Para establecer un plan y proyecto general de actuación a largo plazo, del que extraer sus aplicaciones para cada asunto y momento particular, hay que comenzar fijando el rasgo decisivo del tiempo presente. No es difícil. Reside en la formación, por evolución rápida, de estructuras de poder colosales, que están acabando con la persona, la civilización y lo humano, con la libertad en todas sus manifestaciones, la verdad, la convivencia, la ética, los valores y la estética. Igualmente, devastan la naturaleza, en un grado y extensión bastante preocupantes. Esas estructuras de poder están formadas por el binomio Estado/Estados y gran empresa, que en los últimos decenios han acumulado poder sobre sí con una intensidad, celeridad y eficacia aterradoras.
Además, el actual sistema de dominación, considerado a escala planetaria, se organiza en cuatro potencias mayores (EEUU, UE, China y el capitalismo colonialista islámico) y cuatro menores (Rusia, Japón, Brasil e India), que forcejean entre sí a la vez que urden alianzas. Por tanto, además de padecer un sistema de dictadura política y social globalizado, estamos sometidos a un orden imperialista de competición y enfrentamiento, lo que anuncia una probable nueva guerra mundial, la cuarta.
Ello cuando la capacidad de acción de los pueblos y del individuo está bastante menguada. El fracaso, en tanto que experiencias emancipadoras, de las revoluciones supuestamente proletarias y de las revoluciones sedicentemente antiimperialistas del último siglo han dejado un poso de escepticismo, amargura, escapismo, institucionalismo y egocentrismo. El decaimiento de las fuerzas espirituales, morales, intelectuales, convivenciales y culturales es perceptible en todo el mundo, lo que hace de la persona hoy un ser nada apto para su multi-dominación. Los problemas son tan graves y numerosos que el obrar reformador es prácticamente inútil: ya sólo la revolución es solución.
En Europa vivimos el final de una edad. La UE es una potencia imperialista en decadencia, que se dirige hacia su final, por tanto, a ser dominada por otras potencias, las ahora ascendentes, con pérdida de su prosperidad material. En lo que resta del siglo Europa conocerá cambios enormes, que pueden ser concebidos como una catástrofe, sí, pero también como una oportunidad para la revolución. El actual periodo de paz, estabilidad y consumo, iniciado hacia 1950, tiene los días contados.
En oposición dialéctica a todo ello, están, por un lado, las contradicciones inherentes al sistema, que se hacen más numerosas y agudas a medida que se expande, y la voluntad reflexiva y argumentada de cada vez más personas y colectivos, de disentir e incluso enfrentarse al poder constituido en defensa de la libertad, esto es, de la revolución como realización de las libertades reales populares e individuales. El sistema de dominación crea también lo contrario de lo que pretende conseguir, estableciendo cada vez más nocividades y costes ocultos, nuevos problemas y nuevas fuerzas que le son hostiles. En un sentido, tiende a autodestruirse, lo que es ley universal de todos los imperios. Al estudiar el orden vigente debemos de valernos de la dialéctica, no olvidando que está «bipartido», pues «uno se divide en dos». Por eso su poder, inmenso, es al mismo tiempo debilidad inerradicable.
Ha de ser la voluntad consciente de los pueblos quien convierta esa tendencia a autodestruirse en liquidación, realizada por medio de la revolución. Si no existe tal voluntad, plasmada en una acción transformadora planeada, el sistema sobrevivirá e incluso se regenerará. La revolución resulta de la confluencia de los factores objetivos y de los subjetivos, de lo que es por sí y de lo que se hace que sea.
¿Cuál ha de ser nuestra línea de actuación?
