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  • Autor de la entrada:Antón Dké

Introducción: sobre las naturales pandemias causadas por virus y las inoculadas por nacionalismo (de alcance tan global y no menos letal).

Entre la acción combinada de la pandemia de la viruela y la invasión colonial de los conquistadores europeos, la población americana, estimada en doscientos millones de indígenas, se vio reducida en un 95%. Pues bien, aún contando que fuera exagerada la matanza de indígenas atribuida a la Colonización, lo cierto es que aquella pandemia, como luego se ha comprobado en todas, fue aprovechada por los conquistadores (estados e imperios) para debilitar aún más la resistencia propia del sistema de inmunidad natural, mediante la expulsión de la población indígena de sus casas y tierras, con la imposición de trabajos forzados y con un radical empeoramiento de las condiciones de vida. Ellos los conquistadores, no padecían esas situaciones y aunque fueran portadores de la enfermedad, siempre serían afectados en una ínfima proporción, confinados como estaban en su posición privilegiada y dominante, por lo que podían saber que en la pandemia tenían un cómplice, un perfecto aliado de la conquista. Preguntémonos por las posibles similitudes de circunstancias en la pandemia que ahora sufrimos, no nos será muy difícil preveer la distribución de efectos en esta pandemia de ahora, a quiénes les tocará el papel de víctimas y a quiénes el de beneficiarios y supervivientes. ¿Quiénes son los indígenas y quiénes los conquistadores en esta pandemia? Lo cierto es que las enfermedades son mucho más letales cuando las víctimas ya se encuentran en situaciones mortíferas.

Las pandemias son una constante de nuestra humana historia, una fuerza de la naturaleza imposible de erradicar, sólo su relativa contención y tratamiento paliativo nos parecen posibles, no su curación ni su eliminación definitivas. Pero no está justificado que pensemos lo mismo de la bestia colonizadora, del leviatán estatal, no que lo situemos en el mismo pedestal, a la altura de las pandemias naturales imposibles de erradicar, no que lo aceptemos como bíblico castigo, necesariamente a soportar como enmienda a nuestro presunto e imaginario abandono del Edén, ya se produjera éste por huída o por expulsión. Por eso que aquí no se hable de apresuradas necesidades tácticas (que si izquierdas o derechas, feminismos y ecologismos, independentismos soberanistas, que si cambios climáticos, planetas reciclables, emigración sostenible, rentas universales, que si estilos de consumo y entretenimiento a la carta), no sin antes hablar de principios y estrategia, no sin antes hacer una coherente evaluación de la historia contada, esa carente de sujeto, un ciego autorrelato de sí misma o, lo que es lo mismo, sin hablar de quién domina las malas artes de la historia-escritura. Hacerlo será necesario en su momento, hacerlo ahora, con prisa, sería un error fatal, una vuelta más en la jaula circular en la que ya venimos pedaleando desde hace demasiados siglos, las generaciones de humanos, como si fuéramos un sólo hamster, temeroso de que la máquina se pare. Mejor es ir al grano, averiguar cuanto antes la identidad de esa semilla de la que igual nacen pájaros que jaulas-máquinas destinadas a encerrarlos.
Lo que estoy proponiendo es abordar un orden lógico de prioridades, primero un acuerdo de principios y estrategia, saber quiénes hacemos qué y luego cómo y cuando lo hacemos.

EN SU FORMA ÍNTEGRA, LA DEMOCRACIA NO PRECISA DE UNA IDEOLOGÍA PREDETERMINADA, y aunque nunca pudo darse completamente en esta forma, ello no justifica que tengamos que aceptar con eterna resignación unas democracias sucedáneas como mal menor. Todo individuo consciente sabe en qué consiste la democracia hoy inexistente y, sin embargo, la sociedad en su conjunto ha sido convencida en la creencia de su imposibilidad. “Porque así lo demuestra la historia de la humanidad”, se dice. La historia se impone como relato fijo e inamovible que nos ata, irremisiblemente, a un destino necesariamente determinado como perpetua lucha de clases, en teoría resuelta a favor de la clase que en cada época logre ser dominante y que, en la práctica, siempre acaba siendo la misma. Lo que realmente viene sucediendo, como la misma historia pone en evidencia, es que a pesar de esa ley de la alternancia, ésta es sólo interna, se produce sólo en el seno de una única clase dominante, la integrada por propietarios y/o gobernantes, auxiliados por una amplia base de subordinados que lo son por sentirse beneficiados.

