Luis Montoto describe, a partir de la experiencia y el conocimiento vividos y con un estilo agradable y rico en expresiones cotidianas, la vida y costumbres de las clases populares urbanas a finales del siglo XIX y principios del XX en los corrales de vecinos. Tales, de considerable número en la Sevilla de entonces, eran ‹‹la primera morada del pueblo trabajador››.
El cotarro, la casa de dormir, el corral de vecinos, la casa de vecinos, el partido de casa, la casa y el palacio constituían el elenco de alojamientos en función de las posibilidades económicas.
En el corral, de estructura cuadrangular con plantas baja y alta y un pozo o fuente de uso comunal en el centro, cada vecino tenía en alquiler una sala. El propietario delegaba en la casera la gestión diaria, siendo ella ‹‹verdaderamente la reina del corral››.
Cada habitante del corral tenía ‹‹deberes con relación a la colectividad››, como el mantenimiento y limpieza del edificio.
La dureza de la jornada diaria del trabajador la suavizaba éste a través del cante y el diálogo: ‹‹el trabajador canta que se las pela››; el zapatero remendón, que se apostaba en el patio, ‹‹canta al par que cose, y habla con el que entra y con el que sale, y con las vecinas…››.
Las coplas, manifestación de la capacidad de la gente sencilla de generar cultura, se vinculan a ‹‹todos y cada uno de los momentos de la vida ››. En los cantares el pueblo ‹‹se nos presenta tal cual es››.
Montoto afirma sobre los niños, habituados al juego y a la «autonomía» de sus progenitores, que ‹‹están tan sanos y colorados que da gusto verlos››. La alimentación no es abundante pero en ningún momento cita la miseria, el hambre o el atraso (1). En el almuerzo del trabajador o en la mesa estaban presentes el pan (de Alcalá de Guadaíra), las legumbres, las patatas, la ensalada, el gazpacho, la fruta de temporada, el pescado (bacalao, sardinas, arenque) y el queso, en menor medida, y la carne, excepcionalmente.
La vida en compañía es la noción central: ‹‹viviendo en la misma casa se consideran como miembros de una misma familia››. Ello se expresaba en las fiestas familiares (bautizo, matrimonio…), religiosas (Navidad…) y paganas autoconstruidas (‹‹con la sana intención de divertir al prójimo y regocijarse››) y en la taberna (lugar para consumir tabaco pero también para los tratos y el ocio en convivencia: ‹‹el vino, para que sepa a vino, se ha de beber con un amigo››).
El relato transmite, en fin, la hermandad, alegría, vitalidad, ayuda mutua y generosidad de aquellas gentes como contrapeso digno y civilizador a la escasez material. La verdad histórico-antropológica y el rescate de sus elementos positivos, tan necesarios hoy, han de prevalecer tanto sobre la idealización del pasado como de su abordaje con oprobio.
(1) J.A. Lacomba en Historia contemporánea de Andalucía se entrega a estos tópicos: ‹‹sequía, paro campesino y hambre fueron las plagas que azotaron el mundo rural andaluz en los inicios del XX››. Cita a Azorín, para quien el mal de Andalucía era que no se comía y ello acarreaba anemia y tisis. También a Blas Infante, cuya interpretación de la historia de Andalucía, por lo demás, no resiste un análisis crítico. Cuánto más si las posibilidades de obtener alimentos en el medio rural superan con creces a las de la urbe. ¿Por qué el doctor en Historia Lacomba no se escandaliza del liberalismo impuesto a golpe de espada, Guardia Civil, sufragio censitario, ferrocarriles y derecho positivo expoliador?