La Oración cristiana requiere según Clemente hacerlo en dirección a Oriente, en cuanto es imagen del nacimiento del sol y de él ha despuntado la luz. De Oriente se espera el retorno del Señor, por otra parte. La oración, como indicó Lutero en su comentario al “Magnificat”, compromete a todo el ser: alma, espíritu y cuerpo. Pero Agustín asigna poca importancia a la actitud del cuerpo: “No está prescrito cómo debe ponerse el cuerpo para orar, siempre que el alma, puesta en presencia de Dios, exprese su intención”. En resúmen, la posición del cuerpo es sugerida por las circunstancias.
En cuanto al tiempo de la oración Jesús oraba temprano por las mañanas y tarde por las tardes, después de haber despedido a las multitudes (Mc 1,35;6,46). También Jesús oró en todos los momentos más importantes y decisivos de su misión. Contó parábolas a sus discípulos sobre la necesidad de orar siempre sin desfallecer jamás. La perseverancia en la oración es una virtud que consiste en el fiarse de Dios, Padre bueno, estando seguro de su amor y de su fidelidad. Dice San Basilio: “Así pues, ora sin poses no quien realiza la oración con palabras incesantes, sino quien se une a Dios con toda la actitud de su vida. De ese modo, toda su vida será una oración continua e ininterrumpida”.
La oración insistente y confiada conmueve el corazón de Cristo y lo induce a una pronta intervención. Sin embargo, no cualquier tiempo es apto para la concentración y para el silencio contemplativo con Dios. Ayuda mucho a la interioridad del orante comenzar a orar con un momento de silencio, de pausa, de adoración silenciosa. Esto permite entrar en la intimidad de nuestra “celda” e iniciar la oración en la conciencia de que no somos capaces de orar, así como en la certidumbre de que, en la oración, todo se recibe de Dios. La oración cristiana debe ser superabundante, brotar de la plenitud del corazón, en la conciencia de que en la relación con Dios se ha encontrado un tesoro escondido. Decía con razón Orígenes: “Ora siempre aquel que une l adoración a las obras que debe hacer y las obras a la oración. Sólo así podemos considerar realizable el precepto de orar sin cesar”. Siendo esencial la perseverancia y fidelidad a Dios basta con orar “antes de que el cuerpo repose en el lecho”, “cerca de la medianoche” (una tradición “transmitida también por los antiguos”, “porque en esa hora todas las criaturas (…) se aquietan para alabar al Señor”, precisa la “Traditio apostolica” de los siglos II-III) y “hacia el canto del gallo”. Dijo clemente que para el cristiano, “toda su vida es una plegaria y una conversación con Dios”, porque “reza también a cualquier hora con el pensamiento, familiarizado con Dios por el amor”.
Agustín escribió que “el deseo es la sed del alma” y “El fondo del corazón”. “Tu deseo es tu oración, y si el deseo es contínuo, contínua será la oración”. “El deseo ora siempre, aunque la lengua calle. Si deseas siempre, oras siempre. ¿Cuándo se adormece la oración? Cuando se enfría el deseo”. Cuanto mayor es el deseo, tanto mas ardiente y frecuente es la oración”. “Son el impulso y la expectación las que nos llevan a orar y gemir. (…). Es la lengua la que suele halar, no los ojos, pero, de algún modo, el deseo de la oración es la voz de los ojos”. “el deseo y el conocimiento se nutren de oración. En el plano ontológico, deseo y conocimiento se identifican con l aoración: en cambio, en el plano psicológico o existencial, la oración enciende nuevamente el deseo, el deseo impulsa a la oración, y se crea un círculo vital entre el mundo espiritual y nuestra vida”.
Por tanto, la oración continua representa el verdadero culto a Dios, la verdadera piedad, y “el que carece de ella, en vano posee su alma, tiene una vida sin sentido. Más aún, carece totalmente de vida, puesto que lleva una vida para la cual no se le otorgó el alma” (Guillermo de Saint Thierry). Y Titus Brandsma, muerto en 1942, solía afirmar que “la oración es vida, no un oasis en el desierto de la vida” (victima de la opresión nazi).
En resumen, puede leerse ya en Orígenes: “Ora sin cesar aquel que une la oración a las obras necesarias y las obras a la oración”.
Jesús se retiraba a la soledad a orar, solo frente al Padre. Jesús se separa de los discípulos para orar en soledad. Jesús enseñó que para orar era preciso recogerse en lo escondido y en lugares apartados y secretos sin dejarse guiar por el espíritu de ostentación y por el deseo de aparecer, como es el caso de los hipócritas fariseos (Mt 6,5-6) y, para explicar cómo conciliar la enseñanza de Pablo, que exhorta a orar en todas partes (1 Tim 2,8), con la del Señor, que invita a entrar en el propio aposento cerrado (Mt 6,6), Ambrosio recurre a la interpretación alegórica: “Tu aposento es tu alma”, por lo cual siempre es posible orar, aun en medio de la gente, en el secreto de la propia conciencia.
En el curso del siglo XVI, el movimiento de las beguinas reforzó la idea de que, para alcanzar la verdadera perfección, el hombre espiritual y devoto debe retirarse a la soledad y tranquilidad, lejos de la agitación y de los diferentes aspectos de la vida social, y, a través de meditaciones piadosas, estimular su recogimiento y silencio interiores necesarios para alimentar esta oración íntima que conduce a la unión con Dios y permite experimentarla. La “fuga mundi”, cara al monacato de los comienzos, se concibió no tanto como desprecio de realidades en sí negativas sino como una consecuencia natural de una irresistible atracción amorosa de Dios. Otra consecuencia es el no andar vagando, el no estar sometido a la mutabilidad de situaciones y de ambientes.
