‹‹Al actual orden vigente le es imprescindible, para legitimarse como la sociedad perfecta y completa, un desvergonzado falseamiento de los periodos de la historia que son superiores al mundo de hoy››. Félix Rodrigo Mora.
La relación entre las minorías con poder y la gente corriente, esto es, entre el Estado y el Pueblo, es un asunto al que se le presta una escasa atención. Ni las tribunas mediáticas, con su cohorte de paniaguados “intelectuales y artistas”, politicastros, académicos, comunicadores…, ni las clases populares, en general circunscritas a los límites de su privacidad, reflexionan sobre el desigual peso de élites y personas del común en el momento presente. Desequilibrio que es uno de los más agudos de los últimos 2000 años en los territorios de la península Ibérica. Más bien, el panorama es mayoritariamente percibido como “normal”. Lo que prueba la capacidad del ente estatal y la gran empresa, a través del adoctrinamiento por múltiples vías (escuela, publicidad, medios de “información”, industria del ocio…) y métodos (religiones políticas, teorías, consignas…), para desalojar de la mente y del corazón del individuo de a pie valores e ideales como dignidad, libertad, autogestión, verdad o capacidad de pensar por sí mismo. Y la desamparada situación en la que este último se encuentra.
Una irracionalidad que conduce al maridaje entre oprimidos y opresores, a la negación de la lucha de clases, a solicitar de las instituciones remedios para los males y ayudas ante las necesidades, a una resignada calma social.
Pero quienes creen, quien más quien menos, que el actual orden social resulta el más satisfactorio de todos, el cénit del progreso civilizatorio, yerran.
La libertad para pensar y ser desde uno mismo es negada ab ovo; la libertad para actuar es regulada y vigilada por un entramado de leyes de elaboración ajena, magistrados que nadie ha elegido ni siquiera formalmente y un ejército de ocupación interior, dotado de excelentes instrumentos armamentísticos y tecnológicos; la libertad política no existe, la carta constitucional de 1978 establece el sistema liberal de partidos políticos y parlamentos, localizado en las antípodas de la democracia (a menos que, despreciando el gramo de auto-respeto que podamos conservar, consideremos como tal a la pantomima de introducir cada cuatro años un sobre en una urna); la soledad en las grandes urbes y la ingesta de psicofármacos y otras drogas denotan que la vida relacional es una ruina; la reducción del amor de pareja a una suma de dos egos (más una mascota perruna) que viven para lo zoológico y hedonista muestra la intrascendencia que padecemos; el trabajo asalariado (en caso de tenerlo) es fuente de malestar, por su propia naturaleza servil, cuestión ausente de la agenda de anti-taurinos, “anti-capitalistas”, anti-católicos y demás “críticos” de lo establecido; el decadente estado de salud física de muchos indica que ni sabemos alimentarnos ni cuidarnos ni tenemos voluntad para ello; la desertificación creciente de la península Ibérica ilustra el fracaso de las “políticas públicas” en la gestión del medio natural así como del activismo ecologista, constreñido en lo institucional y leguleyo; la verdad ha sido sustituida por la propaganda y lo emotivo; la ética y las buenas maneras apenas interesan… Y así continuaríamos reflejando nocividades en curso hasta la depresión.
Una terapéutica adecuada para mitigar el malestar generado por mirar de frente la realidad actual es el estudio de la historia. De la historia que provee de enseñanzas, sean completas o parciales, no de la elaborada con fines legitimadores de lo presente. Las cosas no siempre fueron tan nocivas como lo son hoy. Ni están abocadas a continuar siéndolo. Afirmación simple pero que es olvidada debido a una combinación de teoría del progreso y “fin de la historia”, de repudio del pasado y de inmovilismo, de odio por la objetividad y de desprecio de la capacidad transformadora del hombre.
La historia bien hecha daría cumplimiento a varias exigencias: de un lado satisfaría la necesidad de conocimiento que es propia del ser humano, de otro rendiría tributo a una noción válida en sí misma, la verdad, y de otro señalaría elementos, tanto positivos como negativos (morales, políticos, estratégicos, etc.), que recuperar (ejerciendo de referentes) o descartar.
Las siguientes líneas están elaboradas a partir de “Municipalidades de Castilla y León. Estudio histórico-crítico”, Antonio Sacristán y Martínez, 1877.
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En la Alta Edad Media se estableció el concejo abierto como institución política popular en el marco de ‹‹grandes y profundos cambios›› acontecidos en los territorios de la península Ibérica no sometidos al dominio islámico. Todos los vecinos serán convocados a participar activa y directamente, con voz y voto, en la gestión de la res publica; poseerán en plenitud vida civil, política y militar.