Con escasas variantes, su composición es sustancialmente la misma desde el orígen de los estados de la Modernidad y su primera revolución burguesa (siglo XV, el de la primera globalización, tras la conquista del continente americano), la que luego sería “ilustrada”, segunda revolución burguesa, la del llamado “siglo de las luces” o de la Ilustración, conformada en el espacio histórico que media entre finales del siglo XVIII y principios del XIX. Esta segunda revolución burguesa vino a profundizar en su propia justificación existencial, ampliando su misión “evangelizadora” aplicada primero a los pueblos indígenas, en los territorios conquistados, y extendida ahora al resto de la humanidad “atrasada”; ésta fue y sigue siendo su declarada finalidad: “disipar las tinieblas de la ignorancia de la humanidad mediante las luces del conocimiento y la razón”. Tanto los indígenas como el resto de la humanidad gobernada, tuvieron que creérselo por fuerza, por necesidad, o por ambas causas a la vez, en medio de un dilema todavía no resuelto a día de hoy.

A poco que se analice el devenir histórico, la Ilustración se desvela como fase de perfeccionamiento y globalización de aquella “genuina misión evangelizadora” que asumió para sí la burguesía ilustrada dominante, misión que en el siglo XV le obligaba a imponer la fe en un sólo Dios verdadero, bajo pena de muerte, para luego matarlo, doscientos años después, imponiendo otra religión todavía más ilustrada, definitivamente fundada en la razón y en la ciencia, o sea, en su versión moderna y racional, su idea de Progreso.

Y aún así, tendría que llegar una tercera revolución burguesa, la de las Constituciones liberales y “democráticas”, la constituyente de los modernos Estados nacionales y consagradora de las actuales democracias. Por eso que hoy se hable de aquellas primeras constituciones liberales como inicio de la Democracia Definitiva, definitiva forma de gobierno y definitiva forma de vida. Esta es la ilustrativa lista de aquellas primeras constituciones: EEUU (1787), Venezuela (1.811), España (1.812), Francia (1.848), Argentina (1.853) y la constitución no escrita de Inglaterra, fraguada entre 1.832 (ley de la Reforma) y 1.911 (ley de los whigs, apodo despectivo con el que popularmente fue conocido el Kirk Party o Partido de la Iglesia, facción presbiteriana radical).Es decir, que su actual edad es de poco más de doscientos años, apenas un tercio de los casi seis siglos que durara el imperio romano. Incluso disponemos de datos comparativos que nos permiten afirmar que su composición y estructura clasista nunca fue sustancialmente diferente a la división social por estamentos que fuera propia del orden feudal previo a la primera revolución burguesa.

No olvidemos que todos los estados surgen con vocación imperial, abocados a su propia expansión, a la conquista de nuevos territorios y poblaciones. Si para hallar el origen de los estados tendríamos que remontarnos a la fundación de las primeras ciudades agrarias del neolítico, probablemente sumerias, sin embargo no es hasta su conformación moderna, a finales del siglo XV, cuando queda establecido lo básico y sustancial de su actual forma, primero moderna, luego ilustrada y definitivamente desarrollista o como le gusta llamarse, “progresista”.

Consustancial a esta democracia definitiva es la institución del Parlamento como representación de la Nación, que es así un concepto netamente estatal, que le sirve al Estado para nombrar su producto más acabado: la representación figurada de una “comunidad nacional”. Así es porque, siguiendo su genuina vocación evangelizadora e ilustradora, el “nuevo” Estado Liberal quiso tener la adhesión voluntaria del Pueblo (al que ahora llama Nación), porque ha pensado que eso es más racional y que le conviene más que tener su adhesión por imposición, mediante el uso de la fuerza. A partir de tal hipótesis, la voluntad de la Nación sólo puede conformarse como correspondiente a una parte mayoritaria del Parlamento que representa a la Nación, que a su vez representa al Pueblo. Un Pueblo que nunca fue UNO y que cuando la realidad podía “no ser estatal”, fue una pluralidad múltiple de pueblos o comunidades, que nunca crearon Estado alguno, ni sintieron nunca esa necesidad.

Desde los tiempos neolíticos, las comunidades humanas a sí mismas se llamaron “pueblo” con el sentido colectivo de habitantes o pobladores de un lugar (aún seguimos haciéndolo), si bien, mucho antes, los individuos de las tribus paleolíticas se llamaban “humanos” a sí mismos, por distinguirse del resto de las especies. No hubo que esperar mucho tiempo hasta que la palabra “pueblo” fuera usada con significado bien distinto, para distinguirse no de individuos de la misma especie, sino de los “otros humanos”, aquellos que tienen que trabajar para vivir, porque no poseen tierras ni esclavos, los que no son sacerdotes, ni soldados, ni gobernantes. Esa es la otra acepción de Pueblo: “los que no son como nosotros”, a los que por su bien y el de toda la Nación, nosotros estamos obligados a educar y gobernar.