Y volviendo a Jesús, éste enseñó la oración solitaria esencial: “Tú, cuando reces, entra en tu habitación, cierra la puerta y reza a tu Padre, que está presente en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará” (Mt 6,6). San Juan Casiano, comentando este pasaje enseña: “Oramos en la intimidad de nuestra habitación cuando apartamos nuestro corazón del estrépito y de la confusión de los pensamientos y de las preocupaciones y dirigimos al Señor nuestras oraciones de modo secreto y en afectuosa familiaridad; oramos con la puerta cerrada cuando suplicamos sin abrir los labios, en silencio absoluto, al Dios que escruta no nuestras voces sino nuestros corazones”.
Además, Jesús pide que nuestras peticiones estén animadas por la fe: “Todo lo que pidáis en oración con fe lo recibiréis” (Mt 21,22). La respuesta de Dios es segura cuando oramos con fe. Eso significa crear un clima de intimidad con Dios, iniciar una reflexión a fondo, tener convicciones profundas sobre la realidad de dios y sobre nuestra debilidad y pobreza. Y la fe es necesaria también cuando ciertas oraciones nuestras no son escuchadas. Ello quiere decir que las peticiones que hemos hecho no son para nuestro bien: Dios quiere prestar oídos a otros sectores de nuestras necesidades, que corresponden a la curación de los males del espíritu, a negligencias, malas costumbres u otras cosas.
El cristianismo es la “Ley nueva” como “la gracia del Espíritu Santo dada mediante la fe en Cristo”. Por eso orar es ejercitar la fe: “La oración es fe en acto: la oración sin fe se queda ciega, la fe sin oración se diluye”. A través de la fe, la oración se torna en luz para el alma: “y así como los ojos del cuerpo se iluminan cuando contemplan la luz, así también el alma dirigida Hacia Dios se ilumina con su inefable luz; la oración es la luz del alma, el verdadero conocimiento de Dios, la mediadora entre Dios y los hombres”. (Juan Crisóstomo).
Sin fe, tampoco puede ser destinatario de amor y de deseo aquel en quien no se cree.
En el cristianismo la oración reemplaza el sacrificio. Jesús dijo: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y completar su obra” (Jn 4,34); “No has querido sacrificios ni ofrendas, pero en su lugar me has formado un cuerpo” (Heb 10, 5-7). En los comienzos, la oración cristiana, a pesar de compartir formas y usos del judaísmo, rechaza los sacrificios cruentos del templo, el ritualismo puramente exterior, y subraya en cambio la necesidad de adorar a Dios en espíritu, de ofrecer el propio cuerpo como sacrificio espiritual (Rom 12,1) y de llevar una vida irreprensible en conformidad con los misterios celebrados. La conclusión es que el mejor modo de honrar a Dios es presentarle como ofrenda abundante una oración desbordante: esta es la ofrenda espiritual que ha abolido todos los antiguos sacrificios y hace de nosotros los verdaderos adoradores y los verdaderos sacerdotes; este es el tipo de oración que dios ha pedido y a la que no negará nada, porque “sólo la oración vence a Dios”.
La oración cristiana se presenta como un don d elo alto: antes de ser una meta a conquistar es un regalo a recibir; antes de ser una obra a realizar, es un agracia a acoger con humildad y gratitud en la fundamental pasividad y en la docilidad ante el Espíritu. Esa oración no representa el esfuerzo humano, eventualmente infructuoso, de llegar a Dios, sino su don de gracia, que permite al hombre hablar con él a través de Jesucristo y de su Espíritu.
El Señor en cuyas manos sigue estando el poder sobre la vida y la muerte se inclina hacia los pobres, “para levantarlos del polvo, para proteger su camino”. Jesús no vino para los justos sino para los pecadores (Mt 9,12; Mc 2,17; y Lc 5, 31), el cristiano sabe que debe considerarse siempre necesitado de perdón. “La súplica del humilde atraviesa las nubes”. Y en su humildad, la oración de petición es tal vez la que manifiesta más que ninguna otra la verdad del hombre: su impotencia y su dependencia. Jesús dijo: “ Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has manifestado a los sencillos” (Mt 11,25-26; Lc 10,21). La oración de alta calidad brota de un corazón que reconoce los propios pecados y l apropia pobreza espiritual “El que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado”. La verdadera oración no está hecha de presunción de la propia bondad, despreciando a los otros, sino de acogida de un dios misericordioso y lleno de ternura que el hombre no merece. La actitud de ostentación no agrada a Dios. La Regla de Benito dice: “si cuando queremos pedir algo a los hombres poderosos no nos atrevemos a hacerlo sino con humildad y respeto, con cuánta mayor razón deberemos presentar nuestra súplica al Señor, Dios de todos los seres, con verdadera humildad y con el más puro abandono”. La conciencia de ser la criatura frente a la infinita majestad divina es la condición de toda verdadera oración. Esta distancia que se percibe genera no sólo la comprensión del pecado, de la limitación humana, sino que se hace espera gozosa y experiencia del inclinarse amoroso de Dios hacia su criatura. “Debemos entrar en la oración como pobres, no como pudientes. Es necesario entrar en la presencia de dios verdaderamente en estado de pobreza, de despojamiento, de ausencia de pretensiones”.
