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Muchos antropólogos han definido como característica esencial de la especie humana la de proyectarse, más allá de su extinción personal, como una especie trascendente y religiosa. Los primeros vestigios de cultura de la especie “homo” son diversas formas de enterramiento que atestiguan lo primario de este impulso.

Esta tendencia elemental del animal consciente de su finitud, para dar un sentido y una certeza a su vida concreta y temporal ante la infinitud y desconocimiento del mundo natural, dio pie a la constitución de cánones simbólicos que fundamentalmente sacralizaban los usos y costumbres del grupo social, recogiendo un ethos identitario que daba estabilidad a la comunidad, a la par que permitía una interactuación con las fuerzas naturales aún desconocidas, con rituales (de fecundidad, de buena caza, de sanación, etc.) seguramente coordinados por individuos carismáticos que hacían las veces de mediadores mágicos (gurús, médiums, curanderos, etc.). Los trabajos de campo antropológicos en comunidades aisladas sin contaminación civilizatoria parecen avalar este planteamiento.

Como siempre, la presencia de estructuras de Poder institucionalizadas con el desarrollo de la división en clases, vinieron a agenciarse de estas tendencias y a pervertir a su favor el mundo simbólico sacralizado, constituyéndose en casta sacerdotal carismática que interactuaba con el ente divino, haciendo de la Religión una parte más de la dominación Política.

Desde este punto de vista, podríamos decir que en las sociedades jerarquizadas toda religión es una forma de religión política, dado que entra dentro de la imposición ideológica de las elites al pueblo, creando una divinidad a medida de sus intereses de control social, apoyados en fastuosos rituales y complejos entramados de explicaciones cósmicas, donde se acomplejaba y empequeñecía al individuo, supeditándolo sumisamente a los intereses de los poderosos.

Pero el concepto de religión política, tal como se usa actualmente, no puede generalizarse tanto, apelando simplemente al interés que saca el Poder del “opio” religioso. Es necesario, además, que los conceptos que conforman el imaginario simbólico se encarnen en figuras políticas o sociales, y que se veneren con el mismo entusiasmo y devoción que las religiones tradicionales[1]. Y para ello, requisito previo es que el individuo ya forme parte de una sociedad de masas y urbanita, uniformizada por la escuela pública, el cosmopolitismo y la industria, que reduzca en alto grado su capacidad reflexiva y que sea muy impresionable vía sentidos y emoción, con una mentalidad infantilizada y gregaria: el ciudadano. Volveremos sobre ello más adelante.

La experiencia religiosa es cautivadora. Al ser omnicomprensiva reduce mucho la angustia existencial, genera unos lazos intensos con la comunidad de fieles, orienta el comportamiento dando un código ético y, sobre todo, tiene grandes atractivos para los dirigentes: es un potente revulsivo para la acción (la Fe mueve montañas). Además, al ser emotiva y “visceral”, es fácilmente manipulable con los elementos fastuosos de la propaganda y difícilmente rebatible, porque las creencias son infalsables.

En tiempos premodernos, el maridaje entre poder político y poder religioso muchas veces terminaba con el endiosamiento de los gobernantes[2], pero desde la época contemporánea, con el agotamiento de la fórmula de gobernar del Antiguo Régimen, el desarrollo del conocimiento del mundo natural y la nueva manera mecanicista de pensar, que desde el racionalismo cartesiano había expulsado de la naturaleza a Dios, el Poder estatal cambió su discurso metafísico de autojustificación y, usando como chivo expiatorio las viejas estructuras eclesiásticas, presentó un nuevo Corpus simbólico lleno de conceptos etéreos que buscaba trasladar la experiencia religiosa trascendente a contenidos terrenales e inmanentes, como Razón, Progreso, Libertad[3].

Ahora se trataba de entusiasmar al pueblo con el Dios republicano, igual de sádico, imperialista y tiránico que el del Antiguo Testamento, que demandaba su tributo de sangre y de devotos para llevar a cabo sus planes de expansión e imposición. Por eso Voltaire reconocería impúdicamente que si “la idea de divinidad no existiera, habría que inventarla”.

La Revolución Francesa inauguró esta nueva forma de “hacer política” de la Modernidad, blindándose de toda crítica gracias a la sacralización de unos Principios generales, y por tanto vacíos, que se definían por vía negativa, es decir, postulándose como lo contrario de toda la estructura anterior, una religión política que anatemizaba a todos los que se opusieran a sus verdaderos proyectos liberticidas, militaristas y recaudatorios al tildarlos simplemente de “catolicistas ultramontanos”[4].