Todo se fundamenta en responder, no sólo reflexiva sino holísticamente, a las grandes cuestiones e interrogantes de nuestro tiempo. Tal respuesta ha de ser: 1) objetiva, esto es, verdadera, 2) formulada desde el pueblo/pueblos, 3) dotada de sentido revolucionario, 4) más propositiva que crítica, 5) en construcción permanente, 6) efectuada ateóricamente, desde el sentido común, la experiencia y la condición natural del ser humano, 7) omnicomprensiva e integral, 8) universalista e integradora, 9) pensada y realizada para el siglo XXI, 10) formulada para vencer, esto es, para construir efectivamente un nuevo ser humano y un nuevo orden social, 11) teniendo al individuo real, a la persona, como punto de partida y como meta, 12) cordial y afectuosa, 13) que incorpore lo positivo del presente.
Tiene que ser la verdad, y no los intereses (grupales o personales), la potencia agente del cambio. Y no sólo la verdad, también la equidad natural, la imparcialidad magnánima, la voluntad de bien, el amor en actos. Quien busque su interés particular, como individuo, clase, sexo, etc., desacierta pues el obrar revolucionario, para serlo, ha de ser desinteresado y magnánimo, entregado a la realización de la verdad, la justicia y la libertad. El interés particular es el lema de la burguesía y la revolución integral es antiburguesa. En lo personal, quien obra en pos del propio interés resulta degradado pues el sujeto de calidad se construye desde el desinterés, la altura de miras, la pureza de intenciones y la grandeza de metas. Sin duda, existen intereses particulares legítimos y positivos pero han de ser parte secundaria
¿Es posible, es hacedero, ese procedimiento? Lo sea o no es el único revolucionario, la vía exclusiva para dejar atrás el actual orden social. En sí mismo, ponerlo en práctica, es la revolución. Ésta no es algo que sucede en el exterior de la persona, sólo en el ámbito de la sociedad, sino un acontecimiento también dentro, en lo profundo del sujeto, una revolución interior. Sin conversión íntima, persona tras persona, a un modo de vida nuevo no puede haber revolución del sistema socio-político, y si la hay, en un instante histórico excepcional, no puede mantenerse.
Desde la verdad y el desinterés hay que crear las fuerzas revolucionaria, que hoy no existen. El populacho, envilecido por el Estado de bienestar y el consumismo, las incesantes operaciones de ingeniería social y el adoctrinamiento mediático-educativo, el trabajo asalariado y el Estado policial, ha de regenerarse, tiene que revertirse en pueblo. El ser nada, el individuo anulado y degradado de la modernidad, ha de devenir ser humano. Sin estos dos cambios la transformación social es irrealizable, y los dos son parte decisiva de la mutación general de la sociedad. Bajo el actual régimen es imposible, por supuesto, que todo el pueblo/pueblos y todos los individuos vivan tal regeneración pero sí puede y debe hacerlo una minoría cualificada. Hoy los asuntos decisivos dependen de minorías, verdad tan indudable como desagradable de admitir, y se trata de constituir minorías inorganizadas y no-vanguardistas que compartan la vida de las clases populares sin conciliar con ellas ni disolverse en ellas.
La revolución sólo puede ser una emergencia de lo positivo y mejor del ser humano, una explosión de adhesión a la verdad, emoción por la virtud y altruismo militante que todavía, a pesar de la actividad destructiva del tándem Estado-gran empresa multinacional, sobrevive. Las revoluciones «proletarias» y «antiimperialistas» del pasado fueron un fiasco porque se sustentaban en lo peor del ser humano, el interés particular, el ansía de consumo, la avidez de mandar, el olvido de la persona, la mofa de la libertad, el aborrecimiento por la moralidad, el reducir el sujeto a objeto, el mecanicismo economicista, el frenesí por las doctrinas, las teorías y los dogmas.
Las ideas, ideales y programa revolucionario tienen que ser llevados a la gente común directamente, por difusión, como lo han hecho todos los movimientos transformadores de la historia. Las propuestas y aportaciones han de ocuparse de lo primordial, de las más fundamentales cuestiones de nuestro tiempo.