Entre los padres es común la convicción de que el pecado ofusca la mente y la hace incapaz de conocer la verdad, por lo cual se hace necesaria la purificación del corazón o del alma para que la luz de la verdad, en primer lugar la contenida en la Escritura, pueda esclarecer el alma y conducirla a la contemplación de las realidades eternas. Juan Casiano expone la convicción de que el progreso en la oración va a la par con la purificación del corazón. Agustín escribió: “ Si en el clamor dirigido al Señor por parte de los orantes el sonido de la voz corporal no va acompañado por el corazón que anhele ir a Dios, ¿quién duda de que será en vano? Pero si se hace de corazón, aunque la voz del cuerpo permanezca en silencio, ese grito podrá resultar inaudible para cualquier otro hombre, pero no para Dios. Sea con la voz de la carne, cuando es preciso, o sea en silencio, cuando oramos a Dios hay que clamar con el corazón. El clamor del corazón posee una gran concentración de pensamiento que, cuando se da en la oración, exprese el gran afecto del que desea y pide para no desesperar del efecto que espera”. Dijo Jesús: “Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5,8). Para que la oración brote de un corazón puro y sea escuchada, el que ora debe ser particularmente vigilante, considerando: “que pide”, o sea, que la petición sea según Dios y que ocupe todo su afecto y su deseo; “aquel a quien pide”, es decir, la bondad y la majestad de Dios; “Y a si mismo como la persona que pide”, es decir, ser consciente de que no recibirá nada graci9as a sus méritos, sino esperar obtener lo que pedirá sólo d ela misericordia de Dios. Para acercarse a Dios, para verlo y entenderlo, el alma debe descender, como a tientas, a la morada de su consciencia, y expulsar todos los pensamientos vanos e inútiles; y cuando tiene éxito en su intento haciendo silencio en sí misma y reordenando sus afectos, logra entrar en la intimidad y familiaridad con Dios, hallando en él su reposo. De ahí se sigue que la oración representa un verdadero combate. Al decir de Merton, parece que “oración y amor se aprenden en l ahora en que la oración se ha hecho imposible y el corazón se ha convertido en piedra”. En cualquier caso, el verdadero secreto de la oración se encuentra en el hambre que se tiene de Dios y de la visión de Dios: un hambre tan profunda que ni el lenguaje ni el afecto saben expresarla. Por eso, si las distracciones son a menudo inevitables en la vida de oración, y el deseo de encontrar a Dios, de verlo y amarlo, es lo único que tiene verdadera importancia. Sólo de la “abundancia del corazón” puede brotar la oración.
Otra condición que Jesús presenta en su enseñanza es la de la reconciliación y el perdón. Esta regla introduce a la oración porque la oración es como la vestidura que el cristiano debe ponerse si quiere ser escuchado por el Padre. La oración es el amor de Dios que inviste al orante, pero si este no vive en la caridad, el con tacto con Dios no se produce. Jesús lo dijo claramente: “Cuando os pongáis a orar, si tenéis algo contra alguien, perdonádselo, para que también vuestro Padre celestial os perdone vuestros pecados” (Mc 11,25). Y también: “Si al llevar tu ofrenda delante del altar te recuerdas allí que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda delante del altar y vete antes a reconciliarte con t u hermano; después vuelve y presenta tu ofrenda” (Mt 5,23). Sólo el amor fraterno está en condiciones de recibir el amor de Dios y de enriquecer al hombre con energías espirituales. Citas evangélicas relacionadas son: “Perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe” (Lc 11,4). “Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso (…9 porque con la medida con que midáis seréis medidos vosotros” (Lc 6, 36-38). Así, la oración nos hace capaces de perdonar, “no (…) hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mt 18,22).
El Señor enseña también que siempre hay que pedir en comunión con los hermanos. El educó a sus discípulos a orar en plural, es decir, con los otros y por los otros: “os aseguro que si dos de vosotros se ponen de acuerdo sobre la tierra, cualquier cosa que pidan les será concedida por mi Padre celestial. Porque donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18, 19-20). Cuando la oración se hace individualista, desaparece el sabor cristiano y no tiene contenidos de caridad. Orar en comunión con los otros significa preocuparse de sus problemas y salir de nuestra autosuficiencia. No basta, por tanto, una invocación que sólo mire al propio interés, sino que debe prestar atención a los otros y ser fruto de la concordia vivida con la comunidad. Ya los Padres de la Iglesia decían que el Señor escucha solo la oración que nace de la concordia con los hermanos, porque donde no hay unidad ni amor no hay tampoco invocación al Espíritu Santo, que solo habla y vive dentro de la comunidad que vive en la concordia. Un camino construido en el reconocimiento del hermano que vive a nuestro lado y en la conversión de los propios sentimientos en los sentimientos de Cristo hará acepta nuestra oración al Padre. La comunión con los hermanos se realiza de manera misteriosa no sólo con los físicamente presentes, sino también en la oración personal y anacorética, en la meditación o contemplación realizada en plena soledad en la propia habitación. La oración cristiana es inseparable de la promoción de la justicia, de la paz, de la solidaridad. “El que no ama a su hermano, al que ve, no puede amar a Dios, al que no ve” (1 Jn 4,20). El amor a Dios y el amor al hermano están vinculados y dependen el uno del otro. Cuanto más se profundiza y se vive la unión con Dios, tanto más se es llevado a purificar e intensificar el amor a los hermanos; y, viceversa, cuanto más se ama a los hermanos con verdadero amor, tanto más crece el deseo de amar a Dios.
