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  • Autor de la entrada:Félix

Compartimos con todos vosotros el primero de una serie de artículos sobre concreciones del concepto de Revolución Integral que nos ha hecho llegar nuestro compañero Félix y que, a buen seguro, podremos comentar durante el encuentro.

Hoy más que nunca, cuando el concepto de revolución va quedando relegado al olvido y las luchas se reducen a refundar el capitalismo y fortalecer el Estado para seguir en el hiperconsumo anterior al 2007, es importante recordar que el reformismo refuerza al sistema imperante y una revolución sobre la totalidad es la única vía para superarlo.

«A la idea que se hace ideal, cuando se eleva a finalidad estratégica y a acción transformadora, sobre la modificación total (total-suficiente) de la sociedad, el ser humano y el sistema de valores le son inherentes diversos significados.

El primero es trascender y negar el reformismo. En oposición a éste el proyecto revolucionario arguye que la meta reside en la alteración cualitativa de lo existente. Es la totalidad finita del orden social actual, así como del modo de ser concreto del sujeto de la contemporaneidad, lo que necesita un cambio sustantivo. Esa aspiración al todo, esa voluntad de alterar el todo, ese no poner el acento en supuestos logros parciales sino en un cambio holístico-histórico es el meollo de la categoría de revolución integral.

Hoy el dilema no se da entre reforma y revolución sino entre atraer a las gentes a respaldar el sistema agitando el señuelo de reformas y la revolución. El orden político y económico actual ha evolucionado a no-flexible, al haberse hiper-institucionalizado y fosilizado, por lo que apenas admite mejoras de entidad. Otra cosa son las limosnas que el ente estatal entrega a los sometidos, para degradar al pueblo/pueblos a populacho con sobornos y corruptelas (que algunos denominan «conquistas de los trabajadores»), procedimiento del que se sirven todos los regímenes, de derechas y de izquierdas, fascistas, clericales o parlamentaristas.

Ahora, en lo principal, todo reformismo es irreal y utópico, por irrealizable. La revolución, aunque extremadamente difícil, es hacedera y posible, mientras que los proyectos reformistas o terminan en nada o se reducen a sucesivas intervenciones políticas y operaciones de ingeniería social dirigidas a sobre-dominar y devastar al pueblo/pueblo y al sujeto común.

Siempre ha sido así, aunque ahora mucho más. Si se estudia la historia de los países europeos en los últimos 150 años, ¿qué reformas que no hayan sido deseadas por el sistema e implementadas por él han sido realizadas? La respuesta es que muy pocas o ninguna1. La acción reformista ha sido casi siempre un fracaso (e incluso un engaño y autoengaño), aunque hoy de manera más obvia.

Los hechos muestran que, mientras el reformismo no logra reformas, la estrategia de revolución, al inquietar e incluso atemorizar a las elites del poder, las fuerza a realizar concesiones. Por tanto, la acción revolucionaria produce revolución y al mismo tiempo reformas, de manera que las prácticas reformistas son hostiles a la revolución y además no proporcionan nada, o apenas nada, en el terreno de los logros parciales tangibles duraderos, salvo los conocidos sobornos y baraterías con que el poder constituido deshumaniza y envilece a la gente común siguiendo la política de «pan y circo».

Pero hay más. Quienes se hacen activistas de estas o las otras reformas dan por bueno lo esencial del sistema de dominación político-económica y de quebranto ontológico de lo humano, pues nunca cuestionan su componente principal, y sí en alguna rara ocasión lo hacen es como fulero ejercicio retórico. Por eso el reformismo es obrar institucional y una de las peores formas de conformismo y sumisión, además de expresión de la más eficaz anti-revolución.

Incluso cuando la pelea por tales o cuales reformas es justa quienes hacen de ello lo principal de su compromiso se manifiestan como afectos al régimen de dominación vigente, al que mantienen y preservan reformándolo. Por el contrario la noción de revolución integral significa que el sistema actual, aún en el muy improbable caso de que sea mejorado efectivamente en algo, tiene que ser superado, eliminado, como totalidad, para erigir sobre él una sociedad libre, autogobernada, apta para la verdad, moral, autogestionada, estetizada, reconciliada con la naturaleza y humanizada, en que la persona pueda autoconstruirse como sujeto de virtud y valía.

Lo que se reforma perdura más y sólo se desea reformar aquello que se quiere mantener. De ahí que el reformismo, en lo objetivo y lo subjetivo, sea sostenimiento y apuntalamiento del sistema. Eso no significa que se deba negar toda actividad reformadora sino que ha de ser considerada una cuestión secundaria y subordinada al objetivo estratégico primordial, la revolución.

