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  • Autor de la entrada:Fernando Ggarcía

Más que el hecho de pensar, nos constituye el lugar y el tiempo en que pensamos. Aquí y ahora ya no podemos estar fácilmente de acuerdo con Descartes («pienso, luego soy»), porque nosotros disponemos de una experiencia y un conocimiento histórico que él no tuvo. Aquí y ahora, probablemente, él diría «soy donde pienso»; no olvidaría nuestra relación existencial con el espacio y el momento de la historia en que vivimos. De ahí la importancia esencial del territorio, de la comunidad que lo habita y su historia. Aquí han pasado muchas cosas desde hace mucho tiempo, cuyo conocimiento y comprensión deberían acercarnos a lo que somos. Olvidarlo podrá parecernos útil y, aún así, la verdad siempre cambiante, la del lugar y la historia, seguirá estando por delante de lo que creemos útil y conveniente.

La generalización de la ignorancia por lo universal/concreto/cambiante, a favor de abstracciones universalistas cuyo totalitarismo se esconde tras una apariencia de complejidad, ha sido misión preferente de la modernidad, un objetivo periódicamente matizado en sus diferentes versiones: teológicas, liberales y marxistas. La colonización del pensamiento es su cara oculta, que alcanza más allá de lo contado por la historia oficial, narrada como «progreso» por los propios agentes de la colonización: la «humanitas» que civiliza (salva) al «anthropos» (salvaje). No creo que sea casualidad que el nacimiento de la ciencia antropológica coincidiera con el auge del proceso colonizador que sigue al descubrimiento de América, a partir del contacto del hombre blanco europeo con el «salvaje» diferente, al que descubre e identifica como un ser inferior desde su perspectiva «humana».

Así, no me extraña que se pueda llegar a identificar humanismo con racismo, expresado como lo hace Walter Mignolo (1): «yo no quiero ser humano, porque el concepto humanidad construyó el racismo». El racismo anida en todo proceso de colonización, al que revela como pretensión de dominación sobre la naturaleza, extendida a todas las criaturas consideradas «inferiores». En todo caso es humillación, es desprecio profundo por el prójimo diferente, es la visión egocéntrica que surge de la modernidad eurocéntrica, básicamente colonizadora, patriarcal y racista.

La universalidad del pensamiento único es la representación perfecta del éxito de esta colonización del pensamiento lograda por la modernidad, de tal modo que ésta no tiene explicación separada de su adjetivo colonial y racista. Lo que nombramos como globalización no es sino ese proceso exitoso, la culminación del ideal ilustrado de la modernidad burguesa, surgida del pensamiento colonial europeo, al poco actualizado -podríamos decir «modernizado»- por el liderazgo estadounidense en el nuevo imperio colonial-global.

El concepto de «progreso» pertenece a la modernidad y es, por tanto, necesariamente, rehén de la dialéctica colonial-descolonial, no podría ser de otra manera. Es un concepto europeo y universal en sentido necesariamente moderno y totalitario. El Estado, aún no siendo una estructura política propiamente moderna, sí fue adoptado y transformado por el pensamiento burgués hasta su configuración actual como nación-Estado, primero como instrumento puramente colonial, para la conquista y dominación, hasta su evolución como instrumento de control -biopolítico/totalitario- de la sociedad global, un Estado que no puede ocultar la matriz colonial de la clase burguesa que es su legítima titular, tanto como de la propia modernidad, autoasociada al concepto (colonial) de progreso.

En tal contexto, ser progresista es la forma burguesa -ortodoxa o heterodoxa- de la modernidad. Resulta vano todo intento de disimulo por parte de la izquierda residual, tanto en cualquiera de sus versiones originales (cristiana-liberal-marxista) como en sus actuales intentos «posproletaristas» (populistas) por reinventarse, en una época que ellos piensan como poscolonial y posmoderna.

«Las palabras ya no nos dicen», dice Mignolo, son necesarios otros conceptos y otras palabras que los signifiquen. Descolonizar es radicalmente diferente -no puede confundirse- con decolonialidad; eso lo explica muy bien este autor, fundador del paradigma del pensamiento decolonial (2), surgido en la década de los noventa en las universidades del continente sudamericano, cuando viene a decir que los descolonizadores acaban por reproducir, localmente, en sus nuevos Estados-nación, las mismas estructuras del poder burgués que son propios de la modernidad colonial de la que pretenden independizarse.

