. Un ejemplo arquetípico: la historia de la agronomía, sobre todo después de la segunda guerra mundial, es esencialmente la historia de la confiscación de las técnicas agrícolas por parte de los especialistas, que elaboran e imponen un modelo productivista incompatible con la autonomía de los campesinos (y con la existencia misma de un campesinado, por cierto). En realidad, lo que excluye a la mayoría de la investigación intelectual libre es precisamente toda la organización social de la institución, desde la selección al seguimiento de sus actividades. Para construir sus aparatos, mantener sus laboratorios, para dar de comer a los investigadores, etc., ¿cuántas personas trabajan a jornada completa sin disponer de tiempo para dedicarse a algo que les interese realmente? Y por una minoría que se ha hecho con el «privilegio» de cobrar por pensar, ¿a cuántas se les ha hecho ver su incapacidad y su inferioridad? La «comunidad de investigadores», que suele despreciar a aquellas personas, indispensables para su labor, que considera subalternas (auxiliares de laboratorio, secretarias, precarios de la restauración, miembros del servicio de mantenimiento, doctorandos, estudiantes), en general prefiere olvidar este proceso social que la ha erigido en minoría privilegiada y que ha desalentado la mayoría de las investigaciones y actividades autónomas.

Criticar la investigación en particular supone afirmar en primer lugar que forma parte central de esta sociedad y de su evolución; lo cual conlleva reintegrar simbólicamente todo un conjunto de actividades en el seno del cuerpo social, cuando ciertas representaciones la ubican «al margen» o incluso «por encima» del mundo, en un lugar en que los mecanismos y las normas del resto de la sociedad quedan en suspenso por arte de magia, al igual que los problemas y las urgencias de las personas corrientes. Muchos investigadores optan por esta vía ante todo para huir del trabajo asalariado en una empresa, de las relaciones humanas indignas y de las tareas repugnantes que a menudo se nos suelen imponer; para disponer al menos de un empleo estable, a resguardo de la dictadura de la rentabilidad, con la idea de no hacer nada perjudicial. La esperanza de parar las investigaciones más dañinas y de suprimir radicalmente la empresa científica en su conjunto es indisociable de un cuestionamiento global y frontal de la acumulación capitalista con las relaciones sociales y el encarcelamiento tecnológico que ella exige. La investigación, en su forma actual, es inseparable de nuestra organización social, absurda e injusta. Y sus instituciones, aunque sigan ofreciendo algunos chollos, en lo esencial no constituyen ningún tipo de refugio. No se trata sólo de que el dinero que requieren sus actividades se base en la explotación cada vez mayor de los humanos y del entorno natural (y por ende de la degradación de las condiciones de empleo y de las condiciones generales de vida) sino que las investigaciones más exigentes para su financiación suelen ser también las que más contribuyen a que esta explotación y esta degradación se multipliquen. Como buenos asalariados modernos, la mayor parte de los investigadores no quieren pensar en su propia condición y rechazan cualquier crítica dirigida a su actividad y cualquier análisis de su papel social. La fuerza de este rechazo se debe probablemente al temor hacia lo que podría salir a la luz. Criticar la investigación en concreto supone intentar comprender con precisión el papel social de esta actividad. En resumen, la investigación científica tiende a suministrarle a nuestra sociedad los medios técnicos para alcanzar sus funestas ambiciones. Por lo tanto, la crítica se ubica en el núcleo de la prosecución del desarrollo económico y de las catástrofes que son inherentes a él: desvalorización del trabajo humano mediante la simplificación y la automatización de un número creciente de tareas, colonización y desfiguración de la vida cotidiana por parte de las mercancías de alta tecnología, perfeccionamiento de las técnicas militares y policiales, agotamiento de nuestro entorno vital y extinción de las especies. Criticar este papel económico y social es criticar un eslabón esencial en la desposesión de los seres humanos.

