• Categoría de la entrada:Artículos
  • Autor de la entrada:Mailer Mattié

shutterstock 199882349

<< La ciencia que la humanidad tiene en un momento, depende de lo que es la humanidad en ese momento>>
Georg Simmel (1858-1918)

La vocación del mundo contemporáneo es la hipertrofia; es decir, el crecimiento sin control de la ciudad, la economía, la tecnología y, en general, de los medios para la satisfacción de las necesidades humanas convertidos en fines. Sus consecuencias negativas sobre el orden social y los seres humanos, además, se consideran efectos naturales, inherentes al progreso mismo de la civilización -de forma similar a lo que sucedió, por ejemplo, con la esclavitud hasta el siglo XIX, cuando el capitalismo tuvo necesidad de universalizar el mercado de trabajo y promovió con avaricia su desprestigio como un sistema inhumano y criminal-.

Un triunfo, sin duda, para los verdaderos intereses que sostienen la sociedad moderna, teniendo en cuenta que los anhelos de cambio de la población se limitan al activismo estéril y a la reivindicación conformista que promueven las ideologías.

Se comprende, pues, la obligación de examinar el alcance real de esos efectos sobre la vida de las personas; una labor que exige, sin duda, reflexionar en primer término acerca de la verdadera naturaleza de los seres humanos, tal como planteó Lewis Mumford en su obra.

La familia humana, de hecho -observó-, fue capaz de moverse por sí misma y se hizo competente en todo -aunque imperfecta-, gracias a la ausencia de órganos especializados que limitaran sus actividades y le permitieran una adaptación práctica y eficiente al medio, a diferencia de lo que sucedió con el resto de las especies animales. Al contrario -precisó-, nos centramos en el desarrollo de nuestro sistema nervioso, consiguiendo de esa manera crear sustitutos artificiales de los órganos no especializados.

Es decir, la falta de especialización fue una cualidad determinante quenos permitió infinitas posibilidades y sendas para encauzar la evolución.

En su opinión, no obstante, en cierto sentido el devenir de la civilización ha invertido este proceso, principalmente a partir del surgimiento de la ciudad y el desarrollo de la vida social urbana que sometió a las personas a variados métodos y formas de especialización, pasando su existencia a depender de una organización comunitaria en la que cada grupo aceptaba las limitaciones de la función que le había sido asignada, particularmente en relación con la división del trabajo entre quienes mandan y quienes obedecen. 

2

La ciudad, desde luego, es el reflejo de la civilización. Basta con observar la estructura y la vida cotidiana en cualquier metrópolis o megalópolis actual, para tener una perspectiva general de la hipertrofia social: la apariencia exterior suele ocultar la fetidez contenida en esa «organización funcional -escribió Mumford- de fábricas, depósitos, cuarteles, tribunales, prisiones y centros de control.»

Una hipertrofia patológica -subrayó- cuyas raíces refieren al modelo de salubridad caótica de la Roma Antigua; vale decir, a su modo de vida parasitaria y a sus rituales compensatorios de exterminio.

Así pues -agregó-, todo centro hipertrofiado de hoy reproduce los mismos síntomas de degeneración romana, unidos a otros signos de violencia y deshumanización también de características patológicas.

Un mundo donde disminuye la distancia física entre las personas, al tiempo que aumenta la separación psicológica y emocional; donde el individuo está condenado a pasar toda su vida como un trabajador especializado, siempre en la misma posición y repitiendo las mismas operaciones, convertido simplemente en elemento reemplazable de un mecanismo complejo: el engranaje económico y social cuyo fin primordial es el máximo lucro.

El marco social, en fin, donde el individuo moderno degrada su humanidad sometido a la tensión constante que generan la especialización, el control de la autoridad y de la fuerza, el distanciamiento del prójimo y su propia despersonalización.

3

En la ciudad, asimismo -observó Mumford-, la comunidad se rompe en secciones verticales, a causa sobre todo de la intervención de organizaciones como los partidos políticos que generan en las personas antagonismos y parentescos ficticios, en sustitución de las afiliaciones y lealtades horizontales.