Esta religión política que divinizaba la Libertad republicana (el famoso cuadro de “La libertad guiando al pueblo” de Delacroix) posibilitó el salto cualitativo en el desarrollo de las estructuras estatales, unificando el territorio, imponiendo el francés como lengua única y asentando las levas por conscripción que permitieron al Estado francés alimentar sus guerras imperialistas, expandiéndose por Europa y África y sacando provechosos botines de guerra.

La Libertad se convirtió así en el primer símbolo secular sacralizado, y todavía sigue siéndolo hoy por los sistemas políticos actuales. Se inauguró también el manido recurso de apelar a la idea de que la “Libertad” siempre está en peligro, y hay que protegerla, con más leyes, más policía, más cárceles y más escuelas adoctrinadoras, o sea, más Estado. Pronto, todos los Estados europeos copiaron en sus hojas de ruta la exitosa fórmula liberal francesa para llevar a cabo sus “revoluciones pasivas”, y ese “discurso de la libertad” permitía captar adhesiones para exterminar con total impunidad a los movimientos refractarios a la pérdida de soberanía comunal que todavía se mantenían en amplias zonas, especialmente en el sur europeo. La continua guerra civil en el Estado Español (guerras carlistas, movimientos cantonalistas, revueltas antiquintas, etc.) que duró todo el siglo XIX y el primer tercio del XX, fue buena muestra de ello.

Esta nueva manera de dominar por el pensamiento tuvo como efecto el aumento de los instrumentos del control mental de la sociedad. El sistema de adoctrinamiento de las masas sufrió así un cambio sustancial, y tanto la prensa como, sobre todo, la escuela pública, fueron los mecanismos de difusión que conformaron el pensamiento único del catecismo liberal de manera más efectiva que el vetusto sistema del sermón dominical de antaño.

Muestra de la eficacia del nuevo sistema de instrucción pública y de la prensa “libre”, con su inculcación del amor a la Patria, fue la carnicería de la I Guerra Mundial, que diezmó literalmente a la población masculina europea y que fue alimentada y estimulada desde las escuelas, universidades y periódicos de cada país contendiente[5].

Sin demorarnos en detallar la sacralización de las figuras políticas del Partido, la raza o la Patria que los totalitarismos de derecha o izquierda hicieron en los años 30, ya profusamente analizadas (véase nota 1), ahora nos toca analizar de qué manera se ha implementado la embriaguez de la experiencia religiosa para sostener a las sociedades descreídas contemporáneas, en lo que vamos a denominar “Religiones Políticas de segunda generación”, porque no se beatizan figuras directamente vinculadas al Poder, sino otras que indirectamente sirven para reforzar la maquinaria del Estado y sus intereses estratégicos.

Tras la II GM, las clases mandantes occidentales volvieron a tirar de archivo para recomponer su cada vez más desvencijado sistema. De nuevo, la experiencia francesa revolucionaria les dio la solución para la reestructuración moral de los Estados en la Europa de posguerra, con el beneplácito yanki. Al igual que en 1789, para distanciarse de los horrores a los que se asoció la dominación nazi[6], la configuración del ideario simbólico en las sociedades occidentales de postguerra se hicieron en contraste con la ideología totalitaria de las potencias vencidas del Eje ítalo-alemán y del nuevo enemigo a las puertas, la Unión Soviética. El nuevo Estado del bienestar europeo, al calor de la financiación interesada del Plan Marshall, incluyó en su ideario político, los conceptos “libertad, diversidad, e igualdad” como principios rectores en el preámbulo de sus constituciones políticas y agendas culturales[7] que definirían la mentalidad típica de ciudadano medio bienpensante. El único problema era que todos estos conceptos seguían están vacíos, y se llenaron a gusto del Poder, según sus intereses estratégicos y políticos de ingeniería social. Actualmente, esos intereses pasan por la feminización del ámbito laboral, por la apuesta por el “gran recambio” étnico-cultural y por la esterilización y asexualización de las nuevas generaciones, acentuando el invierno demográfico. Las nuevas religiones políticas han subido a los altares seculares a la mujer, al inmigrante y al homosexual, como encarnaciones de símbolos sagrados a los que hay que proteger y promocionar, y cuya entronización no puede ser cuestionada ni discutida, bajo el anatema de “machista”, “xenófobo” u “homófobo”, lo que, en general, se resume con una etiqueta: “facha”.