El mito de la «ciencia pura» nació precisamente en el momento en que la imbricación de ciencia e industria quedó sellada de forma definitiva. Desde sus orígenes, la ciencia moderna ha consistido esencialmente en producir hechos a partir de máquinas: es una tecnociencia. El propio movimiento de las técnicas y los saberes hace que la creencia en una ciencia entendida como puro conocimiento frente a una ciencia «aplicada» sea absurda. En las ciencias duras, los hechos no son formulables al margen de todo el aparato tecnológico que las sostiene, preside los experimentos y estructura la relación de los investigadores con la realidad. En las ciencias presuntamente humanas, los escasos investigadores que se niegan a gestionar e instrumentalizar a la población no tienen ningún peso frente a los técnicos sociales, y a menudo acaban trabajando para ellos. El fetichismo colectivo de la ciencia pura no tiene como único efecto el reforzamiento de la cohesión grupal. El rechazo a hacerse preguntas sobre la realidad concreta y sensible de su práctica, que impregna en mayor o menor medida todas las actividades de investigación, lleva a una especie de nihilismo que entraña sus propias consecuencias: la disolución de cualquier criterio de juicio al margen de la eficacia, lo cual concuerda a la perfección con el reinado de la mercancía, en el cual todo es comparable e indiferente. Los investigadores, ajenos a las discusiones políticas y a los movimientos de la opinión, siempre sometida, según ellos, a lo irracional, a la moral, a las pasiones o a criterios subjetivos (y por lo tanto discutibles), pueden consagrarse así con la conciencia tranquila a los imperativos de la «creación de riqueza» de mercado, mediante su apoyo incondicional a la innovación en todos los ámbitos. El mundo de la investigación se subordina de este modo con toda naturalidad al desarrollo técnico y al crecimiento económico, es decir, a unos procesos que percibe como racionales y objetivos, ya que son cuantificables.

La ciencia, en nuestro tiempo, no se entiende si no es como ciencia aplicada al sistema productivo. En su condición subalterna, sometida a la lógica de la ganancia, no puede más que celebrar y alentar los progresos del Estado y de la Técnica, y colaborar, así, con el desarrollo de un modo de vida cuya base es la sumisión. Al haber aceptado alegremente esta función (en la creencia de estar ejerciendo un magisterio científico siempre neutral y apartado de la lógica de la sociedad), los científicos se han condenado a una compartimentación cada vez más minuciosa de su trabajo, a la sujeción a la financiación pública y privada con el único fin de extraer beneficios económicos o ventajas estratégicas militares, y, en definitiva, a ignorar conscientemente «para qué y para quién» están haciendo ciencia. Han aceptado el chantaje, guardando silencio sobre la degradación constante de la propia actividad científica, y siendo cómplices en muchos casos del encubrimiento de la nocividad de la producción industrial, haciéndola pasar por daños colaterales inevitables y, a fin de cuentas, asumibles. Hay «cerebros» cuyas ideas sobre la energía nuclear, la transgénesis, la nanotecnología o la industria química, se encuentran muy lejos de quienes aún aspiran a una vida en libertad.

La noción de tecnociencia describe muy bien en qué se convierte la ciencia cuando se organiza para servir a los imperativos del poder económico y militar, que es lo que lleva haciendo explícitamente desde hace más de medio siglo, con la instauración de la «Big Science» durante y tras la segunda guerra mundial. Por ello resulta cada vez más difícil, y hasta inconcebible, hacer ciencia al margen de una vasta infraestructura técnica, y por ende al margen de las relaciones sociales y de los intereses que presiden la gestión y el desarrollo de estas infraestructuras. Mientras que los hombres del saber eran poco apreciados por los príncipes de la Edad Media, desde los albores del Renacimiento los poderosos se han disputado violentamente las competencias de estos sabios coya actividad consiste en crear máquinas y procedimientos bélicos (el «ingenio», que dio paso al «ingeniero», es el nombre que se daba entonces a las máquinas de guerra). El dominio técnico y científico del mundo interesa tanto a la política como al comercio, que están en la raíz, por ejemplo, del despegue cartográfico, astronómico, matemático, etc. Príncipes y mercaderes, interesados por cualquier procedimiento que permitiera un cuadriculado y un control mayor del territorio y de lo real, patrocinaron y solicitaron los avances de esta ciencia que entonces seguía llamándose «filosofía natural». La idea de ciencia, singular, pura y desinteresada emergió en la conciencia colectiva en el momento en que los poderes económicos (financieros, industriales) y políticos (grandes cuerpos del aparato del Estado en pleno auge) tenían más necesidad de los saberes científicos. En el pasado, individuos, equipos o incluso algunas partes de las instituciones de investigación pudieron alejarse de esta línea rectora y desarrollar así una comprensión del mundo parcialmente ajena y aun contraria a los imperativos económicos y militares. Incluso desde el rasero de la ciencia moderna lo esencial de lo que hoy se produce con el nombre de ciencia es en realidad muy poco científico. Suele tratarse de un bricolaje más o menos ingenioso, mezclado con un discurso pomposo que pretende justificar su financiación, pero que ante todo pretende sostener la innovación. Se trata de una mercancía como cualquier otra, cuyas lógicas de producción generan todos los absurdos que se dan en las demás: carrera por la publicación, fraudes y sobre todo ausencia de reflexión de conjunto y de debate teórico. Lo que da como resultado paradójico que, si bien los conocimientos aumentan sin cesar, la comprensión del mundo que nos rodea retrocede en muchos sentidos. Esta aspiración de independencia supone de forma cada vez más obvia una negación de la realidad, ya que las decisiones que conciernen a la orientación de la investigación (por lo menos las que implican inversiones de enjundia) nunca son objeto de una deliberación colectiva y se someten plenamente a los intereses militares y financieros. La mayor parte de las investigaciones científicas sirven ante todo para acrecentar el poder militar y económico, y no a fomentar el avance de los conocimientos. Lo cual no quiere decir que los conocimientos no avancen de forma efectiva; pero rara vez se trata de conocimientos que podrían tener alguna utilidad salvo par la industria y el Estado. A lo que se aspira hoy día en todos los ámbitos es al dominio instrumental. El motor del desarrollo tecnocientífico no es un afán de saber que se despliegue libremente en una multitud de direcciones sino un dominio instrumental con vocación industrial y gestora; que es lo que sirve de criterio definitivo para las decisiones en materia de seguimiento y financiación.