El trabajo forzado se ha justificado por la condición de ser extranjero, de ser cautivo de guerra, de ser deudor, de no tener sangre noble, de nacer en el continente equivocado, de ser delincuente, de ser proletariado e, incluso, de ser enemigo del proletariado. Pero al final el resultado ha sido el mismo desde que surgiera el Estado, la bestia o leviatán que dijera el señor Hobbes con su bíblica imaginación. Los “zeks”, en ruso, era el nombre que en los gulags se daba a los condenados a trabajo forzado en tiempo de Stalin; desde mucho antes, la misión del Estado ya fue esa misma: convertir en zeks a esos otros, a los del Pueblo, condenados a trabajo forzado.
He ahí su consecuencia, ésta civilización de la que hoy formamos parte, constituida para ser definitiva, bien resumida en la infame metáfora bíblica del odioso filósofo Thomas Hobbes, en su apología del poder estatal, cuando decía que “lo único que les corresponde a los súbditos es obedecer”.

NO ES LA PRIMERA NI ÚLTIMA VEZ QUE DIGA LO QUE SIGUE. Que la revolución es un concepto ambíguo, que sólo expresa un deseo de alternancia en el gobierno, es decir, en el interior de un mismo sistema. Valga como ejemplo el cristianismo, su revolución contra Roma y seña de identidad de la llamada civilización occidental, que al igual que propició un sentimiento de fraternidad entre las gentes del común y que diera ocasión a formas de vida comunitaria, también fue instrumento en manos de las élites para instaurar la creencia en la necesidad del gobierno de éstas, por designio de un mismo y único Dios, como sucediera con todas las religiones monoteístas y en el resto de civilizaciones.

Sin dejar de reconocer el valor referente de la revolución altomedieval, en la que las comunidades populares, sea por el ejemplo de las rebeliones bagaudas o del monacato cristiano, lograron un alto grado de autonomía y autogobierno, eso no me impide ver sus enormes limitaciones, ni los errores que les llevaron a aceptar los fueros, su pacto con los reyes, que significara su aceptación del estado de sumisión, del Estado que así pudo perfeccionarse y tener continuación hasta nuestros días. Y, por tanto, no considero ideal ni válido para hoy aquel modelo, que necesitamos superar en mucho si queremos acercarnos a una democracia verdadera, integral y directa, como autogobierno comunitario, en verdadera asamblea soberana pactada entre iguales.

Por mi parte, tienen parecida consideración todas las revoluciones proletaristas surgidas de la modernidad, que en su resolución fáctica, todas concluyeron en repúblicas tan absolutistas o más que las derrocadas monarquías de antaño. No tenemos, pues, un modelo histórico de democracia al que agarrarnos, hay que crearlo a la luz de los errores históricos, como enmienda a la totalidad y a partir de principios que hoy no podemos seguir suponiendo, que sólo pueden ser resultado de un pacto entre iguales. No es ésta la primera vez que expreso mi propuesta de principios para tal pacto:

1. Respeto y exigencia absoluta por la libertad y responsabilidad del individuo social que somos. Este individuo libre y responsable sólo puede ser autoconstruido y sólo él es constructor de la comunidad en la que poder convivir con otros individuos igualmente libres y responsables.

2. Compartir el uso de los bienes naturales que produce la Tierra y de los que producimos socialmente, tanto los materiales como los intangibles y procedentes del Conocimiento humano; lo que implica la abolición de toda forma de propiedad o apropiación de estos bienes de naturaleza comunal, porque sólo su uso comunal ha de ser considerado legítimo y sólo a la comunidad productora y pobladora del territorio en el que dichos bienes existen o son transformados, le corresponde la gestión ecológica y social de su producción, transformación y distribución para el consumo autosuficiente, para la donación de excedentes o para su intercambio con otras comunidades de iguales.

3. Constituir Ayuntamientos del Común a escala global, como forma de autoorganización social de los individuos y comunidades que conviven en un mismo “país” o territorio, delimitado éste tanto por la autosuficiencia de bienes naturales y sociales como por su espacio físico de relaciones comunitarias. Y en todo caso, por voluntad soberana de la asamblea comunitaria y en subsidiario grado de proximidad y relación comunal, que va desde la comunidad doméstica (casa) a la de vecindad (localidad) y de ésta a la de paisanía (territorio, comarca o país). Más allá podrán darse relaciones de cooperación y ayuda mutua entre individuos y entre comunidades, de intercambio y hasta de fraternidad, pero no el autogobierno, no la soberanía popular, que sólo es real en modo de democracia integral, necesariamente directa y convivencial, es decir, cuando lo que se decide es sobre lo común y compartido, donde la soberanía individual como la comunitaria han de ser plenas, no puede ser relativa, ni simulada o representada. Este principio supone la abolición de toda forma de Estado como de cualquier otra forma de institución impuesta sobre la voluntad soberana de la asamblea de cada comunidad.

