• Categoría de la entrada:Artículos
  • Autor de la entrada:Jesús Franco Sánchez y Heleno Saña

unnamed

Al consultar varias referencias bibliográficas se comprueba que era habitual en los pueblos peninsulares, hasta la imposición del franquismo, la ayuda mutua entre la gente corriente para socorrerse ante determinadas situaciones vitales, importantes o críticas: nacimiento, desempleo, enfermedad, óbito…

Lo cuenta Iliá Ehrenburg en «España, república de trabajadores». Las clases populares se autoorganizaban y se asistían; el estado, denominado republicano entonces, no se preocupaba de ellas, salvo para reprimirlas.

Lo cita Javier Escalera Reyes en «Sociabilidad y asociacionismo». Lamentablemente este autor se decanta por estudiar en su libro las relaciones tejidas en casinos y peñas futbolísticas del Aljarafe sevillano, en lugar de aquella reciprocidad, cuya aprehensión resulta mucho más valiosa.

Lo describe Santiago Araúz de Robles en «Los desiertos de la cultura». Donde se subraya la importancia del individuo en la sociedad rural castellana, que no se desdibuja en el acentuado comunitarismo.

Lo analiza Félix Rodrigo Mora en «El giro estatolátrico». Quienes solicitan en manifestaciones lúdicas (con agitación de pancartas y selfie con nariz de payaso incluido) más y más sanidad «pública» coinciden en esta materia con el franquismo. Sorprendente afinidad que nace del irreflexivo culto al Estado. Y del autodesprecio.

Ese soporte recíproco iba unido al recelo de aquello que procediera del ente estatal, como refleja Antonio Limón Delgado en sus escritos de antropología rural andaluza.

La categoría de dignidad, concebida como la convicción de lo oportuno de hacerse cargo de la propia existencia, separaba al común de las personas del entramado estatal. Al irse modificando la relación de fuerzas entre unos y otros, aquél valor ha ido cayendo en el olvido hasta alcanzarse la penosa situación actual, en la que papá Estado lo es casi todo y las clases populares casi nada. El Estado y el Pueblo, uno ensoberbecido y otro degradado, se identifican y se funden. El que había sido el enemigo de la gente de a pie se hace su proveedor y su garante.1 La lucha de clases, entre gobernantes y gobernados, desaparece. En la defensa del Estado social llegan a agruparse por igual socialdemócratas, derechistas e «independentistas».

Veamos. ¿Qué ha hecho la sanidad «pública», la del Estado de bienestar, con sus desventurados pacientes? ¿En qué ha convertido el «poder de la bata blanca» a la persona media? En un ser dependiente, irresponsable, pedigüeño y que ignora cómo mantenerse sano. ¿Tal vez, a cambio, se pueda argüir que la medicina estatal ha posibilitado el logro de niveles altos de salud entre sus clientes o la erradicación de enfermedades? No. Los datos sobre patologías cardiovasculares, mentales, metabólicas o cáncer son concluyentes. A lo que hemos de sumar la iatrogenia o mal causado por el acto médico, que es mucho por el ultraintervencionismo técnico y farmacológico. Son dudosos logros la cronificación de procesos morbosos, la realización de resecciones quirúrgicas programadas o la normalización de parámetros fisiológicos por medio de fármacos.

La principal consecuencia nefasta del asistencialismo estatal sanitario no es, en modo alguno, la aplicación de un paradigma médico que por su propia concepción de la vida y de los fundamentos corporales es dañino. Ni las mafiosas prácticas de la industria farmacéutica como denuncia abundante bibliografía, la cual a continuación propone que la solución es exigir al Estado o a la UE la creación de instituciones, la promulgación de leyes y el establecimiento de mecanismos que regulen a aquélla, quedándose por ende en el reformismo, dentro del sistema.