En la biblia la oración privilegia la actitud de la escucha: “Escucha, Israel” (Dt 6,4); “en el principio existía aquel que es la Palabra” (Jn 1, 1-3). Y Jesús es la revelación total de Dios. Orar es, entonces, acoger esta Palabra y este misterio para morar en él y, de ese modo, convertirse en su morada (Gál 2,20). La oración cristiana consiste, por tanto, en vivir una relación con Dios Padre a través del Hijo en el Espíritu Santo y adquirir una dimensión divina en la escucha. El creyente que llega a hacer de su oración una escucha amorosa de Dios llega al corazón d ela oración (Lc 19,39). Porque comprende que orar es esperar a Dios, esperar su luz y responder entrando en su voluntad. Dios es discreto en la relación con el hombre, no fuerza sino que llama y espera: “ Yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre, entraré en su casa, cenaré con él y el conmigo” ( Ap 3,20). Dios habla también sin hablar, y responde cuando quiere, pero normalmente habla cuando somos dóciles en la escucha. No se trata de multiplicar en la oración muchas palabras, como hacen los paganos, sino de tener la certeza de que dios conoce lo que necesitamos antes de que se lo pidamos. No obstante, el desea que le abramos el corazón con confianza filial, con la certeza de ser escuchados. El momento constitutivo de la oración cristiana no será a quél en que nosotros comenzamos a hablar con Dios sino aquel en que nosotros comenzamos a hacer silencio y, en lo íntimo del corazón, descubrimos que nuestro bendecir a Dios proviene de su bendición sobre nosotros, una bendición que precede, funda y crea en el hombre la actitud de la alabanza. Cuando hay conformidad entre vida y revelación, quiere decir que la escucha ha sido verdadera y puede verificarse por los frutos. En cambio, cuando la escucha está dirigida a una palabra que no proviene de Dios, o sea, a una convicción nuestra o incluso a una sugerencia del maligno,los efectos, los frutos, no pueden ser sino malos. La dificultad objetiva de discernir entre Palabra de Dios y sugerencias del tentador se entrelaza con la historia del hombre, tanto más puesto que el maligno, “padre de la mentira” (Jn 8,44), es un simulador que sabe utilizar con arte las palabras de Dios, pero llevándolas a consecuencias opuestas. Agustín escribió: “ Yo existo en la escucha, él en la palabra: yo soy el que debe ser iluminado, él es la luz: yo soy todo oídos, él es el Verbo”.
Nada vale una serie de prácticas religiosas que no estén respaldadas por una vida sabia y según los mandamientos divinos. “Practicar la justicia y la equidad agrada al señor más que los sacrificios” (Prov 21,3). Jesús exhorta: “Velad y orad para que no caigáis en la tentación” (Mt 26,41; Mc 14,38). Cristo aquí da a entender que no bastan las buenas disposiciones humanas, y que hay que solicitar la intervención divina. Quien ha recibido en su corazón el mensaje del Evangelio y quiere vivirlo con toda fidelidad a Cristo no está al resguardo de una tempestad si no ha recibido en la oración una fuerza superior. Para atravesar los momentos difíciles es imprescindible la perseverancia en la oración, y esto porque “el espíritu está dispuesto, pero la carne es débil”. (Mc 14,38). La fuente de muchos abandonos de la oración es el desaliento. Cuando viene el momento de reaccionar a las pruebas con una oración más ardiente, muchos se dejan oprimir por las dificultades y se caen presa de la tristeza. Se comportan como si no hubiese remedio alguno a su infelicidad, y se entregan a muchas y dolorosas obsesiones. Deberían elevar los oj0os al cielo, pero sus miradas están demasiado encadenadas a las evidencias inmediatas de la tierra. Cristo intenta despertarlos: “¿Por qué dormís? Levantaos y orad” (Lc 22,46). Sólo la oración perseverante trae la solución a las dificultades. La tristeza y el desaliento pretenden ignorar los problemas y conducen a situaciones desastrosas, que finalmente revelan su carácter ilusorio. La oración, que pide siempre más luz, no se deja engañar por las apariencias, y no teme ver las cosas tal como son en verdad.
La oración, al hacernos experimentar la profundidad del amor de Dios “derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo” (Rom 5,5), no nos dejará pasar indiferentes ante las necesidades y sufrimientos de los hermanos, sino que nos hará interpelar por ellos: como el samaritano, nos sentiremos impulsados a hacer todo lo que está en nuestras posibilidades para responder a ellos (Lc 10, 29-37). Y es que de la oración depende la apretura a la gracia, indispensable para actuar rectamente. Se precisa de la oración para el discernimiento del bien y para su realización coherente. Toda verdadera conversión cristiana implica siempre el compromiso sincero por la conversión de las estructuras y de las relaciones sociales, con la justicia y con una solidaridad con los pobres y oprimidos.
Escribió Teresa de Jesús: “ Las almas que no tienen oración” son “como un cuerpo con perlesía y tulllido, que aunque tiene pies y manos no los puede mandar”. Y San Agustía llega con agudeza a la siguiente conclusión: “Verdaderamente, sabe vivir bien quien sabe orar bien”. El hombre que no ora y no vela se convierte en presa fácil del tentador, que “como león rugiente da vueltas y busca a quien devorar” (1 Pe 5,8).
Por tanto, para llegar a ser hombres de oración hay que desarrollar en nosotros las virtudes y obedecer a Dios, haciendo lo que le agrada. “El altar verdaderaemnte santo es el alma justa y (…9 su perfume es la plegaria digna”. Sin la virtud no puede alcanzarse la oración perfecta, pero sin la oración las vistudes no pueden alcanzar la perfección, dijo Casiano. La oración da impulso, intensidad y extensión a la acción, mientras que la acción recuerda la necesidad del apoyo de la oración para el recto discernimiento de lo que se debe hacer y del modo en que debe hacerse.