4. Desarrollar globalmente, en todas las escalas territoriales, redes confederales de cooperación y ayuda mutua, al modo de mancomunidades de bienes y servicios, con respeto de la plena soberanía de las comunidades integrantes. Este principio supone la abolición de todo el entramado institucional de organizaciones “internacionales” actualmente existentes, que sólo responden a las necesidades y voluntad totalitaria de los Estados, en proporción a su correlación de fuerzas.

Estos cuatro principios a mí me parecen suficientes para armar ese pacto global del común al que vengo refiriéndome como condición de partida, a fin de provocar una integral y verdadera revolución democrática y, por tanto, antisistema. Con un mínimo realismo, hemos de pensar que no será viable sino como un largo proceso de resistencia y autoorganización popular, no como alternativa a ningún gobierno, sino al orden totalitario que hoy sigue siendo hegemónico, el de los estados nacionalcapitalistas. Nadie podrá soñar, ni a nadie podremos engañar, pensando y prometiendo una revolución acabada y de efecto inmediato. Por eso que tengamos una prisa razonable, conscientes de que tenemos todo por hacer, mientras prosigue y se acelera la acción corrosiva del adorado leviatán del señor Hobbes y sus seguidores, liberales, proletaristas y fascistas.
Contra esa bestia y su colosal poder hemos decidido rebelarnos y proponer la insurrección a quien quiera formar parte de este Pacto Global del Común.

LIBERTAD Y COMUNIDAD EN CONDICIONES DE IGUALDAD: UNA COMUNIDAD DE LIBERTADES. Nosotras y nosotros, individuos del Común, no renunciamos a la libertad que nos constituye, ni a la responsabilidad que ésta conlleva. Ni aunque esta renuncia fuera voluntaria y aceptada masivamente, ni aunque fuera el precio a pagar por la continuidad y reproducción de nuestra especie, porque, como demuestra nuestra propia experiencia vital y también la histórica, esa renuncia es el camino más directo a la extinción.
Por ello, desde la conformación burguesa de la sociedad estatal/capitalista, somos conscientes de permanecer atrapados en una deriva regresiva, más desde su extensión a todo el orbe, dotada de poderosas instituciones coercitivas a disposición de las élites dominantes, propietarias y gobernantes, en grado no conocido por ningún estado o imperio precedente. Nunca como ahora las élites pudieron contar con tanto poder, nunca tuvieron tantos resortes favorables a su proyecto totalitario, de absoluto dominio sobre los individuos, las comunidades y, por extensión, sobre el conjunto de los bienes que la Tierra produce como los producidos mediante el trabajo y el conocimiento humano.

La igualdad de acceso a los bienes de la Tierra y del Conocimiento es condición de libertad y comunidad, tan necesaria a la libertad del individuo como a su convivencia en comunidad. Las desigualdades debidas a las naturales diferencias de cualidades físicas e intelectuales, sabemos que generan envidia. Y aquellas que son artificiales o estructurales, sabemos que siempre generan concentración y acumulación de poder, dominio por violencia, por robo o por engaño (o por todo junto), de lo personal y lo común, sumisión y esclavitud al cabo. Las desigualdades naturales no tienen solución que no provenga de las cualidades humanas desempeñadas en las relaciones privadas, personales, pero sí la tienen aquellas derivadas de la organización social, en el espacio relacional que entendemos como vida pública o política, de las comunidades. En todos los casos, sabemos que las desigualdades, tanto personales como políticas, siempre serán origen de conflictos, correspondiéndole a cada individuo y a cada comunidad dotarse de normas propias para su mejor gestión, siempre a favor de la libertad y la convivencia. Cierto que la democracia directa no puede garantizar la total ausencia de conflictos, pero igualmente cierto es que en ella nadie podrá esconder, justificar o excusar sus propias decisiones y responsabilidades aprovechando el anonimato de la masa.

VALORAMOS LA REBELDÍA DE QUIENES NOS PRECEDIERON, la de todos los individuos y organizaciones sociales que a lo largo de la historia humana han resistido e intentado corregir la deriva totalitaria y destructiva de imperios y estados, especialmente a partir de su sofisticado perfeccionamiento en la modernidad burguesa. Pero ello no nos impide ser conscientes de los errores que condujeron a la derrota continuada de aquellas rebeldías, que sea por claudicación o connivencia, han acabado reforzando el orden al que se oponían. Nos referimos a las ideologías de la modernidad , liberales, proletaristas (marxistas y anarquistas) y fascistas. Tenemos identificado su común y original error, no es otro que la idea de “nación”, esa ilusoria idea de comunidad que todas las burguesías, grandes y pequeñas, imaginaron como ampliación “natural” de las comunidades humanas, obviando que es un artificio de su propia invención. Es el Estado quien crea la nación para legitimarse y justificarse a sí mismo, para ocupar el sitio de las comunidades reales, que así son neutralizadas y anuladas.

