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  • Autor de la entrada:Alfredo

La vida tiene una consistencia dura y, en muchas ocasiones, sus partes más felices dejan un poso de amargura que, las pérdidas y el tiempo irrecuperables, hacen pudrir el aire donde respira el alma y la estrechan. Sin embargo, existen en el transcurrir del excurso vital experiencias comunes que, al rememorarse, tensionan el recuerdo de cosas pasadas con idéntica nota de maravilla y novedad agradable que el primer día y, cuya comunicación, solo aumentan el bien que nos produjeron. El filósofo ilustrado Inmanuel Kant confesó que se sorprendía cada vez que oía la voz de la conciencia en su ser. 

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Algunos nos hemos sorprendido alguna vez por esta misma experiencia y nos hemos preguntado por qué pensamos lo que pensamos y de dónde sale el sentido moral innato. Esta sorpresa agradable, por ser la conciencia algo nuestro íntimo, que, reflexivamente, reta la realización de nuestros actos desde nosotros mismos, en nuestros días, cada vez es más aniquilada desde las instancias ajenas que pretenden sacar un beneficio o bien de nosotros sin contar con nosotros, alienándonos de nuestra voluntad moral. Muchas veces, la voz de la conciencia se refiere a pequeños actos cotidianos pero, su ejercicio perseverante, encarrila un hábito moral favorecedor para dar lo mejor de uno en dilemas más grandes de nuestra vida, aquéllos que nos trascienden, dan sentido al todo de nuestro ser y que pueden constituir la misión del porqué de nuestra presencia en el mundo. Y, como todos sabemos, pues como todo lo que no se ejercita se atrofia, el ejercicio de la conciencia, es un bien que podemos perder por falta de uso o encanallamiento en vicios contrarios. Todo lo que nos afecta debe de contar con nuestra aquiescencia o deberíamos luchar contra todo lo que nos nulifica si somos alguien o queremos serlo, pues nada podemos dar por definitivamente sentado. Si el mundo fluye, todo cambia, todo es mudanza, nuestra dotación de conciencia debe de ejercitarse para perfeccionar nuestro bienestar en él o no decaer con él en sus degeneraciones. La conciencia es un cimiento sobre el que fundar aspectos sustanciales de la vida, estrategias y líneas de fuerza que precisamos, aunque sea limitada por humana y no alcance mayor capacidad sobrenatural.

Toda realidad de que dependemos o que nos afecta es susceptible de ser considerada por nuestra conciencia como algo nuestro, tanto como el lugar en el que ponemos pie.

La conciencia no está contra la realidad sino que la hace nuestra, como la medicina sana al hombre enfermo, es el elemento que la completa y que nosotros humanamente podemos aportar. Es lo que da sabor humano al mundo.

Para ejercer la conciencia no hay que anestesiarla sino enderezarla a buscar el bien en todo lo que nos afecta. Y ejercitar la conciencia es someter todo a su juicio. Pues el ejercicio y cumplimiento de la conciencia supone la paz espiritual del hombre, la satisfacción del deber ético cumplido, la satisfacción de la función moral ínsita en el ser humano. Es colorear de luz buena la realidad y que ésta cumpla la fotosíntesis de lo provechoso después de nuestra intervención.

Pero someter todo a la conciencia no supone dividirse en muchos asuntos sino considerar el del momento en su mayor unidad posible. No hay que tener muchos pensamientos, sino dotar de sencillez a los problemas. Cuanto más reduzcamos las cuestiones a una memoria de ellas sencilla y abstracta, más confianza tendremos en nuestro ser para llegar a un buen fin. Por otro lado, la conciencia ha de juzgar sin pasión, sin placer o dolor, sin tristeza ni esperanza, sin miedo. Tiene que ejercer las virtudes contrarias y lograr un análisis apático o indiferente.

Siempre hay que obedecer a la conciencia y más cuanto más la consideremos, pues siempre quiere mandar cosas mejores y dejar lo estúpido y las costumbres negativas, no solo las tontas y menos buenas, sino que también las inútiles, y se adquieran cosas de mayor bien y provecho. La conciencia es la razón natural que está en nuestro entendimiento, y nos avisa de lo que hemos de hacer acerca de las buenas costumbres. La conciencia debe sujetar a la sensualidad del mundo en nosotros que la desarregla, el principio debe primar sobre la situación. Los mandatos de la conciencia crean la vida espiritual y la paz del corazón en el hombre.