En modo alguno lo decisivo del mal se sitúa ni en lo somático ni en lo económico. Por el contrario, es el ninguneo de las capacidades de la persona para ser y valerse por sí misma, y con sus iguales, lo central. Esta humillante realidad, que se maquilla con la retórica del empoderamiento y la ley de autonomía del paciente, es la que hay denunciar y revertir. Los sabelotodo sanitarios dictan lo que está bien y lo que está mal, lo que ha de hacerse y lo que no, y el paciente sólo ha de obedecer y someterse. Y de paso agrandarse como consumidor, en este caso de fármacos y tecnología médica.

Concretemos aún más. La experiencia muestra que situaciones de perinatología como el puerperio inmediato, los cuidados del recién nacido y la lactancia materna son manejadas por muchas madres y padres (y también abuelas y abuelos) con un grado de ignorancia que asombra.2 Es tan destructivo el paternalismo del tirano colectivo que arrasa con todo, también con el sentido común y la transmisión intergeneracional de saberes. El futuro que aguarda a los neonatos es bastante gris, a menos que sus progenitores o ellos mismos cuando sean adultos realicen un cambio radical a mejor en sus conciencias y conductas, apostando en este particular por la autogestión de la salud. Lo que les va a exigir estudio, reflexión y voluntad. Esfuerzo, por tanto, y abandono del delegacionismo y la comodonería. De lo contrario están abocados a reproducir lo estatuido: dejar en manos de los profesionales del ramo su salud corporal y mental, en una intolerable división entre «expertos», transidos de egolatría y afán de lucro y medro profesional en muchas ocasiones, y menores de edad.

El de la salud mental es otro ámbito que causa pavor al conocerlo. Asimismo desde la experiencia. Si el Estado de bienestar ha originado, con la complacencia de la persona media, un importante sector de población incapaz de gestionar su propia salud, lo hecho con los «enfermos mentales» puede definirse, sin más, como la creación de un gueto. Hay quien califica este estado de cosas como «enrolamiento clínico, desenrolamiento social». Tal es la desconexión de estas personas. Una etiqueta diagnóstica, una farmacoterapia especialmente nociva, una prestación monetaria y, en muchas ocasiones, la incapacitación jurídica es la trágica realidad en la que vegetan. Circunscribir a la consulta médica los males del alma es una manera de justificar el actual sistema social, político, económico, cultural, tecnológico, axiológico e ideológico, escamoteando con tal proceder el análisis y debate de los modos de ser, pensar y actuar impuestos por el Estado y el Capitalismo, que están en gran medida en el origen de aquellos sufrimientos. Esta heteroconstrucción es uno de los rasgos definitorios de la persona hoy en las sociedades con Estado, la cual genera sentimientos de vacío interior, ausencia de sentido profundo y extravío, y priva del dominio de sí y de lo exterior.

*

Dentro de la transformación ascendente, personal y colectiva, que aquí se preconiza, tomar las riendas de la propia salud es una tarea a llevar a cabo. Lo que no es presentado como valor absoluto sino como parte integrante de una mutación superadora de las formas presentes de entender y organizar la vida. Lejos de ser una monomanía o un instrumento para el desarrollo del ego, obviando la totalidad de lo real y nuestra dimensión de alteridad, es un componente necesario para avanzar hacia metas de trascendencia. Es un paso para hacernos mejores y capacitarnos así para contribuir a una revolución de conjunto.

Esbocemos unas nociones prácticas.

La soberanía alimentaria no es posible en el actual orden. En este asunto, como en tantos otros, lo determinante es la ausencia de soberanía política, civil y económica. Conquistar ésta es lo central y no hacerse vegetariano, opción a elegir según dicte la propia conciencia, ni el consumo de alimentos de cultivo ecológico que, además de ser elitistas por su abusivo precio, proceden de una agricultura regida por los principios capitalistas, subvencionada estatalmente y no exenta de perjuicio ambiental.