Naciones opresoras (con Estado) y naciones oprimidas (con o sin Estado) son igualmente nacionalistas y capitalistas, es decir, propiamente burguesas, todas responden al mismo propósito estatal de dominación. La prueba definitiva es que todas las revoluciones acaecidas en la Modernidad, hasta las más independentistas, proletaristas y anticapitalistas, concluyeron en Estados nacionalcapitalistas. Y ninguno de ellos resultó menos totalitario que su precedente, véanse todos los casos, de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, de la República Popular de China, de las repúblicas del Vietnam, de Korea, Argelia, Cuba, Venezuela…junto a un larguísimo etcétera de estados, unos “exitosos” y otros fallidos, como es el caso del monárquico estado español. Sus diferencias ideológicas no ocultan su común consecuencia: la producción de sociedades-masa, sólo posibles a partir de una sistemático proceso de desindividualización, del aislamiento de cada individuo, del arrasamiento de su libertad de conciencia y de toda posibilidad de convivencia en comunidad. Sin libertad ni comunidad, el individuo resultante es un irresponsable nato, incapaz de convivir en comunidad, su anulada individualidad sólo encuentra acomodo en el anonimato que le ofrece la sociedad de masas, tomada ésta como “representación” de comunidad, en una ficticia comunidad nacional.

Sólo sobre esta ausencia de individuos y comunidades realmente libres y autónomas, logran los Estados crear sus “naciones” sucedáneas. Todo Estado busca ser él mismo sociedad, nutrirse de las multitudes, sea cual sea la facción ideológica predominante en cada circunstancia histórica. ¿Cómo extrañarse hoy de que en mitad de la más grave y global de sus cíclicas crisis, muchos Estados reculen a su versión nacionalista más genuina y exacerbada, la más nacionalista, la fascista?, ¿cómo, si el fascismo nunca se fue, si representa la consustancial necesidad de culto al Estado (nacionalismo) que comparten todas las izquierdas y derechas herederas de la revolución burguesa?, ¿cómo, si fueron necesarias dos guerras mundiales, una guerra fría, una revolución cultural, la caída de más de un gobierno ultraliberal y la del muro de Berlín…sólo para hacerlo momentáneamente “presentable”, un “estado de bienestar”, entre socialdemócrata y neoliberal?

MEJOR QUE A UNA ILUSORIA ESPERANZA, NOS AGARRAMOS A LA REAL NECESIDAD DE RESISTENCIA. Asumimos la tarea de promover y construir un nuevo paradigma revolucionario-integral como enmienda a la totalidad del sistema al que nos enfrentamos, cierto que con escasas probabilidades de éxito dada la diferencia de fuerzas. Conscientes de ello, no nos aferramos a ninguna esperanza ilusoria, sólo a la necesidad de hacerlo, una balsa en la que resistir, una balsa para la supervivencia y el combate. De la historia hemos aprendido a no ser ingenuos, por ella sabemos que no basta la virtud para vencer, que además nos será necesaria la fuerza que hoy no tenemos. Paso a paso, la estrategia primera es no desfallecer y saber que ahora puede ser más útil a la revolución integral un buen manual de resistencia y ayuda mutua -que incluya enseñanza práctica sobre horticultura y pastoreo-, mucho más que una biblioteca entera de filosofía o de ética.

¿QUIÉN DIJO QUE EL MAÑANA ESTÁ ESCRITO? No les falta parte de razón a quienes nos increpan, diciendo que nuestras vidas están igualmente atrapadas en las mismas contradicciones que la sociedad a la que denunciamos. Pero también es verdad que, a diferencia, estamos entrenando nuestra libertad de conciencia y que ésta es un buen primer paso, no suficiente, pero sí condición necesaria para la resistencia y la revolución. Ahora toca hacer lo dicho, ensayar la libertad a pecho descubierto, formar comunidad en muchas balsas, no vemos otra manera de combate, ni otro modo de coherencia. Llegada esta hora, ya no podemos entretenernos en la crítica sólo intelectual y dialéctica, referida sólo a aquellas parcelas de conocimiento derivadas de nuestras personales simpatías, que siempre encontrarán argumento para ésto y lo contrario y que en su metódica duda siempre acaban por beneficiar al estatus de sumisión, a la aceptación de lo impuesto, bajo la misma sentencia que tenemos tan oída: “mejor quedarnos como estamos, porque será imposible ponernos de acuerdo”, así se dice que cada cual tire por sus propias afinidades ideológicas, sigamos votando y que nos gobierne quien más pueda, quien más sume, aunque la suma sea cero, que “no siendo ésta la mejor democracia, sí es la única posible”. Esta docilidad es nuestro mayor enemigo, de envergadura similar a la del propio aparato del Estado, contra ella habremos de librar la primera y principal batalla.

