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  • Autor de la entrada:Mailer Mattié
La ciudad es obra de los mayores anhelos de la humanidad y también de sus enormes desatinos, a partir del momento cuando nuestra especie decidió abandonar la seguridad que proporcionaba la vida convivencial en la aldea neolítica.
 
Han tenido que pasar, en efecto -como señaló Mumford-,1 más de cinco mil años para alcanzar apenas una comprensión parcial del origen y el continuo e intenso drama de la ciudad. Inclusive -subrayó-, no es posible asegurar si es una morada natural de los seres humanos o el resultado de presiones e influencias concretas.
 
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Explorando sus raíces, no obstante, relacionó directamente sus primeras formas y funciones con el desarrollo de las aspiraciones humanas que, hasta entonces, habían permanecido sujetas a satisfacer las necesidades que exigían la crianza y la supervivencia en la aldea. Es decir, la ciudad habría surgido como base de un nuevo tipo de organización social con el fin de diversificar nuestros propósitos y actividades más allá de la alimentación y la protección, un punto de inflexión en la historia de la humanidad.
 
De esta manera, pues, habría evolucionado en principio como una condición necesaria para el fomento de nuestras capacidades, convirtiéndose a su vez en un órgano esencial de la sociedad con el objeto de almacenar, mediante símbolos y normas, el contenido tangible y espiritual de la cultura.
 
Subrayó Mumford, asimismo, su función específica de materializar las ideas y los objetivos humanos, un aspecto de la vida social poco desarrollado anteriormente: “los edificios hablan y actúan -escribió-, igual que la gente que habita en ellos.”
 
La aparición de la ciudad, en efecto, acabó con la autosuficiencia del modo de vida de la aldea; no obstante, debe precisamente a la fecundidad y abundancia
aldeanas la energía vital que exigió inicialmente su propia expansión y su progreso.
 
Como órgano especial de la civilización fue el producto, por tanto -destacó Mumford-, de una enorme concentración de vitalidad, riqueza y conocimiento en regiones extraordinariamente propicias situadas en los valles fluviales del Nilo, el Tigris, el Eufrates, el Indo o el Hwang-Ho; lugares, en efecto, donde la agricultura había logrado alcanzar niveles excepcionales.
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Si bien podemos reconocer en el origen de la ciudad la manifestación de un conjunto de propósitos positivos, Mumford, no obstante, describió su posterior itinerario como la representación de un drama universal, bajo la dirección y el dominio principalmente de las motivaciones negativas de la guerra y el lucro.
 
De hecho, las instituciones fundamentales que moldearon la vida de la ciudad fueron: la estricta división del trabajo entre los que mandan y los que obedecen; la creación de una casta militar especializada; la técnica de la destrucción colectiva -incluyendo el asesinato-; y la legitimación de la esclavitud.
 

Así, bajo el impulso de los intereses de la fuerza y de la violencia, el mayor enemigo de una ciudad era siempre otra ciudad; en consecuencia -afirmó-, las instituciones y la forma misma del espacio urbano respondían en gran medida a dichas exigencias; de allí, por ejemplo, la construcción generalizada de murallas, castillos y fortificaciones hasta bien avanzada la Edad Media en Europa.

 
En tiempos modernos, asimismo, Mumford identificó en la avenida, emblema central de la ciudad barroca, la expresión urbana más significativa de la guerra como institución básica de la civilización; un espacio, en efecto, destinado primordialmente al desfile militar, a mostrar el máximo orden y poderío de los ejércitos victoriosos para intimidar a los amigos y a los enemigos.
 
Representación, por lo demás, de carácter universal, adoptada con entusiasmo también en la esfera totalitaria del nazismo y del socialismo soviético, en un marco urbano lúgubre adecuado a la opresión.
 
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La economía, por otra parte, imprimió también una profunda huella en la estructura de la ciudad, contribuyendo de manera determinante a su degradación como espacio humano, sobre todo a partir del desarrollo del capitalismo y la industrialización.
 