De igual modo, todo aquello que es orgánico, cualitativo y autónomo termina relegado a una posición secundaria, cuya tendencia real, no obstante, es su desaparición en todos los ámbitos de la vida social.

La ciudad, por otro lado, se ha convertido también en un medio donde se multiplican las variedades de las experiencias violentas. Ciertamente -advirtió Mumford-, bajo la superficie pacífica y la rutina ordenada de la metrópolis, todas las dimensiones de la violencia se fueron extendiendo y se esparcieron súbitamente.

Un medio transformado, en efecto, en un recipiente hipertrofiado de fuerzas destructivas internas, universales e inmunes a cualquier ideología, orientadas al constante exterminio y degradación de lo humano; es decir, que sus ventajas originales como la más preciosa invención colectiva para transmitir la cultura, han desaparecido en el transcurso de su propia evolución.

Una realidad -subrayó- que nuestra firme y habitual hipocresía nos hace ocultar siempre.

La hipertrofia urbana, en resumen, manifiesta los síntomas de un estado más general que Mumford identificó precisamente con la supresión de los límites cuantitativos, en referencia al proceso que señala la transición desde un sistema orgánico a la expansión y el crecimiento como fines en sí, de tal forma que fuerzas, en apariencia automáticas, sustituyen los propósitos humanos, los objetivos centrados en lo que es propiamente humano.

La supresión de los límites constituye, de hecho, una de las mayores hazañas de la economía moderna, con su énfasis en el progreso y en el crecimiento infinitos; es, por tanto, una de las características distintivas de la civilización contemporánea que arrastra consigo todo lo que es local, pequeño, personal y autónomo.

. 4

La vida de las personas, según transcurre en las grandes ciudades -observó igualmente Mumford-, se ha convertido, en consecuencia, en una existencia vacía y odiosa: privada, sobre todo, del ejercicio de funciones humanas en relación directa con la comunidad, la mayoría usurpadas por el Estado y sustituidas por la monotonía del ocio obligatorio y otros rituales de compensación.

Ciertamente -señaló-, ya desde el surgimiento de las ciudades industriales en el siglo XIX, sus habitantes comenzaron a tener también todos los sentidos embotados, rodeados de un ambiente ocre, descolorido y mal oliente, donde se perdía el gusto y el discernimiento cromático; las nuevas ciudades, además, presumían de otra plaga reciente: el ruido, de tal manera que el ser urbano se volvió también indiferente al bullicio.

Una existencia, en realidad, diseñada para debilitar la personalidad, pues ha dejado al individuo moderno posiblemente más disociado, solitario y vulnerable que nunca, agregó Mumford.

La metrópolis, en efecto, se convirtió en una maquinaria colectiva para hacer funcionar, hasta sus últimas consecuencias, el sistema irracional de la economía y del poder en esta civilización, ofreciendo a sus víctimas la ilusión de riqueza, bienestar y felicidad, aun cuando, de hecho, las personas se sienten muy vulnerables en un mundo cada vez más carente de significado humano.

Un mundo, en verdad, de sombras, proyectadas a nuestro alrededor por los medios de comunicación y la tecnología; sombras que nos aíslan de las auténticas obligaciones de la vida.

Lo cierto -precisó Mumford-, es que el individuo moderno se ha vueltomuy sensible a las experiencias -que forman el contenido de su mundo interior-, al mismo tiempo que aumenta nuestra insensibilidad frente al mundo exterior, al que apenas prestamos atención o confundimos con las sombras.

La fantasía del cine o la literatura, por ejemplo, nos conmueve mucho y sus personajes nos inspiran emociones, mientras cultivamos nuestra imperturbable pasividad y nuestro desinterés por el prójimo de carne y hueso, al que hemos convertido en el otro, el diferente.

Mumford dedicó particular atención, en tal sentido, a las consecuencias de esta metamorfosis humana en relación con el arte, a las que comparó con los efectos y peligros que surgen de la desorientación contemporánea de la ciencia y de la tecnología. De hecho, solemos identificar la «cultura» con el producto exclusivo de la creación individual del músico, del pintor, del escritor, etcétera, al tiempo que se desprestigia y destruye sin compasión alguna el legado comunitario.