Quienes se sientan involucrados tendrán que desconectar de la Nación o sociedad de masas, librar en paralelo una batalla interior contra su propia querencia del rebaño y la granja, asumir la orfandad y la intemperie en la que nos deja la libertad de conciencia, fundar con ella una democracia o comunidad real, por pequeña que sea, de individuos igualmente libres. Claro que cabe la probabilidad de que no seamos capaces…o sí, ¿quién dijo que el mañana está escrito?

DE TÁCTICA Y ESTRATEGIA: LA REVOLUCIÓN NECESARIA SERÁ DE INICIATIVA PERSONAL, LOCAL, GLOBAL Y DIFUSA, O NO SERÁ INTEGRAL NI REVOLUCIÓN. La iniciativa revolucionaria personal es ineludible, porque sólo individuos libres puede fundar comunidades de individuos “igualmente” libres. Las libertades colectivas son una falacia, podremos llamarlo autonomía/soberanía colectiva, pero no libertad, que es potencia exclusivamente singular, individual.
Tiene que ser iniciativa local, porque es en las relaciones de proximidad donde se producen la práctica totalidad de las relaciones de convivencia, en donde la comunidad es esencialmente corpórea y no virtual, donde no puede ser imaginaria como la del Estado/Nación, ni tampoco te puede ser impuesta por quienes no sean tus iguales, porque sólo es posible a partir de un pacto o acuerdo entre iguales. No son entelequias abstractas, sino individuos concretos, conviviendo en concretas comunidades por grado de proximidad: comunidades domésticas, vecinales y geográficas o territoriales, a las que llamaremos de “paisanía”, porque entre sí las personas se reconocen allí como paisanas, por compartir un mismo país o paisaje, unos comunes bienes naturales y unos comunes bienes sociales, originados en el ámbito material y relacional de la convivencia. Más allá de ese ámbito paisano será posible la solidaridad, el intercambio de bienes, incluso la fraternidad universal, pero no la democracia, que para ser real sólo puede ser directa, convivencial y comunitaria, fundada en relaciones de participación vital e igualitaria, pero no en su representación, que siempre será irreal, abstracta y arbitraria.

La revolución ha de ser, pues, local y comunitaria, necesariamente tan antinacionalista como anticapitalista y tan integralmente ecológica como integralmente femenina. Porque sólo localmente puede ser desmoronado el edificio del Estado/Nación, por su base personal y social más concreta y real, allí donde la gente convive y se relaciona directamente.
La identificación y conocimiento de los mecanismos de poder con que cuenta el Estado, es por sí una primera herramienta de combate: conocer su aparato burocrático y cohercitivo, el despliegue institucional y propagandístico que le sirve al Estado para lograr la “integración nacional” y, con ésta, la sostenibilidad y reproducción del orden dominante. Con este conocimiento sabremos que su sistema de producción/reprodución tiene su talón de Aquiles en la vida local y cotidiana, que sólo desde ese suelo cabe alguna posibilidad de derribo, segándole los pies, minando sus cimientos locales, en los lugares donde están las materias primas y las personas que con su conocimiento y creatividad, con sus habilidades y cooperación, las transforman mediante trabajo personal y comunitario, no en el caótico y abstracto maremagnum de las multinacionales, de los mercados y las finanzas globales. Sólo local y comunitariamente se puede hacer una gestión real y directa de los ecosistemas en modo realmente sostenible y soberano, radicalmente democrático y contrario al ecologismo oficial, de sostenibilidad meramente estética y propagandística, pura cáscara publicitaria dirigida a reciclar y renovar el modo de producción capitalista.

Y sólo con las mujeres en pie, como iguales, la revolución integral es posible. Porque sólo en el ámbito vital y cotidiano puede ser neutralizado el patriarcado, tan viejo y tan renovado como el propio Estado, para derribarlo con actos reales y efectivos, no a base de leyes y policías, no a base de instituciones propias del machismo social auspiciado y fomentado por las instituciones estatal-capitalistas, cuyo paternalismo “protector” de las mujeres, sólo las debilita, sólo tiene intención clientelista, electoral, cautiva. Ese camuflaje no es posible en democracia directa, en comunidad, cuerpo a cuerpo, entre individuos naturalmente diferentes y socialmente iguales, hombres y mujeres.

Y tiene que ser global, necesariamente fundada en un pacto/compromiso de básica fraternidad universal, que haga posible la cooperación y convivencia entre comunidades e innecesarias las guerras y los Estados que las promueven en su disputa por la conquista de más territorios o dominios, de más población y producción, de más ganancia exclusiva de sus titulares, que así se convierten en los más fuertes y astutos, los más brutos. Siendo pactada la comunidad universal de los bienes de naturaleza común y global, como son los bienes naturales que en abundancia posee y produce la Tierra por sí y en su conjunto; y como son también los bienes intangibles o culturales, no menos abundantes, producidos socialmente y derivados del conocimiento humano, que a su vez es producido, acumulado y transmitido entre generaciones, entre comunidades o pueblos, por todo el planeta.