Anteriormente, ni los municipios romanos (con la elitista curia) ni los visigóticos (con la figura del conde) conocieron procedimientos democráticos 1. Tales, retrocediendo más en el tiempo, sí se dieron entre los pueblos indígenas, quienes nunca constituyeron una unidad nacional y cuyo amor por la libertad, constancia y valor hicieron de la conquista y colonización romanas arduas empresas, especialmente en lo que hace a los norteños.
El surgimiento de nuevas ideas, instituciones y costumbres tuvo lugar al margen de la voluntad de la monarquía, de escaso poder entonces. Es remarcable, dentro de esta radical mudanza, que en Castilla y León la esclavitud, tal como existió en la Antigüedad, fue ‹‹desconocida››. Así como la ‹‹servidumbre feudal››.
De las deliberaciones de la asamblea vecinal emanaba el derecho consuetudinario, o de usos y costumbres, que precedió a la ley escrita en forma de carta foral. Cuando esto último ocurre ‹‹la constitución municipal se encuentra ya en pleno desarrollo››. Los acuerdos tomados en concejo eran de ‹‹fuerza obligatoria››, lo que informa de su carácter autónomo y soberano, de su ‹‹vida propia›› y existencia diferenciada de la corona, la nobleza y el clero. De una auténtica voluntad popular.
Sacristán se apoya documentalmente en los fueros municipales, códigos privativos y privilegiados de los vecinos que obstaculizaban ‹‹la acción directa del poder central representado por la corona››. Los pobladores eran todos iguales ante la ley, superándose distinciones de clase y de fortuna. La elección popular de los cargos públicos 2 era anual; ello era un freno a las ‹‹ambiciones particulares››, una búsqueda, mediante el cambio de personas, del mejor gobierno posible y, también, ‹‹garantía de la libertad››. Los concejos gozaban de igualdad política entre ellos. Otras cuestiones sancionadas por los fueros son: la inviolabilidad del domicilio, la tolerancia religiosa 3, la garantía de la seguridad personal 4 y de la propiedad, y la responsabilidad, verdad y honradez con las que habían de ejecutarse los oficios concejiles (jueces, alcaldes, jurados, escribano, mayordomos…).
Una parte del territorio conquistado al estado islámico se destinaba a propiedad comunal. De la que ‹‹cada uno pudo tomar lo suficiente para sus necesidades››. El disfrute de este patrimonio (aguas, pastos, montes, baldíos, etc.) se obtenía ‹‹por el solo hecho de formar parte de la municipalidad››. El aprovechamiento vecinal contribuía a la independencia económica del municipio, complemento de su autonomía política.
Las milicias concejiles fueron la organización del pueblo en armas. Salían a campaña, ora formando parte (considerable) del ejército real, ora ‹‹por su propio acuerdo y de su cuenta y riesgo››. Era deber de todo vecino estar preparado para formar parte de ellas. La hueste concejil (caballería y peones) desempeñó un ‹‹papel importante en todas las guerras de la Edad Media››, logrando numerosas victorias sobre el enemigo andalusí; también en aquellos casos en los que no hubo intervención de ‹‹los demás órdenes del Estado››. A los concejos les posibilitó que se hicieran respetar y ‹‹aun temer››.
En las Cortes, a partir del siglo XII, radicará la participación supra-comarcal del elemento popular por medio de la designación de procuradores, sujetos a ‹‹lo resuelto y acordado›› en la asamblea municipal; siendo, por tanto, meros ejecutores. Este momento es identificado por Sacristán como el ‹‹apogeo›› del estado llano, como una manifestación de su ‹‹preponderancia adquirida››. En el siglo XV, ya inmersos en el declinar de lo democrático, se establecerá como derecho de la corona ‹‹la intervención en el nombramiento de procuradores››, quienes se convertirán en una especie de funcionarios reales.
Por su parte, las hermandades entre concejos, ‹‹acto propio y exclusivo de la autonomía municipal››, tuvo su motivación en ‹‹los agravios y desafueros cometidos por los reyes››. El elemento democrático pretendía así ‹‹poner un dique al desarrollo excesivo del poder real››.