Hecha esta consideración con objeto de constatar la dificultad de alimentarse de forma sana debido a factores de naturaleza no trofológica, diremos que hay que desechar la concepción calórica del comer y considerar éste desde lo cualitativo. Qué comer es mucho más importante para la salud que cuánto comer. Éste ha de atenerse únicamente a lo frugal. Los alimentos han de ser cocinados en casa por procedimientos suaves y consumidos preferentemente en compañía. Legumbres, verduras y frutos son nutritivos, acordes con nuestra fisiología y permiten adquirir la costumbre de la recolección de silvestres, quehacer saludable como pocos, una experiencia para el contacto con la naturaleza que ofrece, generosa, alimentos y para sentir retazos del bien preciadísimo que es la libertad. Compárese esta civilizatoria labor con la de poner la mano en los dispensarios.

Huevos y miel son asimismo recomendables si se vive en pueblos, pues en la urbe se está abocado a adquirirlos de origen industrial. De entre los cereales optaríamos por el arroz. El mar nos brinda, ateniéndonos nuevamente a disponibilidades personales, una oportunidad muy interesante: la pesca con caña para autoconsumo.

Hemos de superar la gula, ésta nos convierte en cerdos satisfechos. Resulta un despropósito que, tras reducirnos a poco más que a la condición de aparato digestivo que engulle sin tasa, la sección del Estado en Andalucía pretenda legislar contra la obesidad. Más derecho positivo. En esta ocasión para la sociedad-granja. La cabaña humana ha de ser pastoreada hasta lo inaudito. Pero no olvidemos que a más ley, menos ética. Es la apoteosis del paternalismo en el sur peninsular, transformado en un inmenso bar, con turistas y autóctonos dispuestos a ingerir frituras y bebidas alcohólicas. El número de establecimientos existentes para comer y libar es inversamente proporcional al de personas de valía. La preponderancia de lo zoológico es la tumba de lo espiritual.

Había que destruir el campesinado, industrializar y maquinizar el agro. El autoabastecimiento era un atraso. Ahora tenemos una agricultura exportadora, que agota suelos y acuíferos, mercantilista, a la que se dedica un porcentaje ínfimo de la población, la cual tiene que adquirir en el supermercado manzanas y lentejas de lejana procedencia. Éste era el progreso.

Sigamos. La ingesta regular de plantas medicinales en infusión es sumamente aconsejable. Como lo es recuperar y difundir los conocimientos legados por nuestros antepasados sobre etnobotánica. Citaremos sólo dos plantas, de entre las muchas recolectables (o cultivables en casa) con propiedades preventivas y terapéuticas de variados síntomas. Una es el romero, regulador corporal y anímico, y otra la ortiga, a la vez nutritiva y depurativa. La comprensión y aplicación de esta dualidad en el plano estrictamente físico es muy oportuno. Nuestro soma, como adición interactiva de células y poblaciones bacterianas y víricas, precisa para su buena marcha de esta dialéctica de nutrición-depuración. Es bien conocido, dentro de la llamada medicina natural, que «las eliminaciones defienden la vida». Hígado, pulmones, piel, colon y riñones han de ser estimulados para su correcto funcionamiento de drenaje. En esta labor nos es de ayuda también el ayuno. Asimismo el baño marino es un depurativo a través de ósmosis.

El postulado científico, realizado en la praxis médica ortodoxa, que señala como causantes de enfermedad a las alteraciones génicas y a los microbios no se sostiene. Ha de ser arrinconado por reduccionista, determinista y servir a una concepción de la existencia basada en la agresión. La dieta, entendidade forma amplia como estilo de vida, y las condiciones del entorno de residencia son determinantes en la buena salud, mucho más que atiborrar al organismo de vacunas y antibióticos. Es más acertado cooperar con los microorganismos que nos habitan que considerarlos nuestros rivales.3 

Otra polaridad a tener en cuenta es la de reposo-ejercicio. Aquí lo deseable es rechazar la pereza y configurarse unos hábitos ordenados, guiados por la voluntad. Establecer un programa de actividad física sencillo es factible, al margen de gimnasios y de obsesiones juvenilistas y corporales, el reverso del sedentarismo y la golosinería. No se pueden colmar las carencias de orden inmaterial con la entronización del ejercicio físico ni con el masticar y tragar reiterativos.