La defensa del parlamentarismo burgués, del trabajo asalariado, del Estado-nación, del desarrollismo crecentista, son la constatación de su fracaso «revolucionario», falsamente liberador, que retroalimenta la colonización y, en concreto, el peor de sus efectos destructivos: la colonización del ser, del sujeto devenido en compulsivo consumidor y en irresponsable elector, atrapado en la promesa de un «estado de bienestar» olvidadizo, ignorante de que tal bienestar es financiado por las antíguas colonias, por los pueblos del llamado tercer mundo, constituido por los países «descolonizados» a los que mediante el eufemismo de la «cooperación internacional» ayudamos a salir de su atraso, como antaño hicimos para modernizarlos, para que dejaran de ser unos «salvajes», inferiores y atrasados.

Lo único que ha cambiado del proceso de colonización es su modo operativo y sus escenarios, no su esencia. La democracia burguesa y el desarrollismo industrial-tecnológico han sustituido a la religión y al marxismo, por decisión e imposición del actual multiliderazgo del imperio colonial, transmutado hoy en colonización global pactada, a cargo de los diferentes bloques y corporaciones de Estados-nación, que compiten por el control geopolítico en un remozado proceso de re-colonización global, a su modo poscapitalista y posmoderno, que no logra ocultar su patita racista y colonial.

Su firme adscripción a la democracia liberal-burguesa y su imprescindible complicidad en la imposición de dicho modelo al resto del mundo «menos desarrollado» (a traducir por «insuficientemente colonizado»), sitúa al progresismo-posmoderno en un inequívoco lugar preferente del sistema de dominación. Su anticapitalismo se desvela así como una estratagema publicitaria, un mero ardid para no perder clientela electoral, por abajo de la sociedad en los países de la periferia capitalista, mientras en el occidente colonizador disputa con la derecha el segmento magro de las clases medias (el centro político).

El posmodernismo se ha empeñado en hacernos olvidar la matriz colonial del poder en su forma actual. La crítica posmoderna al capitalismo enfoca los males de la modernidad en su dimensión puramente económica (capitalismo), ocultando lo esencial de su matriz colonial, que no es accesoria, sino constituyente de la contemporánea estructura del poder, que ya no puede seguir ocultando su bárbara raíz conquistadora, colonial. Propagar que la organización estatal del mundo actual ha superado el colonialismo no deja de ser un bien elaborado engaño, aunque tuviera la pretensión de reinventar una «modernidad mejor». Ser anticapitalista hoy es manifiestamente insuficiente, mientras se mantiene y reproduce la impronta colonial que permanece agazapada tras la compleja red de estados y organizaciones internacionales que hoy constituyen el sistema de poder global.

Pero es verdad que a la ficción progresista, vendida como estado de bienestar y desarrollo sostenible, todavía le queda un recorrido en los países periféricos, a pesar de todas las evidencias que anuncian su agotamiento en el centro del sistema.

Quienes estamos comprometidos con la corriente de pensamiento que, provisionalmente, venimos denominando como «revolución integral», estamos obligados a integrar la dimensión decolonial en nuestro conocimiento y comprensión de la realidad y, por tanto, en nuestra propuesta de paradigma radicalmente alternativo, poniendo la crítica del eurocentrismo a la misma altura que nuestra axial crítica al egocentrismo. Europa se nos desvela así como el sórdido paisaje de la modernidad/colonialidad, sin necesidad por ello de despreciar el pensamiento clásico «occidental», tan prepolítico y tan universal como otros pensamientos locales, igualmente preexistentes a la modernidad que surgiera en la Europa de la revolución burguesa y la colonización.

La «colonización del ser», de la que también habla la corriente de pensamiento decolonial -que ya forma parte del arsenal teórico de numerosos movimientos populares en el continente sudamericano- viene a enriquecer nuestra propia reflexión sobre el «ser-nada» que hemos identificado como producto de la modernidad, anulador de la individualidad y la comunidad, a cargo del sistema de dominación surgido de la modernidad. ¿Acaso no es el trabajo asalariado un claro reflejo de la explotación-esclavitud colonial, no es hoy la propiedad-acumulación capitalista la prueba del sistemático robo, saqueo, colonial?