Pero la enseñanza sobre la oración cristiana que resulta de los Evangelios no consiste en hablar mucho a Dios sino en amarlo mucho. En efecto, no se trata de multiplicar fórmulas o palabras cuando nos dirigimos al Señor, sino de conservar en el diálogo con Dios la actitud de “llamar con un impulso prolongado y piadoso del corazón a su puerta, un movimiento del ánimo humano hacia lo infinito, lo absoluto. El Dios de la revelación bíblica más que hacerse buscar es aquél que va en busca del hombre: “El Dios que nos ha amado primero (1 Jn 4,19) habla, inicia el diálogo en la historia, y el hombre, frente a esta revelación de si mismo por parte de Dios, reacciona en la fe a través de la bendición, la alabanza, la acción de gracias, la adoración, la petición, la confesión del propio pasado, es decir, a través de la oración, que quiere ser siempre obediencia a quien ha hablado y expresarse como adhesión, esperanza, caridad”. El hombre puede hablar con dios porque Dios ha hablado primero con el hombre resumiendo definitivamente todo en Cristo. En esta perspectiva, pues, la verdadera oración se torna en respuesta del hombre a la Palabra de Dios. La oración es movimiento de reacción al don del amor de Dios, es un querer retornar todo a Dios,, es alabanza, acción de gracias, intercesión a Dios.
El punto de partida en la oración es realizar un encuentro entre hombre y Dios, entre dos personas vivas y verdaderas que se hablan, se conocen y viven en relación. En el Éxodo se dice que Moisés, cuando oraba, entraba en la realidad de Dios y hablaba a Dios como un amigo habla con su amigo (Ex 33,11). San Alfonso María de Ligorio dijo: “Tomad la costumbre de hablarle a solas, familiarmente, con confianza y amor, como a vuestro amigo, como al que más queréis y el que más os quiere”. Clemente de Alejandría escribió: “La oración es una conversación familiar con Dios”. San Juan Crisóstomo escribió: “La oración, diálogo con Dios, es un bien supremo. En efecto, es una comunión íntima con Dios”.
La oración es un diálogo con Dios: “Cuando lees ( las Escrituras), Dios te habla; cuando oras, tú le hablas a Dios”. La oración “es un clamor que se eleva al Señor (…) y cuando oramos, debemos clamar a Dios con el corazón”, y la verdadera oración es la del corazón. Es preciso “interioridad”, porque Dios se encuentra dentro del hombre: más aún, es más íntimo al hombre de lo que el hombre es a sí mismo. Así , pues, la disposición de espíritu particularmente favorable para dirigirnos a Dios es la “desolación”, o sea, la conciencia de la inutilidad de los bienes terrenos, la constatación del propio estado de necesidad y el reconocimiento de nuestra infinita miseria: “en las tinieblas de esta vida en medio de las cuales somos peregrinos que vienen de Dios, cuando caminamos en la fe, sin la visión, el alma cristiana debe considerarse desolada y no dejar de orar”. Sin esta humildad no se ora, porque “¿quién que sea poderoso, orgulloso y soberbio en la tierra ase digna orar humildemente a Dios?”. Dice Agustín que “orar mucho es llamar con fervor constante y devoto del corazón a aquel a quien nos dirigimos. A menudo la oración se realiza más con gemidos que con discursos, más con lágrimas que en palabras”.
“El hombre que se abandona totalmente en las manos de Dios no se convierte en un títere de Dios”: por eso, la libertad de expresión sigue presente también en el encuentro con él. Cada uno le habla como sabe, como quiere, como su tierra se lo ha transmitido, como su historia se lo ha enseñado.
Si Dios conoce las necesidades de los hombres, ¿porqué se las presentamos? Si es Padre, las conoce antes que nosotros y desea satisfacérnoslas. El es Padre omnisciente y es también omnipotente: puede realizar todo lo que quiere. Pero ha decidido que seamos nosotros los que pidamos. ¿Por qué? 1) NEL Evangelio dice: “pedid y se os dará; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá (…). ¿Qué padre de entre vosotros, si su hijo le pide pan, le dará una piedra? Y si le pide un pez, ¿le dará en lugar de un pez una serpiente? O si le pide un huevo, ¿le dará un escorpión? Pues si vosotros, que sois malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿cuánto más el padre del cielo?” (Lc 11,9.11-13). Y habla también del amigo importuno (Lc 11, 5-8) y de la viuda importuna (Lc 18, 1-8). Por tnaqto el Señor mismo nos indica pedir con confianza y con insistencia. “Nuestro Dios y Señor no pretende que le demos a conocer lo que queremos –que no puede ignorar-, sino que ejercitemos en las oraciones nuestro deseo de modo que podamos recibir lo que se prepara a darnos. “) Al pedir se aprende que todo debemos recibirlo de él. Es la conciencia de ser necesitados. 3) Se aprende la relación con Dios, hecha de espera paciente y de esperanza segura, de confianza y familiaridad. Y, al mismo tiempo, la atención que Dios dispensa a sus hijos. 4) el hombre es “capax Dei”: de ahí surge la necesidad, la búsqueda, pero también la capacidad de recibir el don de Dios para que nuestro deseo de Dios se haga más profundo e intenso. “Se busca a Dios para encontrarlo conmás dulzura, y se lo encuentra para buscarlo con mayor avidez”. 5) También nuestra oración entra en los planes de la Providencia. El hombre coopera libremente en la salvación. “Quien te hizo sin ti no te justifica sin ti”.
En la oración, Jesús redescubre la propia misión y reencuentra la nitidez de sus propias opciones. La oración es la atmósfera que normalmente acompaña las revelaciones de Dios. Y es la condición para entender con claridad su voluntad. Sólo cuando se llega a realizar fielmente su voluntad se le está amando y el puede colmarnos de su amor.