No sólo hay que obedecer a la conciencia sino hacerlo rápido. Conciencia y sensualidad, tras el conflicto, han de reunirse pronto. La razón ha de librar a la sensualidad de los cinco sentidos corporales que la sujetan. La razón debe amarse a si misma y a su parte sensual y a todos sus movimientos para estar bien encaminada. La razón y la sensualidad son como marido y mujer que engendran los hijos de las buenas obras cuando el cuerpo es regido por la razón para hacer juntos la obra buena. De esta forma, hay que evitar los desvaríos de la conciencia y seguir rápido los mandatos de la buena conciencia obrando bien con ligereza. Ya que, la sensualidad, cuando es muy excesiva, corrompe el sentido de las cosas y deducimos mal de ella. Por ello hay que hacerse ciego (en oscuridad) y sordo (sin oir ruidos) y mudo (sin hablar, solo meditar), y estar tranquilo siempre (sin preocupaciones). La conciencia precisa estas idoneidades antisensuales. La conciencia se ejerce en solitario y en silencio, sin dolores ni enfados.

Hay que guardar el corazón, del que procede el bien y el mal, de las sugestiones de los malos. Los enemigos del corazón son el engaño, la fuerza y el mal deseo. Hay que aprender a decir no a estas cosas y desecharlas del ánimo.

Un hombre bueno lo hace todo según su conciencia, por lo que para serlo, hay que considerarlo todo según la justicia que se piensa obrar. La conciencia considera todas las cosas que son necesarias para la ejecución y obra de la justicia. Por eso hay que hacer examen de conciencia y hacerse experto afinando todos los actos. Hay que examinar lo dudoso y peligroso, experimentar unas cosas para saber cómo hacer en otras y, día a día, hay que afinar y reducir los actos más perfectamente. Para llegar a saber hay que prevenirse ante todo y no menospreciar lo poquito. La sabiduría del corazón es sólo por experiencia.

Hay que ejercer la conciencia en soledad y frecuentarla, brevemente, un poco todos los días.

Hay que evitar los malos pensamientos y no creer lo peor rápido. El secreto es no darse por vencido a pesar de que estemos dispersos. Hay que menospreciar lo irrelevante.

Hay que aprender de la conciencia de todos y, sacando sus enseñanzas, hacerse uno de ellos ilustrando a otros. La conciencia se enseña y da ejemplo de ella en la acción, de lo que la aprehendemos. La conciencia es buena si sirve para el provecho común. El que solo vive para sí y menosprecia a todos es un hombre superfluo. El índice de lo valioso de uno es lo que sirve a los demás. Pero, si los demás no nos imitan y nos hacen daño, hay que reafirmarse para uno mismo. Hay que mirar lo bueno en todos y seguir sus virtudes preeminentes y alabarlas. No hay que envanecerse con la propia virtud sino aprovechar la de todos imitándolas. Y lo que no queramos imitar no lo juzguemos. No sólo nosotros obramos en conciencia y hay diversas maneras de hacerlo. Siempre hay que buscar el consejo de los que saben más que nosotros. Cada uno es maestro en su experiencia y es bueno arrimarse al maestro de lo bueno que desconocemos. Pero, hay que aprovechar en uno mismo siempre pues, si no, se pierde uno en enseñanzas que acaban inútiles a los demás por perder el tiempo en metodologías pedagógicas. Hay que aprender y enseñar sobre lo interior, el corazón, y dejar lo externo, pues del corazón procede la raíz de lo de fuera.

La perseverancia en el ejercicio de la conciencia es la que la hace más provechosa pues no solo actuaremos bien sino con amor, lo que la sobresatisface aún más.

Finalmente, escribió Hannah Arendt que el efecto pernicioso a largo plazo de todo totalitarismo no era la capacidad de destruir toda convicción humana sino la de hacer que nadie pudiera concebir cualquiera de ellas. La conciencia y la intención personal de actuar bien es un rasgo de inteligencia humano cuyo ingenio, que no es declarado científico, conforma lo humanístico en su esencia, es fin y medio de nuestro ser y correcto hacer en el mundo. Y la tradición humana, por su parte, ha considerado lo característico de la muerte como la existencia como un espectro sin conciencia de sí. Por lo tanto, y apropiándonos de la metáfora, si vivimos para nuestra sensualidad determinada por otros (estado, capital, máquina…) y no tenemos conciencia de nosotros, esa inespiritualidad es la muerte de la Humanidad en nosotros concretos. Quizás puede parecer el ejercicio de la conciencia como un solipsismo minúsculo en el universo de la violencia, pero es un frente de lucha más para no dividirnos en nosotros mismos y demostrar que somos una forma de vida que, en circunstancias favorables, vence cada instante a la muerte y los sucedáneos de ella que nos ordenan, nos venden o nos pretenden definir desde fuera, desde la alienación de la buena vida, la justa y humana a que queremos aspirar.

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