Quienes dedican lo principal de su actividad a objetivos parciales, aunque éstos sean justos, positivos y deseables, mientras se desentienden y olvidan lo primordial, son los reformistas del siglo XXI. Casi toda la «radicalidad» organizada se sitúa en el campo del reformismo, que es el furgón de cola de la socialdemocracia. Y lo es porque consagra lo esencial de sus esfuerzos y tiempo a metas que, incluso logradas, no alteran el sistema de dominación y, generalmente, lo fortalecen.

Lo parcial, insignificativo y secundario, incluso cuando es justo, no es causa de revolución ni tampoco es causa de desarrollo de la conciencia revolucionaria. Aquélla se manifiesta como una necesidad cuando se tratan las grandes cuestiones de la condición y el destino humano en el modo concreto que adoptan ahora. Lo que es decisivo y fundamental demanda de la revolución, mientras que lo que resulta ser ínfimo y accesorio se satisface (verbalmente, por lo común) con reformismo.

No hay ni nunca ha habido un programa de reformas que, logradas una tras otra, pueda introducir cambios decisivos en el actual orden. Las reformas, siempre parciales y circunscritas a esta o la otra menudencia o pequeñez, dejan fuera el gran conjunto articulado de los problemas que dislocan la sociedad, dañan el medio ambiente, degradan a la persona, niegan el sistema de valores, devastan la cultura y demuelen la civilización. Resumiendo, no hay ningún proyecto reformista que pueda realizar la libertad mediante la eliminación de los poderes constituidos ni que revierta al desventurado ser nada de la modernidad en ser humano.

El sujeto que de manera meditada o por atolondramiento brinda lo mejor de sus esfuerzos a metas o proyectos reformistas (demagógicos e irrealizables en la inmensa mayoría de los casos), se degrada y embrutece. Al desentenderse del todo, al negarse de facto a hacerse responsable de los grandes problemas de nuestro tiempo, se imposibilita para autoconstruirse como sujeto de virtud, como persona de calidad. Cuando se frecuentan los ambientes reformistas -politicistas o economicistas- se detecta un tipo de sujeto uniformemente sórdido, inculto, deshumanizado, codicioso, autoritario y embrutecido. Un sujeto, además, que ha interiorizado la quintaesencia de la cosmovisión burguesa, la primacía del interés particular y el obrar interesado por ventajas personales, grupales y corporativas.

Toda lucha reformista pugna en pro de intereses tangibles y consumibles, mientras que la acción revolucionaria tiene como rasgo definitorio el desinterés y la magnanimidad, el no buscar ninguna ventaja para el yo, el realizarse exclusivamente por la valía (en términos de verdad, grandeza, belleza, pasión y emoción) de la idea/ideal, la meta y estrategia revolucionaria.

Por eso el obrar reformista es causa de penetración y consolidación de la ideología burguesa entre la gente común, en particular cuando el dinero, de manera directa o indirecta, es su objetivo. El dinero no sólo es negativo como realidad sino también como propósito o designio, y quienes destinan lo más principal de su obrar a reivindicaciones de un modo u otro monetarias son burgueses en potencia que ansían convertirse en burgueses plenos.

Por eso los reformistas suelen ser burguesía de sustitución, cuyo anhelo último es desalojar a la actual gran burguesía para ser ellos la nueva clase patronal propietaria de todos los recursos y medios económicos, en particular los financieros.

El sujeto entregado con contumacia a una estrategia reformista envidia a la burguesía en vez de rechazar lo burgués. Desea para sí los privilegios y el nivel de vida de la plutocracia pero no acabar con el sistema capitalista. Sueña con un nuevo capitalismo en el que él y los suyos sean propietarios de todo. Por el contrario, quienes se adscriben a la estrategia y el programa de revolución integral no se mueven por envidia sino por la convicción, a la vez reflexiva, experiencial y pasional, de que el capitalismo ha de ser eliminado, en todas sus formas y para siempre, el de Estado tanto como el privado. Por eso se declaran contrarios a todo poder y no participan en ninguna estructura de dominación, particularmente en el sistema parlamentarista.

La revolución no se hace desde las instituciones del Estado, desde el parlamento, los partidos políticos, las comunidades autónomas y los ayuntamientos. Un motivo de ello es que la precondición de la revolución es la recuperación del pueblo como realidad activa y combatiente, como ente en sí y por sí, ajeno a lo institucional, con cultura, cosmovisión y valores propios, capaz de autogobernarse y ser autónomamente.

La completa separación entre pueblo y Estado, para que el primero se autoconstruya y el segundo se debilite, es uno de los pilares de la estrategia revolucionaria. Los reformistas dicen desear que el pueblo reciba más beneficios del Estado y, con nuevas leyes, de la patronal; los revolucionarios se proponen que las clases trabajadoras se hagan conscientes y autoorganizadas, para que estén en condiciones de gobernarse a sí mismas, lo que hará innecesaria la existencia del ente estatal y la clase empresarial.

