• Categoría de la entrada:General E2015
  • Autor de la entrada:Roberto

El viejo no puede hacer lo que hace un joven;
pero lo que hace es mejor
Ciceron

 

Por primera vez en mucho tiempo dentro de lo que podríamos llamar «movimientos alternativos» hemos participado en una iniciativa que comprende a personas de tres generaciones distintas, cuatro si incluimos a los niños.

 

familia

 

La primera impresión y de hecho la que se nos ha quedado grabada, es la de estar contemplando algo nuevo y hermoso, potencialmente mucho mayor. Al fin la vida representada en su infinita complejidad y sus ricos matices, desde el nacimiento a la vejez, desde la energía y la esperanza juveniles a la sabiduría y la paciencia de los mayores.

Sin embargo hemos vivido separados unos de otros tanto tiempo… la soledad de este mundo nos hizo jóvenes rebeldes o viejos resabiados. Creíamos sólo en nosotros mismos, o al menos eso es lo que decíamos y nos escondíamos tras el discurso de las palabras vacías. Nos sentíamos libres porque podíamos echar la culpa a otros de nuestra vaciedad; si, es el Estado, es el Capital o el Patriarcado o «son las masas ignorantes». Escapamos a la aldea más recóndita y otra vez nos sentíamos igual, otra vez fracasaban los proyectos y la vida en comunidad se hacía imposible, con y sin dinero, con y sin estrategia, en la ciudad o en el campo.

El odio, la arrogancia, la falta de empatía, el orgullo desmedido, el discurso fácil de la libertad sin responsabilidad, la ausencia de valores, las diferencias estéticas… crearon un precipicio insalvable que hoy a duras penas empezamos a cruzar.

Entre lo uno y lo otro la familia, institución conservadora por excelencia se convirtió en principal objetivo a destruir pues por supuesto era la fuente de todos los males y traumas que nos describen los muy modernos padres de la psicología. El último lazo con nuestras raíces, con el amor desinteresado, con la seguridad material fuera del Estado y con el recuerdo del mundo anterior quedó por fin cercenado. En este caso las instituciones han hecho todo lo posible para fomentar la desconfianza y la guerra de sexos, pero también la guerra entre padres e hijos llegando a judicializar y policializar cualquier conflicto por nimio que este sea.

La exaltación de la vida urbana y de la modernidad contribuyó igualmente a destruir lo poco que quedaba del mundo rural tradicional. Somos hijos de una modernidad que sin darnos cuenta nos robaba lo mejor de nosotros mismos y mutilaba nuestros más íntimos deseos como seres humanos, compuestos no sólo de materia sino también de espíritu.

Nada que pudiera oler a moral o a religión (y en ello se incluía hablar del espíritu o el alma) podía ser mencionado a riesgo de ser excluido de cualquier comunidad. Ningún texto anterior a la revolución industrial tenía valor pues como era bien sabido, todo el mundo era vasallo o esclavo antes de esa era libertadora. Y lo que es peor, no ya los textos, sino la inmensa riqueza de la tradición oral transmitida durante siglos de padres a hijos o de abuelos a nietos era borrada de un plumazo. ¿Qué podían enseñarnos a nosotros, jóvenes titulados, nuestros abuelos que apenas pasaron por la escuela? ¿No vivían acaso en una sociedad opresora, machista y supersticiosa?

En todo ello se formaron las bases para la actual incomprensión de unos con otros y es de agradecer que personas de la generación anterior como Félix, Prado, Carlos o Jorge Eduardo (más anterior aún) hayan tenido el valor de enfrentarse a ello dirigiéndose a toda clase de público y particularmente a la gente joven. Como se ha visto y la censura del izquierdismo llamado radical ha demostrado, su coraje y su forma de hablar sin tapujos tiene un alto coste, pero también esta reacción manifiesta que sus palabras han dado en el clavo y que todo pasa por esa labor de crítica a la hasta ahora intocable ideología de lo moderno.

Aun así no basta con ser críticos. La crítica no es la base de la vida en comunidad y como bien demostraron los amigos catalanes de la cooperativa integral con su energía tan positiva y su fiesta improvisada o los amigos madrileños con su capacidad de trabajar humildemente y sacrificarse para que todo saliera bien, hay toda una cosmovisión del amor y del respeto que tenemos que aprender para crear una nueva sociedad, esta vez sí, revolucionaria y por lo tanto, convivencial.