Así, a medida que históricamente lo subjetivo se impuso en el arte -afirmó-, generando el divorcio entre el artista y la comunidad, la belleza también fue desapareciendo de la vida.

La belleza vinculada con la satisfacción de las necesidades del alma, manifestación de una vida humanizada cuyo desarrollo constituye un indicador fundamental de la vitalidad de una comunidad.

En su opinión, pues, hay que considerar un indicio de neurosis que, en el mundo actual, el arte esté totalmente separado de las verdaderas necesidades de la comunidad. El mundo del artista, en efecto -expresó-, se ha ido encogiendo durante los últimos trescientos años, orgulloso de su completa indiferencia a todo lo que se encuentra fuera de la experiencia interior delartista.

La verdad es que si se pierde la identificación con la comunidad -si desaparece el arraigo, otra de las necesidades vitales del alma humana-, disminuye en igual medida nuestra capacidad para distinguir lo que es auténticamente humano, limitando nuestra primera obligación como especie: es decir, el desarrollo y la promoción misma de la vida.

Porque, como enfatizó Mumford, son las relaciones que establecemos las personas al hacer las cosas, precisamente, las que determinan lo que es humano, lo que favorece la evolución humana.

El resultado final de la hipertrofia y del exceso de materialismo que caracteriza a nuestro mundo -concluyó-, es, entonces, un individuo cuya existencia se contrae cada vez más, en medio de su propia degradación y dependencia, del debilitamiento de su fe animal y de su imposibilidad general para concebir cambios.

En la sociedad moderna, efectivamente, igual que en la mente de las personas, pareciera no haber lugar para la transformación; el conformismo, de hecho, nos ha privado de utopía, porque somos incapaces de renovar creativamente, limitados a ajustar nuestra vida a los requisitos de la máquina, del poder, de la economía, de la avaricia y del lucro.

5

Lo que se hace mal en este mundo, en realidad, no tiene límites, decía Mumford. Vivimos en una época caracterizada por un gran desarrollo tecnológico sin dirección humana alguna, relacionado solo con el progreso como un fin en sí mismo, centrado en la ganancia lucrativa -no en la vida-, por lo cual las artes de la destrucción predominan sobre la creatividad y la construcción.

Es más fácil destruir que construir, escribió Simone Weil poco antes de morir en 1943.

Los mitos de la civilización, incluyendo el Estado nacional, la Casa Solariega y Coketown -descritos por Mumford en su obra-, representan, en conjunto, el poderoso entorno social que moldea nuestra existencia, provocando daños generalizados en el alma; un entorno, por tanto, adverso a la evolución humana.

Es posible, sin embargo -advirtió-, que el alcance de sus consecuencias sobre las personas se deba, en gran parte, más a nuestra propia falta de percepción y menos a la conspiración consciente de una élite minoritaria; así, al adquirir la suficiente noción de los graves riesgos que entraña la época actual, podríamos asumir cuanto antes la tarea ineludible de desprestigiar esos mitos, comenzando por reconocer los errores de la epistemología -el origen y validez del conocimiento- heredada de los dos siglos anteriores.

Se impone, entonces, la obligación general de examinar con estricto rigor los resultados de nuestra civilización; la obligación de comprender la urgente necesidad de establecer un centro, una dirección humana al orden social en su conjunto.

El poder, la riqueza y el prestigio -los fines que constituyen a su vez las principales motivaciones de las personas en el mundo moderno-, son abstracciones -decía Mumford-: y no podemos continuar viviendo principalmente de abstracciones.

El orden social, de hecho -como observó Simone Weil-, es la primera necesidad del alma humana, puesto que es la vida misma la que debe constituir su recompensa primordial, incluyendo la de aquellos que no han nacido todavía.

La vida entendida siempre, en palabras de Mumford. como la interacción con un entorno integrado por paisajes, seres vivos e ideas.

Madrid, diciembre de 2018

Deja una respuesta