Lo primero es tener un cuerpo argumental bien fundado, amplio y rico a la vez que sintético y popular, crítico sin duda pero más aún constructivo y propositivo. Lo segundo es que sea lo suficientemente verdadero como para que la marcha de los acontecimientos, la experiencia social, lo valide en lo esencial en los decenios próximos. Lo tercero es que esté siempre en construcción para que resulte ampliado, enmendado y actualizado. Lo cuarto, que integre todo lo mejor que se vaya aportando y construyendo, provenga de donde provenga. Lo quinto es que sea útil en tanto que guía para la acción en las grandes crisis que periódicamente conocen todas las formaciones sociales, que pueden elevarse a situación revolucionaria y luego a revolución efectuada o desplomarse en las formas peores de totalitarismo.
La actividad transformadora de las sociedades es, en su meollo, una lucha de ideas en la que a fin de cuentas gana quien tiene mejores ideas, esto es, más verdaderas.
Cumplida esa condición, hay que darlas a conocer, hay que difundirlas. No es fácil, pues la censura, la exclusión y la calumnia son las respuestas actuales del sistema de dominación y sus agentes, a lo que se sumará pronto la represión. Pero no basta con un difundir intermitente, débil y escaso. Tampoco con tratar algunos asuntos dejando otros, pues la revolución es totalidad. Hay que lograr una masa crítica de análisis objetivos, desguace argumental de lo existente, refutación de la propaganda del sistema, enmienda de errores, explicación del programa y proyecto, para que tenga lugar un cambio en la conciencia.
Lo substancial es admitir que al desarrollar el factor consciente, al tratar sobre los grandes problemas de nuestra tiempo lo hacemos para poner en pie un movimiento popular plural, dinámico y autoconstruido que se enfrente con al actual sistema y lo venza. No nos quedamos en un simple obrar culturizador sino que pretendemos dar a conocer ideas e ideales que en una coyuntura favorable contribuyan a cambiar cualitativamente la historia. El primer paso es una revolución en las ideas, del que saldrá una revolución en las conductas. De una y otra surgirá una nueva sociedad y un nuevo ser humano.
Con ese convencimiento hay que constituir una masa crítica de proposiciones y formulaciones. Masa crítica significa que haya lo suficiente de tales como para lograr penetrar en el cuerpo social e impactar en la opinión pública, en sus sectores más conscientes, o avanzados. Ello depende de dos factores, la calidad de lo formulado (verdad, intensidad, pertinencia, rigor, sencillez, sublimidad, autenticidad, belleza, integralidad) y la cantidad y multiplicidad de los actos de difusión. La cantidad cuenta, y es cardinal, siempre que se sustente en la calidad. La cantidad incluye el uso de todos los procedimientos de difusión a nuestro alcance.
Alcanzar tal meta demanda crear ideas e ideales[1]. Para establecer qué asuntos de la realidad deben ser tratados se tiene que analizar nuestra sociedad y el estado concreto del individuo. Fijados cuáles son las cuestiones decisivas hay que establecer los contenidos en cada una de ellas, esto es, el discurso, lo programático, la parte propositiva y la narrativa. Esto es quehacer individual y también colectivo. A continuación viene la tarea de la difusión, del todo sustantiva. Para fijar los contenidos hay que interesarse por la epistemología, fomentar la libertad de conciencia y tomar a la experiencia como principal fuente del saber cierto, operando desde el sentido común, la sabiduría popular y el conocimiento experiencial, sin por ello ignorar la cultura clásica y las aportaciones contemporáneas de los saberes eruditos.