Quienes creen que la opción política «buena» es la que dé (o meramente prometa) al pueblo mayores ventajas económicas y asistenciales están proponiendo que sea más y mejor sobornado por el Estado con limosnas y dádivas envenenadas, o con verbalizaciones de tales, casi siempre incumplidas por lo demás. Su intención es mantener al pueblo, a las clases trabajadoras, en su condición de populacho, de plebe que vive para el estómago, para el consumo, para el bienestar2, con pérdida de su condición de comunidad humana transformadora y moral que busca trascenderse y crear una civilización nueva y superior.

La meta no puede ser el consumo, devorar y destruir más y más, sino la revolución, esto es, un vivir de una manera cualitativamente nueva, un ser de modo esencialmente humano y un abrir una nueva época en la historia de la humanidad. El «anticapitalismo» que se manifiesta como consumismo, legicentrismo, partitocracia y parlamentarismo es cuestionado y refutado por lo indudable, que sólo la revolución es anticapitalista.

Los partidos políticos, todos ellos, buscan en primer lugar poder para sí y riquezas para sus integrantes. En particular los más demagógicos y populistas, los que más prometen y ofrecen a la plebe, son los que con más determinación se disponen a hacer ricos a sus jefes y jefas, convirtiéndoles en burguesía de Estado. El régimen parlamentario opera de ese modo, a saber, compra con dinero, con muchísimo dinero, a los dirigentes y cuadros de los partidos políticos, en particular a los más «radicales», para que controlen y degraden a las clases populares.

Quienes discursean sobre cambiar el sistema desde dentro o son unos ingenuos, de lo que hay que demandarles responsabilidades, o son unos codiciosos que van tras el dinero fácil e inagotable que ofrece la política. Con la particularidad que por cada uno de los primeros hay cien de los segundos.

El actual régimen no se cambia desde las instituciones, desde el parlamento, ni siquiera en lo más pequeño, salvo para mal. Por el contrario quienes acuden a las instituciones de buena fe y supuestamente con esa finalidad son cambiados muy a peor por ellas, pues el poder corrompe, siempre y de muchas formas.

En suma, la revolución no está en lo institucional. Su lugar es el universo magnífico de las ideas elevadas y los ideales sublimes, a los que se sirve sin esperar nada a cambio.

FRM

1 El Estado de bienestar es una fundamental operación estratégica del Estado y la gran burguesía para dotarse de mano de obra dócil y de sobre-ingresos fiscales, además de para desactivar al movimiento obrero y fabricar al sujeto nadificado, o ser nada. Por eso se entiende que fuera el régimen franquista quien estatuyese lo esencial del Estado de bienestar español, en 1963, como expongo en «El giro estatolátrico. Repudio experiencial del Estado de bienestar». Éste no es, por tanto, una «conquista» sino una colosal victoria del capital. Su rechazo, para preconizar una economía autogestionada sin artefacto estatal ni clase empresarial, ha de dirigirse no sólo contra dicho Estado de bienestar sino contra la noción misma de bienestar, a fin de proporcionar metas trascendentes a la existencia humana, la libertad, la verdad, el bien, la virtud, la autonomía del yo, la convivencia, el esfuerzo y el amor. Entre esas metas no está y no puede estar, si se es coherente, el bienestar.

2 Reprobable es, pongamos por caso, la mentalidad de aquellos integrantes de las clases asalariadas que conciben su voto como una mercancía a «vender» al partido político que más ventajas materiales y dinerarias les ofrezca por él. Este chalaneo manifiesta al mismo tiempo la degradación moral de quienes así actúan, al convertir en mercancía el todo de su existencia, y su envilecimiento intelectual, al no ser capaces de diferenciar entre las mentiras electorales y la realidad de una sociedad que se desliza, sin remedio dentro del capitalismo, hacia la pobreza. La conclusión final es que el acto electoral es causa de variadas formas de negatividad, por lo que se hace necesario mantenerse alejado de esa notable causa de mal político e individual. La política institucional se ha degradado tanto que ya todo se reduce a una pugna tabernaria entre la derecha, que dice bajará los impuestos, y la izquierda, que afirma los subirá, aunque una vez en el gobierno la derecha hace lo mismo que la izquierda, ampliar la sobre-explotación de las clases populares por la vía tributaria. Con ello la política partitocrática se ha quedado en una repulsiva disputa sobre una única cuestión, el dinero, lo que manifiesta el enorme grado de desintegración de nuestra sociedad. En efecto, pocos hechos miden mejor la decrepitud de una formación social que su fijación monomaníaca en el dinero: cuando esto acontece es que ha llegado al final de su existencia como comunidad viable y con futuro. Una de las tareas de la estrategia y proyecto de revolución integral es contribuir a desmonetizar las mentes y las conductas de las clases populares.»

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