No es sólo que el ámbito de la investigación no se caracterice por su tendencia a resistir al totalitarismo (otro proyecto político que aspira al dominio total de la sociedad) sino que los conocimientos científicos deben muchos de sus mayores avances a los periodos de guerra, es decir, a esos momentos en que la voluntad de dominación y la urgencia se alzaban necesariamente por encima de cualquier otro criterio, en particular la razón. En tiempos de paz, por añadidura, las principales decisiones en materia de gestión de la investigación se toman casi siempre en nombre de los solos imperativos de la competencia internacional entre superpotencias económicas, no como el resultado de debates públicos que sopesen intereses y valores. Los científicos no necesitan las libertades políticas: sólo les hace falta una autonomía relativa y créditos de investigación, y se adaptan bastante bien a unos regímenes autoritarios que presentan la ventaja de saber imponerse a los eventuales competidores (como en la Alemania nazi, la URSS o la China de hoy). El edificio en que reinan orgullosos los investigadores de hoy le debe muy poco a la razón, y casi todo a los imperativos de poder político y militar, y eso cuando no son las fantasías irracionales(y, por cierto, efectivamente regresivas) de omnipotencia individual, de inmortalidad, de fusión con las máquinas, lo que sirve de motor a su huida hacia adelante. El tótem de la ciencia pura tiene como función precisa enmascararlos: pasar por alto una realidad (el trabajo de investigador, sus condiciones de producción, su financiación, sus consecuencias prácticas) para erigir una figura idealizada, provista de todas las virtudes (valentía, abnegación, genialidad) y al servicio del bien y de la humanidad. Según esta imagen religiosa y mesiánica de la ciencia, todos los efectos catastróficos que pueden señalarse serán considerados invariablemente mera desviaciones respecto al modelo del científico puro. Ahora bien, la realidad es exactamente la contraria: los escasos ejemplos de investigaciones desinteresadas y no recuperables de forma inmediata por la industria y el ejército son las verdaderas desviaciones, las anomalías, los parásitos del sistema. En numerosos casos, los investigadores no conocen las conclusiones finales de su trabajo, y a menudo ni siquiera intentan conocerlas.

El autor Erwin Chargaff, en su libro de 1979 «La fe de Heráclito» anunciaba que la biología iba a «tener que decidir si quiere hallar en la investigación unas dimensiones reducidas, humanas, o bien si va a seguir incrementándose en una técnica enorme, cada vez más pesada y costosa, cada vez más ajena al pueblo que debe financiarla, y viviendo cada vez más de unas promesas gigantescas que son por fuerza imposibles de cumplir». Chargaff apelaba al conjunto de la comunidad científica para que tomase conciencia de la envergadura y de la gravedad de los problemas que la investigación ya había contribuído a crear, y a recuperar la mesura, la modestia y la razón. Sin embargo, era consciente de la dificultad de la misión, ya que las certezas cientifistas y las facultades de autoengaño están muy arraigadas tanto entre los investigadores como en el conjunto de la población: «Nuestra forma de ciencia se ha convertido en una enfermedad del espíritu occidental. Nos han enseñado que cavando cada vez a más profundidad llegaríamos al centro de nuestro mundo. Pero no encontramos más que roca y fuego, y confundimos la piedra con el corazón y el fuego con la esperanza».