Caminar diariamente, pongamos una hora, mejor en un medio natural, solo o acompañado, otorga no sólo beneficios físicos sino también la posibilidad del silencio y la reflexión o la conversación, distanciándose del incesante ruido mediático. Esta sabia rutina puede completarse realizando estiramientos de extremidades y tronco, y algunas flexiones. Todo lo cual redundará en el mantenimiento del tono cardiovascular, respiratorio y músculo-esquelético. El transporte en vehículo motorizado, ya sea privado o «público», ha de limitarse a lo mínimo.

*

Mens sana in corpore sano: el viejo lema de la medicina tradicional resulta cada vez más difícil de cumplirse, y ello por muchas razones, principalmente por las estructuras antihumanas del modelo de vida vigente, por la comercialización, la mecanización y la tecnologización del arte de curar y el mal funcionamiento de la sanidad en todos sus aspectos. Esta deformación de la medicina ha conducido a un incremento no sólo de las enfermedades somáticas descritas más arriba, sino también de las enfermedades del alma. También en este aspecto se confirma el carácter destructivo y tanático de la civilización moderna que describí en mi libro «La civilización devora a sus hijos». La índole irracional, represiva y deshumanizada de la vida moderna explica que el estrés, el insomnio, la angustia y el miedo siempre latente hayan pasado a ser fenómenos cada vez más generalizados. El «mi ser es miedo» que Kafka confesaba en una de sus cartas a su prometida Milena, se ha convertido en una experiencia común, empezando por el temor de perder el puesto de trabajo o de no encontrar ninguno, de ser arrojado a la calle y de convertirse en un paria social carente de pan y, a menudo, de un techo donde poder cobijarse. Por supuesto y por razones obvias, los afectados por estos traumas guardan para sí mismos lo que les ocurre. En una sociedad basada en el culto idolátrico a la competitividad, al optimismo sistemático y al éxito a toda costa, confesar los conflictos anímicos es como firmar su propia sentencia de muerte. Revelador en este contexto es asimismo que el consumo de fármacos, calmantes y soporíferos de la más diversa especie haya pasado a ser un hábito cada vez más extendido, sin hablar ya de la minoría amplia que recurre a la droga o el alcohol para afrontar sus conflictos psíquicos o del millón de personas que anualmente ponen fin a sus males por medio del suicidio.

La paz de espíritu que los grandes maestros del pensamiento universal han considerado siempre como la condición indispensable de una vida realmente colmada y digna de ese nombre, es cada vez más difícil de alcanzar. Lo que predomina es, a la inversa, la frustración, el descontento, el malhumor, el resentimiento y otros estados de ánimo de signo negativo que se manifiestan a menudo en forma de agresividad y de violencia abierta en el ámbito de las relaciones interpersonales y sociales, Norteamérica como ejemplo representativo de este fenómeno convivencial. ¡Cuánta razón tenía Paul Ricoeur al señalar que «vivimos en un mundo sin prójimos»!

Víctima del proceso de manipulación mental de la ideología dominante y del estado de alienación en que encuentra, el individuo medio carece de la autoestima y la fuerza interior suficiente para luchar solo o unido a otros contra las innumerables bellaquerías y atropellos del poder establecido. Su actitud predominante es la de interiorizar su sufrimiento en vez de proyectarlo hacia fuera en forma de resistencia contra el sistema opresivo en que está inmerso, único y verdadero causante y culpable de sus cuitas. Si hay algo más opuesto a la salud espiritual o al equilibrio psicosomático es la pérdida de la propia dignidad y de la autoconciencia, y no es por azar que uno de los designios fundamentales de las minorías dirigentes sea el de extirpar la autonomía y libre albedrío de la persona y convertirla en un ser pasivo incapaz de pensar y obrar por su propia cuenta y dispuesto, por ello, a cumplir religiosamente y al pie de la letra las consignas y órdenes que le llegan de fuera. Eso explica el conformismo reinante y la nula o escasa predisposición a rebelarse contra la injusticia reinante. El «homme révolté» reivindicado por Albert Camus en su libro del mismo nombre, ha pasado a ser desde hace tiempo una figura de museo y un bello recuerdo del pasado. Con escasas excepciones, la actitud que se ha impuesto es la obediencia de cadáver a los amos del mundo. Lo que por inercia mental se denomina sociedad civil, democracia o Estado de derecho, es en realidad una sociedad funcionando a toque de corneta en la que apenas se practica la civil disobedience reivindicada en su hora por Henry David Thoreau como raíz indispensable de toda sociedad realmente libre y soberana de sí misma.