Para los cristianos, l afuente primera de la cual brota el conocimiento de la voluntad de Dios es sin duda su palabra. Se trata ante todo de asimilarla de manera tal que su continua meditación “impregne la mente y la forme, por así decirlo, a su imagen”, haciéndonos capaces de formular juicios y tomar decisiones conformes a la voluntad divina. Por eso se requiere un laborioso cambio del modo de pensar: “No os acomodéis a este mundo; al contrario, transformaos y renovad vuestro interior para que sepáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo que agrada, lo perfecto” (Rom 12,2). Pero otra tarea del diálogo con Dios es interrogarse sobre el significado de los acontecimientos de la historia o de la propia vida, leerlos a la luz de su voluntad, descubrir con qué disposición de ánimo deben recibirse y que respuestas prácticas exigen, escuchando con atención y docilidad las sugerencias del Espíritu Santo: “No apaguéis el Espíritu. No despreciéis las profecías. Examinadlo todo, y quedaos con lo bueno. Evitad toda clase de mal” (1 Tes 5, 19-21). El descubrimiento de la voluntad de Dios es un apremisa indispensable para su cumplimiento, pero el sólo descubrimiento quedaría estéril si no estuviese el asentamiento de nuestra libertad a la invitación que nos dirige la gracia. Es el segundo momento en que el proceso de obediencia y de abandono a la voluntad de Dios halla en la oración un paso obligado. Hay que partir del presupuesto de que la unión y el abandono a la voluntad del padre se adquieren gradualmente, dado que nuestro punto de partida es el pecado, o sea, el estado de desconfianza, de rebelión, de separación. Por este motivo, la oración adquiere el aspecto de lucha, como escribe Pablo: “Hermanos, por Nuestro Señor Jesucristo y por el amor del Espíritu Santo, os pido que luchéis conmigo orando a Dios por mí” (Rom 15,30): la lucha sirve para someter nuestra voluntad conformándola a la del Padre, al que hay que confiarse totalmente, porque él no puede querer otra cosa que la salvación, la perfección, la plena bienaventuranza de sus hijos. La oración asume entonces la connotación de consenso filial al padre, de ofrenda de sí mismos, de obediencia, de sacrificio.
El ejemplo más elevado de esta oración nos lo ha ofrecido Jesús en Getsemaní: “¡Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tu” (Mt 26,39). Es la aceptación suprema de la voluntad del Padre por parte de quien está humillado, de quien se siente abandonado y oprimido, de quien es perseguido, de quien sufre, de quien muere; es el grito con el que Jesús muere en la cruz: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46).
Por otro lado “Dios hace que todas las cosas tiendan al bien de quien lo ama” (Rom 8,28). El creyente debe responder al amor incondicionado de Dios depositando en él una confianza tan ilimitada que su oración debería poder decir siempre: “Hágase tu voluntad”.
El amor humano es la única y más perfecta expresión humana para indicar el encuentro beatificante del alma con Dios. La enseñanza de Santa Teresa de Jesús es que “el aprovechamiento del alma no está en pensar mucho, sino en amar mucho”. No se puede entrar en comunión con Dios si no se está en sintonía con su caridad dado que 2el que está en el amor está en Dios, y Dios en él” (1 Jn 4,16). La motivación de la vida cartuja fue el amor: “¿Qué cosa es tan justa y útil, tan ínsita en la naturaleza humana y tan dulce como amar lo que es bueno? ¿Puede haber algo más bueno que Dios?” Dionisio el cartujo escribió: “ el gran secreto para contemplar bien es amar mucho”. Dado que nuestra inteligencia no puede conocer a Dios en una medida restringida, hay que conocerlo por el camino del amor “que nos saca fuera de nosotros para ponernos y colocarnos en lo que amamos” (Francisco de Osuna). Y el verdadero amante en toda parte ama y siempre se acuerda del amado.
Ante la humana ignorancia la sabiduría divina aparece como el don que hay que desear y pedir con insistencia en la oración. Es la sabiduría la verdadera protagonista de la oración: el hombre ha sido creado por medio de la sabiduría, y por su intermedio ha sido salvada la humanidad. Es esta sabiduría el don necesario que el hombre –todo hombre- está llamado a invocar para realizar en plenitud la propia vocación. En la oración se trata de recordar la lógica de la gratuidad como base de toda relación humana auténtica. Es decir, se trata de abandonar la lógica del pedir para obtener, adoptando la del responder para ser. Por otro lado, los cristianos oraban para entrar en los planes de Dios y para aceptar todo lo que él quisiese disponer para ellos: era casi una invitación dirigida a Dios para que interviniese en su vida. Escribe San Agustín: “La sabiduría es la contemplación de la verdad que pacifica a todo el hombre”. La oración atrae todo bien espiritual y aleja todo mal del alma. Alberto Magno escribe: “La ciencia divina se adquiere más con la oración y la devoción que con el estudio”. Jesús dijo: “Mis palabras son espíritu y vida” (Jn 6,63).