El individuo es lo básico y primero. Quienes sentimos la necesidad de un cambio revolucionario no debemos crear un sistema organizado porque, en el pasado, de los partidos ha surgido siempre una nueva burguesía que ha monopolizado el esfuerzo revolucionario popular, creando un sistema de dominación renovado, por lo general peor que el precedente. Además, los partidos y organizaciones similares dañan la creatividad individual, obstaculizan el despliegue de la iniciativa individual y grupal y, en definitiva, son ineficientes como fuerzas transformadoras. Así que lo más adecuado es mantener un sistema inorganizado con ayuda mutua cuyo fundamento es la responsabilidad individual (o del grupo, en su caso), para lo que ni siquiera debe ser considerado un movimiento sino un ente de afinidad sustentado en un estado de ánimo compartido. Tienen que haber unos límites, aceptar la idea revolucionaria, tomar la realidad como referencia y no ninguna teoría o sistema doctrinal, estar políticamente fuera de las instituciones, aceptar la pluralidad natural, no aspirar a tener poder personal o colectivo y esforzarse en ser sujeto convivencial.
De ahí se desprende que el sistema inorganizado de revolución integral no puede tener comunicados ni documentos fundacionales, u oficiales, al no poseer ningún sistema de ideas propio, más allá de unas escasas cuestiones elementales. Cualquier texto, por tanto, expresa el punto de vista de quienes lo suscriban, y puede haber tanto textos sobre una misma materia como se deseen elaborar. No hace falta debatir ningún asunto hasta llegar a acuerdos, o a desacuerdos, aunque sí hacerlo de modo que todos puedan exponer sus puntos de vista y todos aprendan en tal proceso cognoscitivo, quedando al libre albedrio y responsabilidad de cada cual lo que se admita y más tarde se haga público. Dado que la comunidad popular es, al menos hasta el momento, plural, cuanto mayor sea la variedad de las personas y colectivos mejor. Asimismo, conviene no abusar de la expresión «revolución integral», para evitar sea considerado como una realidad diferente a la gente común.
El sistema de actuación en común debe ser confiar en la pureza de intenciones, responsabilidad individual, virtud convivencial y espíritu creativo de todos los adheridos al proyecto revolucionario. Quien defraude esa confianza se excluirá él mismo. Al no haber un sistema organizado y al negar toda vinculación con las instituciones es improbable que emerjan mandones o déspotas, aunque la garantía mayor es que la calidad o virtud de las personas comprometidas sea máxima.
De la valía del sujeto depende lo más importante. La categoría de revolución integral, por sí misma, contribuye en mucho a formar a la persona, pues las estimula a hacerse cargo por sí, sin delegar en otros, de los grandes problemas de nuestro tiempo, le pone ante una tarea ingente y le espolea a ir sacando lo mejor de sí. Si la calidad de la persona dimana de la grandeza de sus metas resulta obvio que el proyecto y programa de revolución integral es excelente para lograr la mayor y más rápida mejora del sujeto.
El sistema de dominación busca anonadar y privar de autoconfianza al individuo, para hacerlo pasivo y dependiente. Lo mismo se da en las organizaciones jerarquizadas, donde los jefes y jefas se las apañan para mantener a las bases sometidas por medio de conservar y reforzar sus limitaciones, lacras y carencias. En oposición a todo ello la persona ha de reconciliarse consigo misma, admitir que sus capacidades son enormes aunque, por lo general, bastantes de ellas quedan inaplicadas y que ha llegado el momento de ponerlas todas en uso.
El proceso de acumulación de fuerzas para la gran transformación no es meramente un quehacer reflexivo o argumentativo, no se reduce a formular verdades y propagarlas. Eso es sólo una parte. En él ha de participar e implicarse la totalidad de lo humano y no sólo el entendimiento; la emoción y la pasión, la experiencia espiritual y la fuerza de la voluntad no menos que el intelecto. Irrenunciable es el componente convivencial, también porque estamos en la sociedad de la liquidación programada de las estructuras naturales de relación, por ende, de la soledad, el conflicto interpersonal y la depresión. Hay que rehacer a la persona como sujeto convivencial, reconstruir la sociedad a través de los lazos horizontales de la experiencia colectiva, el afecto, la amistad y el amor entre los iguales, refutar en actos el individualismo burgués, resocializar la sociedad y situar en un primer lugar la noción experiencial de amor al amor.