Por otra parte, en la ciencia moderna, el deseo de comprensión – que sigue existiendo – no puede disociarse de un deseo de dominio instrumental del universo. La ciencia moderna tal como está desarrollándose basa la posibilidad de acceder a la verdad en la modelización de los fenómenos, mediatizada por la tecnología. Conocer es hacer. Se trata de un tipo de conocimiento que sólo puede confirmarse mediante la experimentación, y por tanto gracias a la construcción y multiplicación de aparatos técnicos y laboratorios, y finalmente mediante la proliferación de éstos por el mundo. El método científico experimental, que se desarrolló en un primer momento por y para el estudio de objetos inanimados (mecánica, física y después química), tenía vocación de extenderse a todos los fenómenos, y ha servido de modelo para todas las demás ciencias. Otro tanto ocurre con la concepción mecanicista de la realidad, que por su misma construcción se incrusta en el meollo de este método experimental. Sin embargo, criticar globalmente la perspectiva tecnocientífica del mundo no lleva por fuerza a renegar de todos sus resultados. Para ciertos ámbitos muy delimitados, hay que reconocer sin ningún ambage que el punto de vista mecanicista sigue siendo el más apto. El problema reside no tanto en la existencia de la visión científica del mundo sino en su carácter imperialista y hegemónico, su pretensión de reducirlo todo al simple mecanismo y al número, e, indisociablemente, a querer moldearlo todo según este modelo. Esta visión reduce en primera (y a menudo en última) instancia lo que estudia al papel de mero objeto inerte y muerto, incluso cuando se trata de seres vivos, es decir, «sujetos» activos y sensibles. Si bien algunos científicos han reconocido que, efectivamente, el punto de vista mecanicista no permite por sí solo aprehender más que una ínfima parte de lo real y de su complejidad, por desgracia no han sabido, podido o querido emprender una reflexión crítica en el conjunto de la «comunidad científica» acerca de los límites de este método. En el fondo, el reduccionismo y el maquinismo (hoy informático) gozan de una promoción constante porque pensar dentro de este marco es más simple (en el sentido de más pobre); y porque así se obtienen resultados más inmediatos, es decir, publicaciones y créditos de investigación. Lo que pretende esta fragmentación de lo real es la posibilidad de aplicar a cualquier objeto que caiga en el ámbito de la ciencia un tipo de conocimiento estructurado mediante leyes causales, o probabilistas; y la esperanza de asegurar el control de dicho objeto mediante las matemáticas. Pocos investigadores parecen haber entendido hasta qué punto esta tendencia hegemónica ( y aún dogmática) del mecanicismo era inseparable de la ciencia moderna, que nunca ha sido puramente contemplativa sino que se formó según el principio de la experimentación y la ampliación constante del laboratorio al conjunto del mundo. Lo que ha permitido el triunfo de la ciencia sobre las demás formas de comprensión es ante todo su vitalidad, su activismo y su eficacia cuantitativa. Ya sea favoreciendo el progreso técnico, y por tanto el poder militar y económico, o mediante la multiplicación por doquier de experimentos allí donde haya sido posible, la mentalidad científica ha zanjado sus divergencias con las demás concepciones del mundo valiéndose siempre del hecho consumado, con los resultados contradictorios que todos conocemos, a la medida de la violencia que se inflige a los antiguos equilibrios. Reconocer todo esto supone admitir también que es difícil que una limitación a esta expansión infinita proceda espontáneamente de la institución científica. Dentro de su propia lógica, ningún argumento legítimo puede servir para respaldar su limitación, ya que esta institución está concebida unilateralmente como un desvelamiento del mundo que abre el camino hacia su dominio y su perfeccionamiento. Vista desde un laboratorio, la ciencia tiene como vocación fundamental seguir avanzando y hacer retroceder sin cesar los límites del ingenio humano. Lo demás no son sino daños colaterales que habrá que gestionar con profesionalidad. Ello explica en parte la fuerte propensión del entorno científico a someterse a las sucesivas exigencias de las clases dominantes. Pues, a partir del momento en que no se ve que haya nada que replicar al proyecto científico de dominio como tal, en efecto, cuesta imaginar en nombre de qué habrá que oponerse a la integración total de la investigación en la industria, puesto que puede seguir separándose en abstracto el grano científico de la paja capitalista o militar. Las reformas actuales del sistema de investigación tendrían como efecto la reducción aún mayor de la autonomía de pensamiento y de palabra, por no hablar de la autonomía de acción. Ante esto, desde luego que hay razones para defender una ciencia que retome ciertas virtudes que la caracterizaron en el pasado. Pero la invocación de estas virtudes puede ser también una trampa, especialmente si impide que las personas se atrevan a pensar contra su propia institución y su propia posición, y si dispensa de definir en qué tipo de mundo queremos vivir.