¿Y acaso no es pertinente recordar hoy y aquí, que a partir de 1865 el único país europeo que tenía esclavitud era España?, como nos recuerda un artículo recién publicado (en diario.es de 21-08-2016), con el título «Cuando los barcos negreros salían del puerto de Barcelona» (3):

«A partir del 1865 el único país europeo que tiene esclavitud es España», explica Martín Rodrigo Alharilla, doctor en Economía por la Universitat Autònoma de Barcelona. Josep Maria Fradera, catedrático por la Universitat Pompeu Fabra y experto en colonialismo, argumenta que las primeras que empezaron a abrir el debate sobre la legitimidad moral de esclavizar un ser humano fueron las sectas protestantes y la idea que había que abolir esta institución se hizo cada vez más presente en el mundo inglés y francés hacia finales del siglo XVIII. Así, en Inglaterra se suspende el tráfico el 1807 y la esclavitud el 1833. En Francia, el 1848 y en Estados Unidos hacia la década de 1860.

Los países ibéricos, sin embargo, tardaron bastante más, puesto que habían entrado en el negocio en el momento en que los británicos se planteaban dejar de hacerlo: «Esto es el que hace patética la posición de los catalanes, los españoles y los portugueses», afirma Fradera. Barcelona, con los personajes más importantes de la economía catalana del momento, fue uno de los principales núcleos de la presión en defensa de la esclavitud dentro del Imperio español. Y la capital catalana, uno de los puertos que vio salir múltiples barcos negreros».

El pensamiento decolonial ha servido para desnudar la falsa suposición de los discursos académicos y políticos, según la cual, con el final de las administraciones coloniales y con la formación de los Estados-nación en la periferia, ahora estaríamos viviendo en un mundo descolonizado y poscolonial:

«Nosotros partimos, en cambio, del supuesto de que la división internacional del trabajo entre centros y periferias, así como la jerarquización étnico-racial de las poblaciones, formada durante varios siglos de expansión colonial europea, no se transformó significativamente con el fin del colonialismo y la formación de los Estados-nación en la periferia. Asistimos, más bien, a una transición del colonialismo moderno a la colonialidad global, proceso que ciertamente ha transformado las formas de dominación desplegadas por la modernidad, pero no la estructura de las relaciones centro-periferia a escala mundial. Las nuevas instituciones del capital global, tales como el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM), así como organizaciones militares como la OTAN, las agencias de inteligencia y el Pentágono, todas conformadas después de la Segunda Guerra Mundial y del supuesto fin del colonialismo, mantienen a la periferia en una posición subordinada.

El fin de la guerra fría terminó con el colonialismo de la modernidad, pero dio inicio al proceso de la colonialidad global. De este modo, preferimos hablar del ‘sistema-mundo europeo/euro-norteamericano capitalista/patriarcal moderno/colonial’ (Grosfoguel, 2005) y no sólo del ‘sistema-mundo capitalista’, porque con ello se cuestiona abiertamente el mito de la descolonialización y la tesis de que la posmodernidad nos conduce a un mundo ya desvinculado de la colonialidad. Desde el enfoque que aquí llamamos ‘decolonial’, el capitalismo global contemporáneo resignifica, en un formato posmoderno, las exclusiones provocadas por las jerarquías epistémicas, espirituales, raciales/étnicas y de género/sexualidad desplegadas por la modernidad. De este modo, las estructuras de larga duración formadas durante los siglos XVI y XVII continúan jugando un rol importante en el presente» (texto de Walter Mignolo, miembro fundador del Grupo modernidad/colonialidad).

En una de sus ponencias más celebradas, Walter Mignolo aborda un concepto que apunta al paradigma de revolución integral, como «ontologización de la vida y decolonialidad del vivir»; la colonialidad no es solamente el FMI, el Pentágono, la Casa Blanca o el Banco Central Europeo, la colonialidad lo involucra todo y está en todas partes…cuando pensemos en colonialidad hay que estar atentos a lo que pasa en Méjico y América del Sur, en Europa, Rusia, China, Irán…, ésto ya es liberador de algún modo, cuando empezamos a entender qué es lo que nos está pasando comenzamos a comprender porqué nos está sucediendo, qué es lo que nos está controlando y manejando, qué es lo que nos hace vivir para comer en vez de comer para vivir, vivir para trabajar en vez de trabajar para vivir.