De poco sirve exponer que el régimen nazi, o aquí el franquista, incorporaron profusamente a la mujer al trabajo, que las Secciones de Asalto, al igual que la Sección Femenina, eran reservorios homosexuales o que tanto Franco como Hitler incorporaron a sus ejércitos a musulmanes y negros, sufragando jugosamente a los países africanos por su inestimable apoyo. Por mucha documentación que se aporte, las creencias fideístas están libre de refutaciones.

Las razones por las que la maquinaria propagandística de creación de conciencia incide tanto en la santísima trinidad “mujer-inmigrante-homosexual” estriban en la nueva reestructuración estratégica que los desgastados Estados europeos han decidido asumir. La baja productividad y el invierno demográfico de la población, unidos al coste de su sistema de subsidiarización, les hace estar desde hace tiempo en bancarrota, además de perder fuelle en la escena internacional de rapiñas por el reparto del pastel. Los constantes varapalos que desde el final de la II GM han sufrido las potencias europeas en sus áreas de influencia (actualmente Níger, en el área francófona africana) son ejemplo de la clara debilidad que presenta su estructura política, productiva y social. Para mejorar los ratios, los Estados europeos necesitan renovar su desilusionado parque de fuerza laboral y ciudadana con savia nueva, estimulada y motivada en salvar a la Patria, bien sea en la campaña de la producción, como en la campaña militar: aquí radica el interés por la incorporación total de las féminas a la producción, que si bien ya existía en gran porcentaje, la idea de vender esta operación como “liberadora” y “progresista” le daba un punto de motivación en su dedicación y esmero para las tareas asalariadas.

Igual pasa con los inmigrantes que, fascinados por las infraestructuras de subsidiación y de consumo, pueden mejorar los índices de productividad del envejecido y desilusionado obrero medio nacional. Por lo que respecta a los homosexuales, qué mejor ciudadano que el gay consumista y desenfadado, preocupado por la moda y su vida nocturna promiscua, para ocupar los puestos del sector servicio de trato con el cliente.

Pero además, hay una ventaja añadida en la promoción divinizante de estos tres prototipos que las religiones políticas difunden sin descanso, y es el aumento de la crispación dentro de las clases populares[8]. El Estado medra con la balcanización social, cuanto más caos, más demanda de orden, y por tanto es una justificación de la violencia institucional que lo imponga. La descarada perturbación de la igualdad jurídica que se introdujo con la LIVG, con la inversión de la carga de la prueba en favor de la mujer, junto con las subvenciones otorgadas a las denunciantes estimulando así el aumento del enfrentamiento y la incitación de desencuentros; el choque de civilizaciones, que constantemente se sufre en los barrios populares donde recalan las gentes inmigrantes con sus nuevas costumbres no siempre enriquecedoras, y las campañas de “educación” sexual que se imparten en los colegios entre niños y niñas aun sin despertar su “conciencia” hormonal, promocionando la asexualización en el deseo amoroso y, por tanto, la incitación a las experiencias homosexuales como algo guay y liberador (salir del armario), hacen que se genere recelo, repudio y rechazo en el seno de las gentes sencillas hacia esos sectores a los que se les da ventaja, lo que retroalimenta la visión sobre la zafiedad y retraso del pueblo que la clase media woke tiene en su imaginario.

“Show must go on” cantaba el multimillonario homosexual Freddy Mercury, tan inclusivo en sus bacanales, llenas de prostitutas y prostitutos, que también tenían cabida enanos calvos sobre cuyas cabezas se esnifaba coca. Esto es precisamente lo que hace el Estado del siglo XXI en su huida hacia delante, con la potenciación de estas Religiones Políticas de segunda generación que buscan, como dice su líder coyuntural actual, “no dejar nadie atrás”, es decir, seguir con la integración, que en realidad es un intrusismo en las vidas de las gentes, regulando todo, controlando todo, dominando todo. La frenética actividad de mover el vagón de un tren detenido zarandeándole para generar sensación de movimiento (como el chiste soviético de la era Brézhnev) puede que dé réditos políticos, pero siguen siendo gastos improductivos colosales que, en cualquier momento, llevarán al colapso del erario y al aumento de la dependencia de instituciones internacionales y de su sistema crediticio. El Estado es blanqueado con esa autoencomendada labor mesiánica de reconducir al pueblo extraviado y sin cultura hacia el camino luminoso y bien pertrechado del “Progreso”, y las religiones políticas del feminismo, el multiculturalismo y el “LGTBismo” hacen de blanqueadores en este proceso de reestructuración del ente estatal.