El autor otorga al rey la categoría de ‹‹señor natural››. Esta genuflexión, empero, no le impide afirmar que ‹‹el espíritu democrático de la Constitución castellana nunca reconoció la voluntad del príncipe como fuente de derecho›› ni definir a las comunidades populares como ‹‹un verdadero poder público››, dada la importancia que lograron. El Pueblo no podía ser despreciado ‹‹sin graves peligros››. Tanto en los municipios denominados de realengo como en los de señorío, los habitantes tenían la facultad de ‹‹rechazar con la fuerza toda agresión violenta intentada por ricohombres o infanzones, sin incurrir en responsabilidad por la muerte dada al forzador››. A los nobles, salvo que fuesen ‹‹naturales, vecinos y moradores de las villas aforadas››, se les negó el desempeño de cargos públicos. Incapacidad de la que igualmente padecieron los eclesiásticos: el gobierno y administración de los concejos fue ‹‹completamente laical››; en el terreno político, entre municipios e iglesia existió un ‹‹constante antagonismo››. Asimismo, el monarca carecía de potestad para el nombramiento de los oficios municipales. La corona ejerció de ‹‹regulador›› de la sociedad medieval.
La relación entre la monarquía y el elemento popular estuvo marcada por ‹‹las circunstancias políticas del momento››: la necesidad de combatir militarmente a un peligro común, al Ándalus. El equilibrio de fuerzas se romperá durante la Baja Edad Media en favor de la autoridad real, cuando ésta comenzará a traducir en hechos el proyecto acariciado de una ‹‹dominación ilimitada››. La democracia se verá menoscabada; la libertad política recibirá ‹‹un rudo golpe››.
El intento de Alfonso X en el siglo XIII de aplicar a las municipalidades una legislación o código general (Fuero Real y Partidas), ajeno a las ‹‹costumbres nacionales››, a un pueblo ‹‹caballeresco y libre››, fracasó debido a la ‹‹tenaz resistencia›› que opusieron aquéllas. Será bajo el reinado de Alfonso XI cuando dicho código alcance sanción legal (Cortes de Alcalá de 1348) y sean traspasados a la corona ‹‹derechos que hasta entonces eran considerados como el escudo más firme de las libertades populares›› 5. Los fueros municipales quedaban relegados a la categoría de ‹‹códigos supletorios››.
La realeza dirigió su ataque a cambiar ‹‹la forma interior de gobierno del municipio››, a introducir en él su influencia. La doble capacidad de electores y elegibles pasará, en las villas al menos, a estar limitada a ‹‹individuos privilegiados››, regidores designados por el monarca que excluirán ‹‹de la dirección de los negocios municipales al Estado llano›› y ambicionarán los cargos de las poblaciones de mayor importancia. Los ayuntamientos perpetuos ejercerán las atribuciones que antes correspondían a ‹‹la asamblea general de ciudadanos›› y serán ‹‹auxiliares de la corona contra las aspiraciones populares››. Estamos ante ‹‹un retroceso hacia la curia romana›› al verse dinamitadas ‹‹las bases fundamentales en que descansaban las franquicias populares››. A partir del reinado de Enrique III (1390-1406), la institución de corregidores permitirá la extensión de las ‹‹miras centralizadoras›› de la corona. Al acrecentamiento del poder real contribuirá significativamente la acción de los Reyes Católicos.
Se fraguaba una contra-revolución, política y legislativa, a favor del ‹‹principio monárquico››. La rivalidad entre ‹‹el espíritu democrático de las libertades castellanas›› y el deseo de la corona de ensanchar su poder se resolverá del lado de esta última.
NOTAS
1 ‹‹El emperador no representaba otra cosa sino el derecho de conquista impuesto por las armas en la época republicana, y cimentado sobre la sangre y las derrotas de los indígenas: idénticos en el fondo y en la forma eran los títulos alegados por los nuevos invasores››.
2 ‹‹Los vecinos de cada parroquia, reunidos en concejo abierto, discutían libremente entre sí las cualidades de los candidatos y la conveniencia de encomendarles la gestión de los intereses públicos. Todas las diferencias quedaban por fin sometidas a la decisión de la mayoría››.
3 ‹‹Las primeras corrientes de intolerancia se manifestaron por parte de la corona en el reinado de don Fernando III (1240) y a fines del siglo XV en el pueblo››.
4 ‹‹El concejo entero debió acudir a la defensa del ofendido, considerando el ataque a un solo ciudadano como causa de desafuero general››.
5 ‹‹¿Cómo se comprende que las municipalidades, después de tantas pruebas de vitalidad y energía de la defensa de sus derechos, cediesen sin protesta alguna a la voluntad del rey, consintiendo en innovaciones tan contrarias a su índole democrática y opuestas al espíritu y letra de su constitución?››.