La economía capitalista, ciertamente, introdujo sus particulares motivaciones y objetivos en el funcionamiento de todos los sectores de la sociedad, de tal manera que nada permaneciera fuera de la órbita de la ganancia y del lucro.
 
En consecuencia -precisó Mumford-, modeló en principio la ciudad comercial, cuya institución culminante fue la Bolsa; es decir, la ciudad como una empresa más al servicio de la subordinación de las necesidades humanas al crecimiento de la producción y del consumo.
 
El capitalismo impulsó, asimismo, el aumento de la velocidad de movimiento de las personas y de las mercancías, sacrificando, sin escrúpulos, las demandas del peatón y el cuidado y conservación del paisaje y de la naturaleza.
 
Socavó, en fin, gran parte de las ventajas que hacían menos ingrata la vida urbana en tiempos de paz.
 
A partir del siglo XIX, no obstante, el ritmo de destrucción y sustitución se incrementó. La ciudad comercial, de hecho, dio paso a la ciudad industrial, un
complejo urbano de `personas y máquinas amontonadas, en palabras de Mumford, integrado primordialmente por la fábrica, el ferrocarril y el tugurio.
 
Ciudades tristes y feas -destacó-, conformando un ambiente completamente hostil al alma humana, cuyas únicas contribuciones al urbanismo fueron el túnel y el subterráneo – como prolongaciones del medio impuesto al minero-, además del suburbio, un anexo para que las élites pudieran escapar, retirarse, huir
temporalmente de la barbarie de la vida cotidiana.
 

Bajo el estímulo de la industrialización, además, el crecimiento urbano alcanzó un nivel desconocido en la historia humana. En 1800, de hecho, no había aún en occidente ninguna ciudad con un millón de habitantes; un siglo después, once metrópolis superaban esa cifra, entre ellas Chicago, Nueva York, Berlín, Filadelfia, Moscú, San Petersburgo, Viena, Tokio y Calcuta; en 1930, sumaban 27 ciudades en todos los continentes, señalando el rumbo indetenible del peligroso desequilibrio actual entre la población urbana y la población rural.

 
La metrópoli, pues -resumió Mumford-, como el diabólico resultado de una economía industrial capaz de utilizar energía a una escala inédita, en combinación con una próspera economía comercial, cuyo nivel de consumo había pertenecido solo a la Corte y a la aristocracia en la ciudad barroca; es decir, un enorme complejo que une la ciudad comercial, la ciudad industrial y la ciudad barroca, cada una estimulando e influyendo a las otras.
 
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La tarea de infligir y reparar daños sustituyó, en efecto, las aspiraciones positivas que pudieron haber inspirado el surgimiento de la ciudad; energías que muy bien podrían haberse dedicado a la elaboración de una forma más amplia y completa de cooperación que la presente en la aldea, como sugirió Mumford: dirigidas a construir un nuevo tipo de convivencia, plenamente humanizada y exenta de coacciones.
 
Al contrario, la ciudad evolucionó como un ámbito adecuado para la manifestación de múltiples formas de violencia, injusticia, conflicto, conquista, esclavitud y servidumbre.
 
Constituye, de hecho, lo que Mumford denominó una segunda naturaleza del individuo civilizado, aun cuando ha sido allí donde ha sacrificado su contacto con el universo y el entorno natural y donde ha degradado su vida personal, deshumanizada y ajena por completo a las nociones de acción directa, relación directa o asociación directa.
 
En otras palabras -reiteró-, un purgatorio, sin más, donde los trabajadores del infierno industrial aspiran permanentemente a alcanzar el paraíso prometido del consumidor.
 
La ciudad hoy día, de igual forma, es el principal instrumento del Estado nacional y el lugar donde se reinventa permanentemente; vale decir, el escenario universal del nacionalismo y de la idolatría.
 
Reproduce, en fin -concluyó Mumford-, el ideal de un singular retroceso cultural que consiste en mantener las formas y los fines de una civilización socialmente atrasada, mediante la aplicación de procedimientos técnicos cada vez más sofisticados.
 
 
 Madrid, otoño de 2018

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