Y la revolución ha de ser necesariamente difusa, como una guerra de guerrillas que asesta golpes de mano no previsibles por ningún Estado Mayor, por ningún ejército. Sin centro dirigente ni operativo, pero reconocible en sus efectos. Empleo táctico de legalidad e ilegalidad, con los principios por delante de los fines y sin olvidar nunca la debida amabilidad con los iguales, incluso aquellos que piensan y se comportan como si no lo fueran.

LO LLAMAMOS AYUNTAMIENTO DEL COMÚN porque eso es: un ajuntamiento voluntario de quienes previamente se reconocen como iguales, que también han pactado compartir en comunidad la Tierra y el Conocimiento, declarados éstos Procomún Universal, en contra de las leyes de la apropiación (privada o pública) pactadas por la alianza de los Estados, sus gobiernos y corporaciones.
Deber de uso, de propiedad universal y compartida, con los iguales y con todas las especies, no derecho de robo institucionalizado, no consentimiento legal de la depredación, no a costa del conjunto de la vida de la que nosotros, los humanos, somos parte. Lo llamamos así, ayuntamiento del común, en denuncia de la evidente falsedad de los “ajuntamientos” estatales, donde la gente somos ajuntados y clasificados por voluntad superior y ajena, donde no cabe la voluntad propia. Esa comparación, entre las dos formas de ajuntamiento es fundamental y es estratégica.

Lo pensamos y lo hacemos, por corpórea y concreta necesidad vital, al margen de toda razón abstracta, moderna o ilustrada. Todo por sobrevivir y experimentar la alegría de vivir juntos, de convivir, por acceder a la posibilidad de ser uno por nosotros mismos, cada cual; no por agregación ganadera, no por agradecimiento ni compasión, no por ser salvados y educados y, menos aún, por concesión o derecho de rebaño, ni por ninguna “buena intención” caritativa o burguesa. No por imperativo de ninguna autoridad “competente”, ya provenga directamente de las esferas celestes o por intercesión de sus representantes estatales, aquí en la Tierra.

LA DEMOCRACIA Y EL ESTADO SON SISTEMAS INCOMPATIBLES Y LOS IZQUIERDISMOS NO SE HAN ENTERADO. Desde sus orígenes antíguos, todos los Estados fueron coloniales, con vocación de imperio, todos estuvieron dirigidos a la conquista de nuevas tierras y pueblos y todos fueron y siguen siendo nacionalistas, todos necesitaron y siguen necesitando crear una “nación”. Siempre fueron las élites sus propietarias titulares, necesitadas de concentrar la fuerza coercitiva -legislativa, militar, económica y política-, que les permitiera la concentración y acumulación de propiedad y capital, el dominio en definitiva sobre los individuos, la sociedad y la naturaleza. Incluso los más pequeños Estados son nacionalistas y todas las llamadas “naciones sin Estado”, como a sí mismos se denominan los movimientos indigenistas e independentistas, como los de Cataluña, País Vasco, Chiapas, Irlanda, Kurdistán o Palestina, etc, todos son nacionalistas o estatalistas en esencia, condenados a repetir el mismo error y fracaso histórico de todas las revoluciones nacionalistas: su deseo de ser Estados, nacionalismos “mordedores” (con Estado) o nacionalismos “ladradores” (sin Estado)(*).

No podemos interpretar de forma muy distinta a todos los movimientos identitaristas y ecologistas que no cuestionan el Estado, ni siquiera a los feminismos que se acogen al cobijo de las constituciones estatales, a su falsa legitimidad, con resultado necesariamente distractivo y, en definitiva, funcional al sistema nuclear (nacionalista) de la dominación. Como no podemos ignorar la complicidad del izquierdismo proletarista en ninguna de sus versiones, ni las marxistas (socialistas o comunistas), todas proclives al Estado en flagrante contradicción de sus propios principios; ni los proletarismos en sus múltiples versiones anarquistas, que siendo todas ellas críticas y contrarias al Estado, históricamente han sido incapaces de proponer un programa que no fuera abstracto, sino concreto y revolucionario, radical e integralmente democrático, es decir, tan libertario como antiestatal y anticapitalista.

Tras la violenta recomposición resultante de la Segunda Guerra Mundial, asistimos a la “globalización” como nuevo escenario de la tradicional guerra comercial/militar entre estados nacionalistas y coloniales, en la que compiten jugándose formar parte, o quedar excluidos, de la nueva geometría de bloques en ciernes, que no es sino la forma postmoderna o contemporánea en la que están conformándose los nuevos imperios en disputa: China-Rusia, USA-UE, principalmente.

