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Ante los graves problemas de nuestro tiempo hay quien demanda reformas inmediatas dentro del actual sistema, sin observar que su fe en las reformas refuerza el poder constituido. Solo se reforma lo que se quiere conservar. El reformismo manifiesta que el Estado y su hijo, el capitalismo, pueden ser mejores de lo que son. Esto es completamente falso, como ha demostrado, por ejemplo, la reforma de la Transición (régimen del 78) que nos ha traído hasta la colosal degradación de la sociedad actual (ojo, degradación de mandantes, pero también de mandados). La revolución, la ruptura con este sistema, es mucho más realista, efectiva, práctica y cabal para solucionar los problemas que el reformismo utópico.

¿Cuáles son esos problemas?

El que más y el que menos (incluso una parte del izquierdismo) ya ve las orejas al lobo con la sustitución étnica del sujeto medio occidental, así como con la desaparición de las culturas autóctonas y el sustrato étnico de cada una de ellas. El caso concreto de “lo vasco” (el complejo étnico-cultural-lingüístico más antiguo de Europa) es de extición-exterminio. Lo mismo vale para quienes se abruman con el cambio climático, la desaparición de especies y la multiplicación de especies invasoras, la pérdida de fertilidad de los suelos, el declive de los acuíferos, la reducción del régimen de lluvias… en fin, para toda cuestión medioambiental. También para las cuestiones relacionadas con la energía, la economía, la vivienda, la ganadería y un largo etcétera; sin olvidar la importancia de la demografía, cohesión social y de la calidad individuo.

El que más y el que menos se resigna a su triste futuro siendo pastoreado por el PODER, o se dedica a echar la culpa a los demás (en vez de reconocer que él es corresponsable de todo lo que sucede, y no sólo víctima) o se suma a algún tipo de reformismo que le conceda la opción seguir creyendo que tiene razón.

Las élites del poder estatocapitalista tienen una agenda y una estrategia ―la de mantener y ampliar el poder y el statu quo―, la cual tiene la capacidad de cooptar de manera sistemática todo inmediatismo-reformismo. Es más, los servicios secretos impulsan o neutralizan iniciativas según lo requiere el momento político, así es su “visión de Estado”. En vista de ello el pueblo también necesita de una estrategia, una concreta que no pase por el Sentido de Estado ni por el servicio a la Razón de Estado ni a ninguna de sus critaturas. A diferencia de cualquier ilusión reformista (que acabará desvaneciéndose) la Revolución Integral invita a las personas a abrazar la noción de libertad (individual y colectiva) con responsabilidad, así como la idea de revolución como meta a alcanzar; meta que es necesaria, por tanto obligatoria, para derrocar al poder. Por ello la RI plantea la noción de pueblo en armas, es decir, propone poner un arma en la mano de cada persona, conscientes de la defensa ante la agresión de su integridad, libertad y soberanía. Un arma de fuego, sí, pero también arma política, económica, social, judicial, educativa, sanitaria, etc. En esto precisamente consiste la no delegación de la totalidad de la existencia en castas de expertos. Se trata de armarse contra el Poder y sus cipayos, no contra los iguales del pueblo llano. El que no sepa diferenciar quién es el Poder y quién es su igual, tiene un problema (quizá precisamente por haber delegado en castas de expertos también la función de pensar y discernir).

Bajo el sistema vigente todo seguirá su curso, corregido y aumentando, por las falsas promesas e ilusiones del posibilismo político y del voluntarismo activista. Sí, las iniciativas reformistas, además, serán derrotadas una tras otra. El reformismo es una megafactoría que genera a los pocos años activistas desencantados, quemados, derrotados, que dejan el activismo y se dedican a sus quehaceres de la vida privada. Como nos muestra la experiencia, el reformista medio de hoy, en 5 años, o  llega a ser diputado en algún parlamento (un cipayo, en román paladino) o se convierte en un desencantado. En concreto, el típico reformista de izquierdas acabará en mercadillos «medievales» vendiendo baratijas, o haciendo piercings y tatuajes; o bien se convertirá en un gurú espiritual tras sus viajes a Tailandia; con suerte comprará una parcela en el mundo rural y, con mucha «suerte», un chalet en una urbanización alejada de la chusma lumpen; o se irá al monte para aislarse de todo aquello que él mismo ha participado en crear y que ahora le supera, aturde y destruye, para, finalmente, darse cuenta (o no) de que SIN REVOLUCIÓN todo será EXTINCIÓN.

Mientras tanto, “el elegido”, el arribista, el cipayo, el futuro líder, el activista de vanguardia, el que se «sacrifica» por los demás, el que se implica más que otros, el que se quiere dedicar profesionalmente a solucionar la vida a la gente común, engañará y se autoengañará nuevamente con el mantra de que es necesario delegar. Para que unos hagan por otros, para que unos manden sobre los demás, para que tomen decisiones por ellos. Según defienden estos salvapatrias, el sujeto medio no tiene tiempo para “ser militante”, así que requiere de un líder. Entonces, el líder presume de sacrificado, lo da todo por ese holgazán que prefiere centrarse en su vida privada.

Los falsos profetas, ávidos de voluntad de poder y disfrazados de corderos, tendrán su lugar en la historia, en la de los impostores y traidores. En contra de la gran causa humana que no es otra que la causa de la libertad con responsabilidad. No hay atajos. O REVOLUCIÓN o extinción.

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