Acertadamente a mi entender, afirma Ramón Grosfoguel (2002) que «el antiguo paradigma marxista de infraestructura y superestructura ha sido reemplazado por una estructura histórica-heterogénea (según Quijano, 2000), o una «heterarquía» (según Kontopoulos, 1993), es decir, por una articulación imbricada de múltiples jerarquías, en las que la subjetividad y el imaginario social no es derivativo sino constitutivo de las estructuras del sistema-mundo».
Y Quijano (2000) le añade el componente racista de este sistema-mundo: «En esta conceptualización, la raza y el racismo no son superestructurales o instrumentales a una lógica abarcante de acumulación capitalista; son constitutivos de la acumulación capitalista a escala mundial. El «patrón de poder colonial» es un principio organizador que involucra la «explotación y la dominación ejercidas en múltiples dimensiones de la vida social, desde las relaciones económicas, sexuales o de género hasta las organizaciones políticas, las estructuras de conocimiento, las entidades estatales y los hogares».

«Colonialismo» son momentos históricos específicos, como el colonialismo español, portugués o inglés, mientras «colonialidad» es la lógica común a todos los colonialismos, el patrón colonial del poder, el sistema de dominación del mundo, la lógica que subyace a la modernidad y a su idea de Progreso. Pero la decolonialidad, como lo plantea Mignolo, no es la disputa por el patrón colonial de poder, sino un desprendimiento, un pensamiento fronterizo que integra y sobrepasa todos los niveles de la experiencia y el conocimiento: la comida, la sexualidad, el racismo, el arte, el saber, la ciencia, etcétera.
Yo entiendo este desprendimiento, propio del pensamiento fronterizo, como libre pensamiento enfrentado al reduccionismo simplista de la lógica impuesta desde el patrón colonial del poder, una lógica fundamentada en falso sobre la presunción de «oposición» entre supuestos contrarios (izquierda-derecha, revolución burguesa-revolución proletaria), ignorando la realidad histórica que, tozudamente, pone en evidencia tal falacia.

Dice Ramón Grosfoguel que «el pensamiento fronterizo es aquel que genera una doble crítica, se aleja de las contraposiciones dicotómicas, exterior-interior, para posicionarse críticamente tanto frente al fundamentalismo occidental como al de un país periférico (a menudo resultado de procesos nacionales tras las experiencias coloniales y como modo de ubicarse en el marco de fuerzas internacionales). Ello implica posicionarse ante ambas tradiciones de pensamiento, «y, simultáneamente desde ninguna de ellas», lo que permite alejarnos de la narrativa histórica lineal occidental y lo que es más importante, cuestionar su epistemología».

Desde mi modesta posición de activista, coincido en ésto con Ramón Grosfoguel: «la colonialidad no es equivalente al colonialismo. No se deriva de la modernidad ni antecede a ella. La colonialidad y la modernidad constituyen dos lados de una misma moneda. Del mismo modo como la revolución industrial europea se logró a partir de las formas oprimidas de trabajo en la periferia, las nuevas identidades, derechos, leyes e instituciones de la modernidad, como las naciones-Estado, la ciudadanía y la democracia se formaron en un proceso de interacción colonial con personas no occidentales, así como de su dominación/explotación»

…/…»Llamar «capitalista» al actual sistema mundial es, por decir lo menos, engañoso. Dado el «sentido común» hegemónico eurocéntrico, en el momento en que usamos la palabra «capitalismo» las personas inmediatamente piensan que estamos hablando sobre la «economía». Sin embargo, el «capitalismo» sólo es una de las múltiples constelaciones imbricadas del patrón colonial de poder del «sistema-mundo occidentalizado/cristianizado moderno/colonial capitalista/patriarcal». Es importante, pero no la única. Dada su imbricación con otras relaciones de poder, destruir los aspectos capitalistas del sistema-mundo no sería suficiente para destruir el actual sistema-mundo. Para transformar este sistema-mundo es crucial destruir la totalidad heterogénea histórico-estructural llamada el «patrón colonial del poder» del sistema y que en este trabajo hemos identificado en catorce jerarquías de poder global».
…/…»La descolonización y la liberación anticapitalistas no pueden reducirse sólo a una dimensión de la vida social. Requiere una transformación más amplia de las jerarquías sexuales, de género, espirituales, epistémicas, económicas, políticas y raciales del sistema mundo moderno/colonial. La perspectiva de la «colonialidad del poder» nos desafía a pensar sobre el cambio y la transformación sociales en una forma no reduccionista».