En sentido opuesto a todos los proyectos políticos, de izquierdas o de derechas, que siguen adhiriéndose a este proyecto de control total de la vida y que no proponen otra cosa que seguir hundiéndonos un poco más, el punto de partida de cualquier reflexión política debería radicar en esta doble conclusión:

  • El derrumbe cada vez más veloz de las condiciones biológicas de nuestra supervivencia (y, correlativamente, la usurpación de la supervivencia y de la reproducción de todos por parte de la tecnociencia).
  • La impotencia creciente de los seres humanos respecto al transcurso de su existencia, que arrebata la sustancia de los conceptos de razón y libertad.

Por un lado, la precariedad de las condiciones de vida, telón de fondo de todos los discursos y proyectos políticos, sirve cada vez más para justificar la pasividad y destruir las iniciativas que vayan en el sentido de la autonomía. Por otro lado, la reducción de los individuos al estatuto de engranaje en unas estructuras de producción e intercambio nos ha arrebatado ampliamente hasta el uso de la palabra para reflexionar de manera conjunta. No obstante la razón crítica y la sensibilidad, por muy atrofiadas que estén en la actualidad, nos vuelven pese a todo irreductibles a convertirnos en mero ganado, mercancías o máquinas. Apoyándonos entre otras cosas en estas facultades podremos preservar una independencia crítica y cultivar reflexiones y saberes que no se presten a ser utilizados por los estados, ni por las industrias y sus mercancías. Atacar la investigación significa alinearse con los hombres y mujeres que tratan de hacerse dueños de su propia vida.

Apuntar a la ciencia es denunciar su función literalmente ideológica: la confianza que aún se otorga (pese a ciertos estallidos de suspicacia) a la visión científica del mundo y a los dispositivos de gestión presuntamente racional constituye un obstáculo decisivo para cualquier forma de cambio en nuestra condición. El capitalismo ha contribuido a consolidar una separación creciente entre dirigentes y dirigidos, lo que hace cada vez más remotas e improbables las perspectivas de apropiación colectiva e igualitaria de las técnicas y de los espacios. Al confiar, a lo largo del siglo XX, cada vez más facetas de la vida humana a los procedimientos industriales y burocráticos, a fin de controlar los efectos del desarrollo económico, las élites han desacreditado los saberes y las culturas populares y socavado sus condiciones de ejercicio, condenando a los pueblos a perder la confianza en sus propias capacidades de autoorganización, arrastrando así al mundo entero a una guerra insensata contra la vida cuyo final no se atisba por ningún lugar. El colectivo Oblomoff rechaza ese proyecto en su conjunto, a la vez antidemocrático y suicida. Para lograr no han de romper con el imaginario cientifista y con la idea ingenua y reconfortante de que «ya encontrarán una solución» para todos los problemas, en cuanto sus intenciones sean buenas y se les concedan los medios para ello; romper, en un sentido amplio, con la idea de que aún es posible gestionar racionalmente aquello en que se ha convertido el mundo, cuando todos los gestores se han instalado desde hace tiempo en la emergencia y el sálvese quien pueda permanentes. Es decir, intenta reanudar, allí donde sea posible, la experiencia humana en su mayor riqueza.

La crítica de Oblomoff de la investigación se inspira en un ideal democrático y hace suyo el proyecto de una sociedad libre, igualitaria y decente. Una sociedad en que las personas corrientes tengan la capacidad de decidir sobre el transcurso de su vida, y la libertad de inventar o conservar formas de vida que les sean propias. Un mundo como ése evidentemente es incompatible con el reino de la competencia capitalista, de la gran industria y de los medios de masas. Supone asimismo un uso común de la razón y del debate público acerca de todas las grandes cuestiones.

Recensión reseña de la obra «UN FUTURO SIN PORVENIR. Por qué no hay que salvar la investigación científica» del Colectivo francés Oblomoff

 

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