Dios “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2,4) y envía a todas partes los rayos de su luz, y su Espíritu sopla donde quiere. Para San Juan Evangelista el conocimiento y la contemplación de Jesús ya es vida eterna: “La vida eterna es que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tu has enviado, Jesucristo” (Jn 17,3). Toda la historia humana se desvela como “el espacio del encuentro posible con la gracia de Dios, con aquel amor gratuito que desde el principio ha creado al hombre para vivir en comunión con él y regalarle la vida eterna. Este es el proyecto de Dios, esta es su voluntad, para todos. San Alfonso María de Ligorio escribió: “El que reza, se salva ciertamente y el que no reza, ciertamente se condena”. En la oración se ve cada vez más claro que Dios, ha “querido que nuestra felicidad fuese gloria suya” (Ligorio). Pablo: “Si lo que esperamos de Cristo es sólo para esta vida, somos los hombres más desgraciados” (¡ Cor 15,19). El camino hacia la salvación comprende dos fases que pueden definirse como “práctica” y “teórica”: la primera es la vida activa que implica la purificación del corazón por medio de la virtud; la segunda, subordinada a la primera, es la contemplación. Jerónimo escribió: “Toda oración y petición obtiene la clemencia del Creador, a fin de que, quienes no podemos salvarnos por nuestras propias fuerzas, seamos conservados por su misericordia”. La iniciativa de orar nos reintegra en nuestra verdadera humanidad, nos reintegra en nuestra especial dignidad. Nos introduce en la superior dignidad de los hijos de Dios, hijos de Dios que son lo que toda la Creación espera. Juan Pablo II dijo que sólo “permitiendo que Dios hable al hombre, es como se puede contribuir más auténticamente a reforzar la convicción de que todo ser humano, hombre o mujer, tiene su propio destino; y ha hacer caer en la cuesta de que todos los derechos se derivan de la dignidad de la persona; la cual está firmemente enraizada en Dios”. San Juan Crisóstomo: “Quien ora, pone sus manos en el timón de la historia”.
La comprensión de la totalidad de lo real dentro de la perspectiva divina está sellada por la visión del mundo reunida en un único rayo de luz, casi como confirmación de que este es el verdadero modo de discernir e interpretar lo existente. Esta iluminación, verdadera absorción en la luz, este comprender finalmente lo real constituye el punto terminal de la experiencia monástica. A ese nivel, todo se lee envuelto y contemplado a través de este filtro divino, de modo que se elimina toda distinción, toda alternativa para hallar a Dios en todo y en todos.
Bartolomé de las Casas: “Sin practicar la justicia nadie puede salvarse”.
Para demostrar la necesidad de la oración, los autores occidentales de la Edad Media han buscado “razones de conveniencia”, y lo que más subrayan es la incapacidad del hombre de determinar por si sólo su salvación.
San Ireneo: “Porque la gloria de Dios es el hombre viviente y la vida del hombre es la visión de Dios” La “sed de infinito” de San Agustín dijo: “Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”. Edith Stein: “Mi deseo de la verdad era una única oración”.
Jesús se dirigía siempre a Dios invocándolo con el nombre de “Padre” (Abba, papá). “Cuando oréis, decid (como yo) Padre (Lc 11,2).
Si para Agustín la oración, en todas sus formas, nace del deseo de Dios, entonces el hombre, creado a imagen de Dios y hecho para recibir a Dios, estará siempre inquieto hasta que repose en Dios, y en esta vida estará siempre en búsqueda, tendrá siempre hambre y sed de Dios, se encontrará siempre en la actitud de quien busca, llama y pide: en una palabra, será siempre un “mendigo de Dios”. La esencia de la oración está en el “conocimiento respetuoso y cierto de la presencia viva de Dios”.
La oración de los creyentes, para ser escuchada, debe hacerse a través de Cristo y de su humanidad, “porque él es la manifestación del padre a los hombres, el camino que conduce a él, la matriz divina presente en toda criatura que ha sido creada en él. El es el verdadero mediador entre Dios y los hombres (¡ Tim 2,5ss). La oración es mirar el modelo que es Jesús y rreproducirlo. Jesús está dispuesto a pertenecer a todos, a todos a quellos que, en la fe, se abran a su revelación. “Lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré” (Jn 14,13-14; 15,16; 16,23-26). La oración “en el nombre de Jesús” no designa una oración en la que se mencione el nombre de Jesús en sentido exterior y literal como si se tratara de una fórmula mágica, sino que designa una oración como corresponde al poder, a la voluntad y a la indicación de Jesús (Mt 7,7ss; 6,9ss). Tal oración, por su naturaleza, por ser justamente la oración del discípulo, no puede contener nada que coloque al orante en oposición a Jesús, razón por la cual recibe la promesa de ser escuchada. La oración “en mi nombre” es la que guarda conformidad con la voluntad de Dios (Jn 5,14), es la oración que nace de la unión íntima con Cristo y el Padre: “Si estáis unidos a mí y mis enseñanzas permanecen en vosotros, pedid todo lo que queráis y se os concederá” (Jn 15,9). La eficacia de la oración del discípulo está asegurada también por el hecho de que Jesús está junto al Padre y no puede no escuchar a quien le dirige personalmente su oración por sí mismo o por las necesidades de la misma obra de salvación de la cual Cristo ha sido el primer apóstol. La comunidad cristiana no está nunca sola en su camino apostólico: a través de Jesús, el amor del Padre continuará revelándose en la misión de los discípulos. “Dios no envió su hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn 3,17). Jesús es el signo específico de la redención universal. Quien invoca su nombre será salvo. “El que permanece en mí y yo en él, ese da mucho fruto, porque sin mí nada podéis hacer” (Jn 15,5). “Nadie puede decir “Jesús es el Señor” si no es movido por el espíritu” (1 Cor 12,3).
El sabio ora sobre todo para obtener del Señor una sabiduría de vida que lo guíe en todas sus acciones (Si 1,1; 51,14; Sab 7,15). San Pablo nos ha enseñado que el Espíritu es el gran maestro de la oración, dado que habita en nosotros y que sólo son verdaderos hijos de Dios los que se dejan conducir por el Espíritu de Dios (Rom 8,9.14). Por lo cual no somos nosotros los verdaderos protagonistas de la oración, sino el Espíritu Santo, porque el “sabe que lo que pide para los creyentes es lo que Dios quiere” (Rom 8,27) y “Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abba, Padre! (Gal 4,6).