¿Cuánto durará esta ficción disfuncional? Los conflictos entre las figuras divinizadas no han tardado en estallar: mujeres violadas por inmigrantes (el caso espeluznante, tanto por su brutalidad como por su ocultamiento mediático, de la joven en Cherburgo, o los abusos de manadas de jóvenes inmigrantes en el Estado Español, igualmente ninguneadas por la Prensa), “trans” demandados por mujeres al participar en competiciones femeninas, inmigrantes que acusan a mujeres por denuncias falsas para obtener permiso de residencia… En este frankenstein social en que se han convertido las fragmentadas sociedades europeas, lo que se busca es preparar la futura ascensión del “cirujano de hierro”, o posiblemente cirujana, que imponga sin fisuras ni tonterías la Razón de Estado a todo el cuerpo social, con la aquiescencia de la santísima trinidad: mujer-inmigrante-homosexual.

Jesús Trejo

FUENTE: El blanqueamiento del estado por las religiones políticas

[1] “Fascismo: Historia e interpretación”, Emilio Gentile, pp. 219-247, Alianza. El concepto de religión política comenzó a usarse en la década de los 30 para tratar de englobar el asombroso fenómeno de las catarsis colectivas que se dieron en el nacimiento de los totalitarismos fascista y nazi en Italia y Alemania.

[2] En el Antiguo Egipto, el endiosamiento del Faraón permitía crear un cinturón protector alrededor de su figura que le preservaba de los cuestionamientos populares, al igual que los emperadores romanos o, más adelante, durante la unión entre poder civil y religioso a partir de la figura del Imperator del Sacro Imperio Romano Germánico en la Europa medieval. Eric Voegelin, “Las religiones políticas”, Ed. Trotta, p. 36., hace retrotraer al reinado de Amenhotep III (sobre el 1400 a.n.e.), luego autoproclamado Akhenaton, la primera expresión de Religión Política, entendida ésta como un constructo creado por el Poder político que dota de divinidad a una fuerza natural, inmanente, sobre la que se tiene Poder: el Sol.

[3] Los Enciclopedistas, no tuvieron ningún empacho en endiosar al mismo Estado como Ente omnipotente, omnisciente y proveedor, con la atildada fórmula del “Ser Supremo”, algo de lo que se encargó luego la filosofía de Hegel y la positivista de Auguste Comte en darle un corpus teórico de soporte. Hoy día se mantiene esa idea de que sin Estado no podríamos vivir, como antiguamente defendían los creyentes ante los ateos.

[4] Así ocurrió en la masacre de La Vendée, donde llevando como bandera la primera religión política implementada, el liberalismo anticatólico, se hizo una espeluznante escabechina entre la población campesina, siendo habitual ensartar a niños en las bayonetas, hundir barcazas repletas de campesinos y quemar en hornos a mujeres y niños. “La Revolución Francesa”, Antonio González Pacheco, pp. 160-168.

[5] El papel de la escuela pública en la inculcación del patriotismo aún no ha sido apenas denunciado. “Las drogas en la guerra”, Lukazs Kamienski, p. 467.

[6] El sadismo y las violaciones masivas que los aliados perpetraron entre la población civil europea, no solo entre los vencidos, sino también dentro de los países liberados, ha sido también cuidadosamente escamoteado de la opinión pública. Por no hablar del racismo que países como EE.UU., Francia o Inglaterra mantuvieron dentro de sus fronteras imperiales.

[7] En “La CIA y la guerra fría cultural” de F. S. Sanders, se expone con profusión de datos la injerencia sin tapujos que el Estado norteamericano ejerció en el moldeamiento de la nueva mentalidad europea, desustancializada con el arte abstracto, el rock americano desenfadado y los clichés de la cultura pop, en un proyecto de infantilización mental que preparara a las nuevas generaciones a la aceptación.

[8] Las políticas de discriminación positiva han sido siempre la causa de fricciones y desencuentros entre las clases desfavorecidas. El Estado que más temprano y masivamente implementó medidas de favorecimiento institucional a sectores desfavorecidos fue la India, buscando integrar a la casta de los “intocables” lo que provocó constantes encontronazos, disputas y alta conflictividad social, porque la visualización siempre conlleva el oscurecimiento de otro sector social, igual o peor situado que el promocionado. Ver “La discriminación positiva en el mundo” de Thomas Sowell. El caso más notorio es la famosa “basura blanca” norteamericana, el sector de población igual de empobrecido que los negros pero que se sitúa al margen de las subvenciones por su color de piel, y que fue el soporte principal de Trump en las elecciones del 2016.

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