Hubo un tiempo en el que el control del mundo se lo disputaban dos imperios estatales, dos versiones del capitalismo enfrentadas entre sí. Eso se acabó con el triunfo de una de las versiones y ahora lo que existe es un único imperio, territorialmente estructurado en provincias, que eso son hoy los Estados, diputaciones provinciales del capitalismo global. Que las provincias compitan, incluso que se maten entre sí, no debilita la estructura del imperio, incluso la fortalece cuando las provincias enfrentadas son periféricas y el imperio se muestra como única fuerza capaz de imponer la paz y el orden.
Creer que por sólo habitar un mismo pedazo de tierra, por mucho que le llamemos «Estado» y lo escribamos con mayúsculas, creer que sólo por eso ya constituimos una comunidad -«nacional» en este caso- es más que un error conceptual, es una gilipollez perfectamente integral, que sólo puede cometer una masa de gilipollas, bien amaestrados por quien se dedica profesionalmente al oficio de producir gilipollas amaestrados, donde sea que esto suceda…sea en Cataluña, en España o en cualquiera de las Coreas. Genéricamente nos consideran «gilipollas» y nosotros genéricamente les consideramos «cabrones», pero sustancialmente sólo nos diferenciamos en que los gilipollas actuamos en masa, en que no tenemos nombre propio, bueno, en que no tenemos casi nada.
Y eso les sucede a los negros, blancos y amarillos, a los judios, cristianos y musulmanes, a los conservadores y a los progresistas, a todos los gilipollas que piensan que el color de piel o la filiación religiosa es razón constituyente de comunidad. Como también les sucede a los que esperan fundar una comunidad a partir de su identidad sexual o laboral, sólo por ser machos, hembras o proletarios, más o menos precarios. Y es que en el Estado de gilipollez no se puede pensar ni razonar lúcidamente, porque ahí sólo brilla el pensamiento de los amaestradores, de aquellos que por su propio bien particular se dedican a tiempo completo a perpetuar el Estado de gilipollez, finalidad ontológicamente incompatible con la existencia de Comunidad, ignorantes de que Estado y Comunidad son realidades opuestas y excluyentes. De ahí que desde el Estado los cabrones se vean «obligados» a imponer sus condiciones a los gilipollas: condiciones de clase social, identitarias, económicas, de raza, género, religión o ideologia política…porque ellos serán más o menos cabrones, pero no son como nosotros, gilipollas.
Algunas/os queremos desapuntarnos, dejar de ser gilipollas y dejar de aspirar a formar parte del selecto club de los cabrones . Quizá atacados por un episódico achaque de lucidez, ahora vemos el bien común con lente universal y no provincial. Y con esa nueva lente no divisamos ningún bien más común que el respeto universal por la dignidad humana, ninguno más común ni más universal.
Y a partir de ahí, vemos venir todos los demás bienes comunes: el uso comunitario del Conocimiento humano y los bienes de la Tierra, los que nos son universalmente comunes, los que a nadie pueden pertenecer sin dañar la dignidad de nadie; divisamos la vida humana en vecindades comunitarias, convivenciales, igualitarias y autónomas, fundadas por libre asociación de individuos autónomos, en democracias integrales que a nadie pueden excluir sin dañar la dignidad de nadie.
Bastaría que este sencillo y universal principio de Dignidad significara algo, para acabar con este Estado de las Cosas, con esta insoportable organización de la sociedad, basada en una obligatoria división identitaria, que anula la individualidad consciente, que niega toda posibilidad de comunidad y democracia, que se resume en un bipartidismo insoportable, que organiza a toda la sociedad en un partido único-bipartito, en dos clases sociales, cabrones y gilipollas, tan conflictivas como perfectamente complementarias, que se reproducen y retroalimentan mutuamente, por inercia, a perpetuidad y a mayor gloria del sistema, de las diputaciones provinciales del imperio capitalista, del Estado.