EL TRANSFUGUISMO PRACTICADO A IZQUIERDA Y DERECHA DE LOS PARLAMENTOS NO ES UN FALLO DE LA DEMOCRACIA BURGUESA, NI UNA SIMPLE Y ANECDÓTICA EXCEPCIÓN DEMOCRÁTICA. El transfuguismo expresa diáfanamente la contradicción consustancial de las democracias parlamentarias, la que nos refiere a la corrupción constituyente del sistema democrático propio de los modernos Estados. Las democracias de esos estados son incompatibles con la libertad de conciencia, ésta es negada tanto a electores como a elegidos y el transfuguismo es su solución o escapatoria sólo aparente, contradictoria y falsa en esencia.

El tránsfuga no ha sido elegido personalmente, lo es como representante de un partido, pero el acta que le acredita es de su propiedad personal. Si, por su libertad de conciencia, cambiara de tendencia, será traidor a su partido y a sus electores; y si no lo hace, será traidor a su conciencia. Su libertad es así imposible y el voto de los electores carece de todo contenido y significación democrática. En ningún caso el elector puede hacer nada, ni premiar ni castigar, ni por mérito ni por traición, para hacerlo tendrá que esperar unos años, a que haya otra ocasión. Así, el transfuguismo no es fallo, anécdota ni excepción, sino expresión de la falsedad constituyente de la democracia representativa y parlamentaria, de su naturaleza partidista y totalitaria original.

Sólo en democracia asamblearia o directa, sin intermediación partidista, podría ser respetada la libre voluntad de electores y elegidos, que en todo momento conservan su libertad de conciencia y su poder político, que a unos les permite cambiar libremente de tendencia y a otros revocar a los electos en todo momento, cuya acción política en democracia directa es por delegación de la soberana voluntad de cada elector, que así no puede ser representada, ni sustituida, ni traicionada.

EPÍLOGO AMISTOSO, A NUESTROS PARIENTES, AMIGOS Y VECINOS. Y A TODOS LOS TRAIDORES, DE DERECHAS Y DE IZQUIERDAS. Tienen toda la razón quienes desde los izquierdismos socialdemócratas, marxistas o anarquistas, nos acusan de desertores, la tienen porque lo somos y a conciencia. Somos proletarios traidores a la sagrada tradición de nuestra clase, tan bien educada por las vanguardias sindicales, políticas e intelectuales, en la adoración del productivismo y el desarrollo tecnológico, llaves de paso al Estado proletario que precede al cielo comunista. Confesamos ser exsocialistas, excomunistas y exanarquistas, desmatriculados y ahora expuestos a la intemperie de la academia y el gueto, sin partido ni sindicato, sin doctrina, sin cadena de televisión, sin ni siquier una miserable ONG que llevarnos a la boca, maleducados campesinos y artesanos, irreverentes paganos y auténticos “paletos”, mucho más tradicionales y conservadores que vosotros, más antiprogresistas, antidesarrollistas y anticiudadanistas.

Que nosotros, traidores, lo somos por voluntad propia, irredentos y presuntuosos de nuestro propio conocimiento de causa, sin duda culpables de desafección al materialismo científico y dialéctico, traidores a la Modernidad y a la Ilustración burguesa que, como a vosotros, tanto llegó a fascinarnos en pasados tiempos; traidores a la moderna utopía proletaria y a su revolución sobreviviente, la burguesa. Traidores a la evolución discursiva y dialéctica que elevó la sociedad a la categoría de Estado/nación, que junto a vosotros anhelábamos por conveniencia estratégica de la revolución, “razonablemente” identificada ésta con nuestras comunes vanguardias. Y no siendo antimarxistas, ni antianarquistas, resulta que también dejamos de ser facciosos como vosotros, los modernos de izquierdas y derechas. Y hasta resulta que hoy nos sentimos, más que cerca, entre la gente. Incluso podríamos exagerar diciendo que nos sentimos más próximos a Karlos Marx o a Bakunin que antes, mucho más que quienes, por arrepentimiento, por ignorancia o por simple vergüenza postmoderna, se hacen llamar Neos. Todo para no parecerse a nadie reconocible, ni a los de antes ni a los de ahora, ni a los otros ni a sí mismos: neomarxistas, neoanarquistas, neoliberales y neofascistas…menuda tropa de nacionalistas.
En fin, que no nos importe ser confundidos entre quienes nos insultan, que ya hemos aprendido a distinguir, sin por eso dejar de ser combativos y a la vez amables con los iguales. Sabemos muy bien quiénes sois, porque de ahí venimos todos los traidores. Sed bienvenidos, ánimo, os esperamos.

Nota:

(*) En la acertada terminología que utiliza E. Alvarez Carrillo en su investigación histórica sobre los nacionalismos, recogida en su libro “Nacionalismo y revolución”, recientemente publicado por la editorial Potlach.

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