Asistimos a la sorprendente paradoja de que el ciclo histórico que más abiertamente ha postulado el fomento del individualismo, es el mismo que ha reducido la individualidad a su dimensión más ínfima y superficial. Eso explica la propensión del individuo a asumir miméticamente los valores y modos de ser propagados por los aparatos publicitarios y mediáticos al servicio de la ideología dominante. Una de las consecuencias más graves a que ha conducido la despotenciación de la genuina y verdadera individualidad, es la pérdida de la dimensión societaria de la criatura humana y su capacidad para obrar en común con sus semejantes, un proceso de desocialización que favorece inevitablemente la estabilidad y continuidad de las condiciones de vida reinantes. O como escribía el gran sociólogo Helmuth Plessner: «Cuanto más avanza la funcionalización de la sociedad, tanto más se alejan sus miembros unos de otros y más problemático resulta el entendimiento entre ellos».

De la misma manera que el sistema ha sido incapaz de poner en pie un orden social mínimamente justo y racional, lo es también cuando se trata de elaborar y llevar a la práctica terapias y tratamientos médicos encaminados a contrarrestar los conflictos y traumas de la más diversa especie generados en el individuo por las estructuras irracionales y represivas a que tiene que enfrentarse continuamente. Las opciones curativas que ofrece al enfermo, lejos de reponer su salud tanto corporal como espiritual, no hacen más que convertirle en conejo de indias de la industria farmacéutica y cloroformizarle para que siga cumpliendo su papel de animal productivo. Y lo primero que el sistema se cuida de ocultar es que el enfermo de verdad es él, no sus víctimas.

Notas:

1. Según el artículo 43 de la Constitución española de 1978 ‹‹compete a los Poderes Públicos [sic] organizar y tutelar la Salud Pública a través de medidas preventivas y las prestaciones y servicios necesarios››. Pero, ¿por qué las personas no pueden proveerse por sí mismas, individual y colectivamente, de los conocimientos y medios necesarios para gestionar lo relativo a la salud? ¿Quizá carecen de los atributos y capacidades específicamente humanos para ello, o son perpetuas infantes?

2. En la ponencia «Embarazo, parto y puerperio en la Sierra. Una práctica tradicional» de Margarita Lazcano y Elsa Colazao, ofrecen testimonio mujeres de Fuenteheridos, Cumbres Mayores (ambos municipios de la Sierra de Huelva) y Mértola (en el Alentejo portugués), las cuales dieron a luz en casa o ejercieron de parteras. El embarazo era asumido de forma natural, se encontraba integrado en la cotidianeidad, se producía sin intervenciones agresivas y, generalmente, sin control profesional. La forma habitual de parir era de pie, haciendo así el periodo expulsivo más fácil y fisiológico. La partera observaba escrupulosamente las normas de higiene. Reproducimos: ‹‹las experiencias contadas por las mujeres no recogen como una cosa mala, sino hermosa, el hecho de tener hijos en la propia casa y en medio de los propios, asistida y ayudada por ellos. Eran mujeres autónomas, seguras de lo que estaban haciendo e independientes, con mucha capacidad para enfrentarse y resolver situaciones difíciles y, sobre todo, que la solidaridad era la norma y una parte importante de su comportamiento social››.

3. De mucho interés resultan las aportaciones de Máximo Sandín.

Deja una respuesta