Este texto no será una sesuda disquisición filosófica. Simplemente tiene como objetivo contar una realidad y unas experiencias vividas. A mi modo de ver, una de las cosas que más conocimiento puede aportar a los seres humanos en su desarrollo como personas son las experiencias vividas y reflexionadas (propias y ajenas) y por ello me decido a compartirlas para intentar aportar mi granito de arena en el desenmascaramiento de una sociedad sobre la que se nos dice que continuamente progresa, afirmación con la que estoy rotundamente de acuerdo, puesto que la progresión existe y se está produciendo a un ritmo endiablado hacia la aniquilación definitiva y total de lo humano. Pero aun así, nos seguirán dando la murga con la frasecita “tiempos pasados siempre fueron mucho peores”. No hay quien se lo crea.
Antes del golpe de Estado perpetrado el 14 de marzo de 2020, el cuerpo social ya mostraba clarísimos síntomas de una enorme degradación, pero tras lanzarse la impactante Operación Coronavirus, este traumático momento ha supuesto que aflore en el corazón de muchas personas comportamientos extremadamente antihumanos. Y es que, en parte, somos un producto cocinado a fuego lento por unas élites degeneradas que han conseguido imbuirnos de muchas de sus perversiones. Aclararé este aspecto con tres situaciones vividas recientemente.
Como bien es sabido por todos, gracias a la saturante propaganda del Régimen, actualmente, los seres humanos nos hemos convertido en individuos supercontagiosos que debemos evitarnos los unos a los otros a toda costa. Pues bien, las personas de la sociedad de la modernidad, haciendo alarde de su obediencia fanática (¡uy!, disculpen quería decir responsabilidad y solidaridad) han cumplido a rajatabla estos mandatos. Y aquí pongo los tres ejemplos que antes adelantaba, que hemos vivido mi pareja y yo, los cuales son muy dolorosos y a la vez muy clarificadores para nosotros y para todo aquel que aún conserve un mínimo de humanidad:
– Unos amigos nuestros (pareja) con los que nos hemos visto tres o cuatro veces tras finalizar la etapa de arresto domiciliario de 2020, nos han ido narrando en esos encuentros cómo viven su día a día tras los cambios bruscos introducidos recientemente en nuestras vidas. Siguen viajando (cogiendo aviones), yendo a todo tipo de restaurantes, etc. Pero eso sí, cuando quedan con nosotros o con sus padres la premisa está clara: “Nada de contacto físico, seguimos en época depandemia”. Acto seguido nuestro perro recibe unas caricias por parte de uno de nuestros amigos. Imaginaros nuestras caras.
– Tras los dos/tres meses de encarcelamiento casero, una vecina nuestra se reencuentra con sus hijos. Los recibe con las medidas de seguridad adecuadas, es decir, la “saludable” mascarilla que todo lo filtra y todo lo ahuyenta (a modo de amuleto) y la matemática distancia de seguridad establecida, añadiendo a este momento, que se supone que debía ser emotivo y de una intensidad emocional altísima, lo siguiente: “Cuanto me alegro de veros, siento no poder abrazaros, ni besaros”. Esta vecina, la semana anterior se había dejado lamer la cara por nuestro perro, mientras lo abrazaba en estado de semiéxtasis. Se me ponen los pelos como escarpias.
– Finalmente, añadir, que tras el paso de la borrasca “Filomena”, que cruzo la Península a principios del presente 2021, nuestra vivienda y parcela sufrió importantes daños, incluso de tipo estructural. Esto conllevó tener que entrar en un proceso de largas y tediosas gestiones con los seguros y con nuestra casera, en el que nos quedó claro que ambas partes estaban haciendo lo posible para que el arreglo del desastre les saliese lo más económico posible, sin priorizarse los posibles riesgos existentes para las personas que allí vivimos. La consecuencia de esto, es que el tiempo pasaba y nadie solucionaba nada. Hasta que llego el día en que nuestra casera se pasó por casa y vio el desastre, y en un alarde de “humanidad” vino a decir lo siguiente: “Voy a insistir con el seguro, esto no puede estar así. Hay una valla rota y por ahí se os puede escapar el perro y si a él le pasa algo yo me sentiría fatal”. Claro, y a nosotros que somos de tu misma especie que nos den por donde amargan los pepinos, total solo tenemos el tejado hundido y decenas de ramas de pino enormes colgando sobre nuestras cabezas.
He contado estas tres vivencias, pero perfectamente podrían ser treinta en esa misma dirección.
Además, a todo lo anterior podríamos añadir, la situación tan despreciable vivida por todos en la que durante el confinamiento estricto apenas solo se permitía salir a la calle a las personas a pasear con sus mascotas, y no a los niños, a los ancianos, etc.
A día de hoy, cuando paseo por las calles de mi pueblo o de municipios aledaños, me sigue impactando ver a una persona paseando con su perro y uno de los dos no lleva bozal, ¿adivináis quién de los dos es?
Llevo un tiempo escuchando la frase “nos dirigimos hacia una sociedad distópica”. Error, no nos dirigimos, estamos en ella. O acaso una sociedad en la que las mascotas cuentan más que las personas no es una sociedad indeseable, bárbara y monstruosa. Y lo dice el que suscribe estas palabras, que tiene un perro, pero desde luego nunca lo antepondré a los seres humanos, y no se me ocurrirá sacarlo a la calle a pasear en un carrito de bebé, como hemos visto en un número creciente de ocasiones.
Para finalizar me parece conveniente acabar con una gran frase que el otro día mi esposa pronunció mientras veíamos un vídeo en el que una mujer decía “Hemos venido a esta vida para ser felices”, a lo que mi mujer añadió en alto y de manera espontánea “No, hemos venido a luchar y combatir”. Dos frases y dos filosofías de vida antagónicas. La deshumanizadora eudemonista, con su búsqueda incesante de la felicidad como meta humana prioritaria, frente a recuperar el esfuerzo y la valentía como valores cardinales que nos ayuden a volver a la senda de lo humano.
Rehumanicémonos nosotros y dejemos de humanizar a los animales.