Desde las épocas más remotas tenemos constancia histórica de una intuición universal, basada en la idea de que en todo individuo hay un algo incondicional que impone el respeto. Es tan cierto como que esta intuición, profusamente desarrollada en los planos filosófico y religioso, en muy escasas ocasiones históricas encontró traducción en la realidad de la vida social, económica y política. La puesta en práctica del principio de dignidad y la abolición legal de las prácticas que atacan este principio sigue pendiente, será el fruto de una larga evolución-revolución, pendiente de articular y concretar, por más que se proclame que hemos llegado al fin de la historia. Entre la formulación teórica y el respeto práctico a la dignidad del sujeto no existe relación probada de causa y efecto, basta echar una mirada sobre el mundo en que vivimos y apreciar el escándalo que produce la omnipresencia de la idea de dignidad en todos los discursos de la modernidad más reciente, junto al desprecio más absoluto por el ser humano en la práctica.

«Las palabras ya no nos dicen», necesitamos un nuevo lenguaje…(imagino aquí que muchos se preguntarán desconcertados ¿un nuevo lenguaje?.. antes de exclamar la sobada frase/conclusión acostumbrada: «lo que yo decía: todo es cuestión de cultura»). Pero la antigua división entre cultura y política ha pasado a ser demasiado superflua, sobada y antigua, definitivamente es ya un falso dilema -el viejo dilema del huevo y la gallina-, que pudiera ser útil para entretener los ratos muertos, pero que sólo sirve para tapar la complejidad del sistema-mundo que padecemos.

«Las palabras ya no nos dicen» y, por ello, necesitamos encontrar nuevos conceptos y un nuevo lenguaje que dé cuenta de la complejidad de las jerarquías de género, raza, clase, sexualidad, conocimiento y espiritualidad dentro de los procesos geopolíticos, geoculturales y geoeconómicos del sistema-mundo, necesitamos buscar «afuera» de nuestros paradigmas, al tiempo que esa búsqueda la convertimos en práctica revolucionaria, como proyecto personal y colectivo, un deber que se piensa y se acomete: «si debo, puedo», que dijera en su tiempo Sem Tob, pensador medieval, judío y palentino.

NOTAS:

(1) Walter Mignolo (Provincia de Córdoba, Argentina, 1 de mayo de 1941) es un semiólogo argentino y profesor de literatura en la Universidad de Duke, en Estados Unidos. Se le conoce como una de las figuras centrales del poscolonialismo latinoamericano y como miembro fundador del Grupo modernidad/colonialidad. Entre sus aportes más importantes se cuenta la producción de categorías de análisis como «diferencia colonial», «pensamiento fronterizo», «colonialidad del ser» y la idea de «hemisferio occidental/ el atlántico norte». Desde 1993 trabaja en la Universidad de Duke (Estados Unidos), donde actualmente es director del Instituto Franklin para estudios interdisciplinarios e internacionales. Otros significados autores pertenecientes a esta corriente son: Guaman Poma, Aimé Cesaire, Franz Fanon,Walter Mignolo, Enrique Dussel, Anibal Quijano Obregón, Nelson Maldonado Torres, Santiago Castro-Gómez, Catherine Walsh, Arturo Escobar, Ramón Grosfoguel, Fernando Henrique Cardoso, Freire, Frantz Fanon. Y más recientemente: Carolina Santamaría, Juan Camilo Cajigas-Rotundo, Fernando Garcés, Mónica Espinosa, Juliana Florez-Florez, Elena Yehia, Silvia Rivera Cusicanqui.

(2) Para consultar textos sobre este paradigma del pensamiento decolonial: https://drive.google.com/drive/folders/0B7IBls51ri9VMjYtemlmeUd3eTA 
http://www.decolonialtranslation.com/espanol/

(3) Leer artículo completo en: http://www.eldiario.es/catalunya/esclavitud-colonialismo-Barcelona-Catalunya_0_549445695.html

 

Aprovenchando la publicación del texto que nos ha enviado Nanín enlazamos aquí el audio de su charla en el II Encuentro RI: «Para que prenda la Revolución Integral» (AUDIO) que estaba apoyada por el artículo del mismo nombre que podéis leer aquí.

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