No menos determinante es el esfuerzo en pos de los valores. Esto no sólo requiere entrar en la refutación del aterrador sistema de disvalores que organiza la sociedad hoy sino que contiene dos elementos más. Uno es proponer los valores que se adecuan a nuestros fines y nuestro tiempo. El otro, ofrecer testimonio de ello con el propio obrar. La amoralidad e inmoralidad es consustancial al sistema de dominación, que de manera estructural crea sujetos desalmados, despóticos, brutales, codiciosos, egoístas, corruptos, insociables, deshumanizados, serviles, medrosos, irresponsables, débiles, hipócritas e inespirituales, de modo que es incurrir en moralismo, siempre inoperante, el pretender cambiar este estado de cosas sin transformar estructuralmente el sistema. Muy funesta es la inmoralidad que se manifiesta como «ayuda» y buenismo paternalista, un procedimiento de soborno y compra a gran escala con fines de integración, aculturación, corrupción y control.
La axiología y la ética son disciplinas prácticas, que se realizan en su aplicación y se avienen mal con disquisiciones doctrinarias. Se viven o no se viven, pero ahora es necesario en esto un hacer reflexivo y propositivo que rescate la ética del profundísimo pozo del desprecio, la burla y la descalificación, donde ha sido sepultada pérfidamente por los agentes del sistema, que la haga operativa para el siglo XXI y que la convierta en elemento de diferenciación entre los reaccionarios, o amorales, y los revolucionarios, morales necesariamente. La reconstrucción del sujeto tiene que ser prepolítica, fundamentada en lo que es el ser humano esencial, natural. Por tanto ha de ser axiológica en gran medida.
Aunque no es el momento de ahondar en el asunto, sí conviene decir que la estrategia revolucionaria ha de reservar un espacio para las luchas reivindicativas y las acciones espontáneas populares, por su importancia en sí y para no dejar en esto el campo libre a los demagogos y los populistas.
La revolución la hace el pueblo (definido como los sin poder, los dominados, los sin libertad), y no los partidarios de la revolución integral, salvo como parte del pueblo/pueblos. Tales somos un sector de la sociedad que realiza aportaciones, necesarias sin duda, pero que son únicamente eso, aportaciones. Al mismo tiempo, hay que definir más extensamente nuestra función en el cambio social, que se sitúa en el fortalecimiento del factor consciente y de la vida espiritual toda.
En conclusión, la estrategia adecuada podría consistir en comprender nuestra época en sus problemas más decisivos, tratar éstos y el conjunto con verdad y sentido revolucionario estableciendo contenidos, ocuparse de la totalidad de la vida anímica del ser humano y no sólo de la reflexiva, y hacer un enorme, continuado y variadísimo trabajo de difusión, a partir de la iniciativa personal y los sistemas colectivos de ayuda mutua manteniendo el sistema de inorganización.
Ahora, en tiempos de calma social, hay que sentar los fundamentos de lo que será decisivo en los tiempos por venir, de tormenta y convulsiones.
[1] Hoy eso es, paradójicamente, más fácil y hacedero que en el pasado. Al haberse expandido tantísimo el aparato de adoctrinamiento y propaganda del sistema se ha hecho tan colosal que resulta sólo parcialmente gobernable y controlable desde arriba. Por eso, entre la masa descomunal de medias verdades, mentiras más o menos hábiles, reflexiones tendenciosas e informaciones seleccionadas se hallan, de vez en cuando, materiales informativos bastante útiles, si se usan con sentido crítico, para continuar construyendo los contenidos que necesitamos. Es este un ejemplo del modo que operan las contradicciones internas del sistema, que se debilita al fortalecerse.
Félix Rodrigo Mora