Se vivieron algunos desencuentros como aquella discusión sin sentido, ¿es mejor el yoga o el boxeo? o después cuando el amigo que había estado en un monasterio de Badalona pidió un minuto de silencio y alguna gente no quiso guardarlo y se salió indignada. También cuando muchas personas se quedaron sin hablar por razones de tiempo o a alguno se le permitió hablar más que a otro o cuando alguien gritó «¡fascismo!» ante unas palabras extrañas de otro compañero más joven.

Todo esto, la discusión y el desencuentro son escenas normales de la vida cotidiana, como lo son las discusiones entre hermanos, entre padres e hijos. Es la vida en comunidad, la real, fuera de toda lógica, gobernada en muchos casos por los sentimientos. Es entonces cuando debemos elegir, si dejarnos arrastrar por el ego o si somos capaces de ceder, de perdonar, de amar en definitiva a algo más que a nosotros mismos. Sabiendo, eso si, que no existe una fórmula magistral, ya que a veces el respeto por la verdad (nuestra verdad, siempre finita) está reñido con el ceder y el faltar a la verdad nos llevaría al buenrollismo que tanto daño nos ha hecho. Debemos pues encontrar fórmulas respetuosas de expresar nuestra disensión, viendo en lo posible a uno mismo en el prójimo. Aquí tenemos el campo de batalla donde se juega el destino de la revolución, mucho más que en las calles o en los libros y el desfase generacional es una parte muy importante de ello.

Los jóvenes no hemos de olvidar que la generación anterior ha vivido otras experiencias que pueden ser muy diferentes a las nuestras. Para algunos de ellos, educados en la disciplina de los colegios religiosos franquistas es muy difícil de asimilar por ejemplo que el cristianismo o el monacato pudieran ser revolucionarios, ¿como si han visto la alianza entre Estado e Iglesia más fuerte que nunca? Para otros, la vida en el mundo urbano pudo suponer una cierta liberación porque vivieron un mundo rural ya bastante degradado en lo convivencial y muy limitado en lo cultural y espiritual. No hay más que ver en que se han convertido las conversaciones de los pueblos de hoy día en torno a la barra de un bar: chismes, política partidista y fútbol.

Los mayores del mismo modo y con más razón por su experiencia, deben evitar las actitudes paternalistas y comprender a quienes las circunstancias personales, tan duras y complicadas en esta sociedad, han hecho tomar otro rumbo diferente al suyo propio teniendo en mente que la diversidad nos enriquece y que cada experiencia es igual de valiosa. Además ocurre que muchas veces es difícil de expresarse en un lenguaje comprensible por todos y menos aún a quienes más nos cuesta hablar en público. En ese momento entra en juego la experiencia, la contención y la comprensión. El saber callar a tiempo tan importante como el saber hablar; el consejo en privado de un amigo mejor que el sermón en público; lo meditado mejor que lo que surge de un primer impulso. En fin, todo aquello que los clásicos llamaron virtudes y que hoy, en la era de los seres-nada, no tiene nombre.

La madurez como la vejez, o incluso la muerte, son etapas de la vida que hoy se niegan. Se pretende que seamos eternos adolescentes movidos por deseos primarios de diversión o aventura. Hasta a los ancianos, apartados en residencias, se les idiotiza y falta al respeto con juegos infantiles, como si ya no tuvieran nada que aportar. Que lejos quedan los tiempos en los que la voz del anciano era valorada por toda la comunidad, que mundo aquel en el que se escuchaban con atención las historias que narraban, fruto de toda una vida. Para mi queda como un recuerdo imborrable mi abuela Liberia (acertado nombre) en el pueblo de Felix, de la sierra de Almería; su vitalidad, su dignidad, sus historias, su valor, su fuerte carácter… nada que ver con la teoría de las mujeres oprimidas liberadas por la educación y el trabajo asalariado. Es ahora, al pasar los años, cuando uno es consciente de todo lo que aprendió fuera de la escuela y de los libros.

Algún día espero que, más allá de las transformaciones políticas espectaculares, que pueden resultar decepcionantes, podamos crear una sociedad de «buenas personas» como dirían nuestros abuelos, ¿o acaso se puede a aspirar a algo más noble y elevado que eso?

Roberto Serna García, desde Almería. Gracias a José Luis de Granada, por su ayuda y sus sabios consejos.

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