El aliento va y viene, y justamente esta alternancia indica siempre la presencia de la vida, mientras que la ausencia de aliento indica ausencia de vida. Por eso, el Espíritu se objetiviza o personifica pasando0 a indicar no sólo el paso, no sólo un conocimiento derivado de los efectos, de las huellas que quedan después del paso (si es aire benéfico se habla de perfume, si es pestilente, de mal olor), sino la misma realidad de una vida profunda que no coindcide con la corporal (alma y estados de ánimo). Reconocido como proveniente de Dios, el Espíritu es llamado soplo creador, Espíritu de Dios (divino), espíritu de santidad (santo), y toda una serie de atributos (precisamente, los efectos que pueden percibirse de su presencia y de su paso) que tienden a profundizar y captar su misteriosa esencia. También está la inspiración, una inhalación que introduce en el interior de la persona nuevas energías e ideas, que después se expresan en los diferentes campos de la vida humana (literatura, arte figurativo, música, mística, etc) y la idea de alivio, mediada por una raíz verbal que indica apertura, espacio abierto, ligereza, el nexo entre espíritu y “amplios espacios” está presente en la biblia justamente donde se habla de cobrar ánimo, de salir de la angustia, de consolación entendida como levantarse de una situación de particular enfermedad o bloqueo. El paso del “pneuma” hace salir de este abismo y, por tanto, se percibe como liberador, como un momento de salvación o purificación de algo que estaba atacando los centros motores de nuestras energías vitales y nos devuelve dignidad, libertad de movimiento. Así como el viento puede ser observado por el individuo, que, sin embargo, no puede disponer de él según le plazca, así el creyente no puede disponer según le plazca de esta energía espiritual, pero puede hacer la experiencia de verse inmerso y de moverse en este ambiente como las aves vuelan y son sostenidas por el aire. Por tanto no hablamos de contacto con Dios, como más bien del abrirse de la consciencia humana a un modo de vivir la relación con Dios, a un ambiente en el cual uno se descubre vivo por ser destinatario de un continuo don de vida por parte de Dios. Del Nuevo Testamento no emerge nunca una oración al Espíritu Santo, sino simplemente toda oración, sea de alabanza o de súplica, es posible únicamente en el Espíritu Santo. Todos los evangelios concuerdan en decir que Jesús está habitado por la plenitud del Espíritu, que en él está la plena energía del Dios viviente, espíritu que se manifiesta como energía de curación, de exorcismo, victoria sobre el mal, liberación de ataduras que constriñen a la persona y aplastan su dignidad no permitiéndole vivir libremente según la imagen y semejanza que está impresa en él.
Mateo y Marcos unen la invitación a la vigilia y a la oración dirigida por Jesús a sus discípulos en el huerto de Getsemaní con la expresión “el espíritu está dispuesto, pero la carne es débil”. Jesús avisa a los creyentes que las debilidades ligadas a nuestro límite terreno sólo pueden ser vencidas por la comunicación orante con la parte de nuestro ser más ligada a las energías divinas, no sujetas a ese límite, porque sólo el espíritu se nutre en la oración de la fuerza del Espíritu.
En el Evangelio de Juan, la actividad del Espíritu consiste en suscitar, profundizar o defender en el corazón de los discípulos la fe en Jesús dándoles el conocimiento de Jesús. Jesús es el único que posee el Espíritu en plenitud, pues lo habita, y por eso, el es el único que puede dar el Espíritu. En la medida en que el creyente escucha, interioriza, acepta y vive las palabras que Jesús transmite, vive de la vida y del Espíritu que el comunica. Por otro lado es en el espíritu y en la verdad donde el adorador ora al Padre. En el Espíritu el padre se revela, y se revela como Verdad, palabra definitiva.
A Pablo, camino de Damasco, Dios le reveló el misterio de su Hijo a través del Espíritu Santo. “El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, porque no sabemos lo que nos conviene, pero el mismo Espíritu intercede por nosotros con gemidos inenarrables. Y el que penetra los corazones, conoce los pensamientos del Espíritu y sabe que lo que pide paraq los creyentes es lo que Dios quiere” (Rom 8,26-27). “¿Qué hombre, en efecto, conoce lo íntimo del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? De la misma manera, nadie conoce las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios. Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para que conozcamos lo que Dios generosamente nos ha dado (…). El hombre mundano no acepta la cosas del Espíritu de Dios; son locura para él, y no puede entenderlas, ya que hay que juzgarlas espiritualmente (1 Cor 2-11,12-14).
Lo que hay que pedir en la oración es, antes que nada, el Espíritu, porque sólo el ofrece la posibilidad de llegar a ser testigos confirmando el paradigma de Lc 11,13 “cuanto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a quienes se lo piden”,
Gracias al don del Espíritu Santo, el hombre accede por la fe a contemplar y saborear el misterio del plan divino a fin de cumplirlo. El verdadero maestro interior que enseña a orar es el Espíritu Santo.
Finalmente, es a través del Padrenuestro donde la enseñanza de Jesús sobre la oración alcanza su cumbre y el punto más significativo. Es una enseñanza sobre la oración de Jesús a sus discípulos incapaces. Orar es una cuestión de espíritu, de estilo interior, de estilo de vida, mas que de cosas que hacer o que decir. Es una síntesis del evangelio que constituye en su raíz la relación fundamental del hombre con Dios. Recitar el Padrenuestro conforma a Cristo, abierto al mismo tiempo al Padre y a los hombres.