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  • Autor de la entrada:Alexei Leitzie
ideas
 
Introducción
 
En los tiempos que corren, de cara a liberar el pensamiento del fanatismo al que se adhiere gracias a las teorías políticas, la crítica al pensamiento izquierdista es fundamental. Hay que entender esta fijación no como una dedicación exclusiva, que reafirmara de alguna forma la ideología ‘de derechas’ por oposición, sino como una meta más importante, la de la crítica a la izquierda, que a la derecha, lo que se explicará.
 
Una de las primeras concesiones que hay que hacer es, efectivamente, caer en la dicotomía izquierda-derecha, una decisión que ya compromete del todo el pensamiento. Uno de los objetivos, por tanto, de dicha crítica, consistirá en recordar lo inconveniente de ese debate, pero tomándolo prestado precisamente para focalizar. La contradicción le será inherente, de forma que mientras se toma partido por dicha estructura (la de dividir la teoría política en izquierda-derecha), se estará negando su conveniencia. Así, esta crítica no puede aspirar a ser totalizante, sino sólo una guía a complementar, pues su necesidad es obligada; sólo debido a la situación actual de las cosas, es necesario descender a un nivel en el lenguaje en que, en este caso, se polarice el espectro político. Cualquier proposición política genuina debería hacerse liberada de condicionantes tan manidos; por eso, precisamente, una crítica así debe preceder a cualquier intento de postular una alternativa política efectivamente libre.
 
Según esto último, creo que una crítica tan necesitada no debe construirse como arma dialéctica. Quizás sí en algún sentido, pero si algo me demuestra lo vivido es que la batalla de las ideas no sólo se gana en el enfrentamiento verbal. Lo que quiero decir con esto es que en la crítica hay que conceder una parte fundamental a la experiencia, a las referencias del mundo inmediato, y no construirla bajo una abstracción teórica inabarcable para un entendimiento práctico. La crítica no debe ser un discurso al modo de la misma izquierda, un cuerpo de preceptos, sofismas y leyes que no se identifican en nuestra vida personal; la misma crítica, como metacrítica, debe ser una antítesis de los procedimientos dialécticos preferidos por los credos ideológicos; debe decirles basta, señalar su iniquidad y negarlos. Esto trae a un primer plano la necesidad de recuperar el pensamiento de la abstracción, devolverlo a la dimensión humana. La batalla de las ideas debe ser ganada en calidad, no por superioridad racional. De hecho, la izquierda tiene un muro tremendo ante sí como defensa en la argumentación formal; pero en la experiencia, apuntando a los hechos del mundo y sin tampoco erigirlos, en su particularidad, como universales, la izquierda no puede hacer absolutamente nada más que contraatacar con más y más letanías religiosas.
 
Pues bien, para preparar dicha crítica, hay que tener bien en cuenta lo dicho, y además, templar el ánimo. Si algo destaca en los debates políticos es la crispación, precisamente porque la diversificación del pensamiento y su defensa bajo una argumentación racional impersonal, sin base en lo humano, impide el entendimiento, porque efectivamente otorga razón a ambas partes. Hay mucha verdad en las críticas que la derecha realiza sobre la izquierda, y viceversa. Me refiero, mucha verdad relativa (asumiendo el universo polar izquierda-derecha). En esa calma en el diálogo, primero en el monólogo del texto y luego en su defensa, debe imperar la intuición, la sensación, y no la Razón pura, la que tosca, ciega y abruptamente nos afirma que tenemos razón. Digamos, debemos protegernos contra la sinrazón de la Razón; sabernos humildes, pequeños, intentando pensar el mundo, abiertos al debate, lo que nos permitirá observar el terreno de juego. En esta observación muy rapidamente se descubre si los argumentos del otro también tienen base en las dimensiones humanas sensibles o provienen de la ingobernable teorética erudita tramposa y alienante. La crítica será, así, un proyecto abierto, no un manual de política.
 
Y, ¿por qué una crítica radical a la izquierda? Quiero decir, ¿por qué como necesidad, imperativo; como algo dedicado? La ideología izquierdista hoy día se ha autoasignado el subtítulo de ‘pensamiento alternativo’. Se ha construido una tremenda mitología alrededor de sus preceptos, en una fascinante demonización del contrario, la ‘casposa derecha’, para insistir e insistir que sus filas contienen el germen de la revolución o, cuanto menos, del cambio. Las estrategias de la derecha no son menos honorables, pero lo que así ocurre es que el pensamiento preocupado por la realidad de algún cambio o revolución efectivos cae atrapado en el credo del progreso. La izquierda consigue que la revolución se piense en sus términos, y éstos son, en esencia, antirevolucionarios, por numerosas razones, que la crítica deberá abordar. Esta es la razón principal por la que la izquierda necesita ser reducida, necesita dejar de operar en el pensamiento de las personas, para que el interés por un cambio sustancial pueda florecer en algo verdaderamente emancipador. Evidentemente, es fácil descubrir cómo esto no es un accidente; que la izquierda se apropie de la voz de la revolución forma parte del mecanismo del sistema de poder para autoregenerarse e impedir, no sólo en la calle, sino en la mente, concebir una revolución. En esto, la izquierda debe ser señalada como culpable, algo que la historia demuestra con creces, pero no así sus seguidores, personas que terminan operando y pensando bajo sus preceptos pero que, generalmente, a título personal albergan buena voluntad. Además, esto permite ver que la izquierda es una parte fundamental del sistema constituido y que, así, jamás lo comprometerá en lo más mínimo.
 
La crítica a la izquierda no debe ser una crítica personal, que pretenda reducir a sus militantes, sino un modo de liberar esa buena voluntad puesta contra las rejas. Debe ser una guía para potenciar la hermandad entre todos nosotros, pese a militar en ideas diferentes, donde la trampa de las religiones políticas como la izquierda salga a relucir. Es sumamente interesante el testimonio de esas personas que durante mucho tiempo militaron activamente en la izquierda; personas que tuvieron una muy buena fe y que, una vez descubrieron la gran estafa, reajustaron su buen hacer hacia nuevos lugares, ya salidos del catálogo al uso. Una sintomatología común, si se me permite, en personas afines a la izquierda, es que su buena fe actúa como un narcótico para el pensamiento. Ellos y ellas se sienten haciendo el bien, y en tanto el credo político les recuerda que son la voz de la revolución que está por llegar, el pensamiento colapsa y la intervención mental es muy, muy efectiva. Así, no se puede cuestionar dicha buena fe, ni tampoco esgrimir, como dije, una lista de argumentos y contradicciones que tiene la izquierda, sino que hay que ilustrar, hay que hacer evidente para la inquietud humana dichas fallas, de modo que al final el convencimiento se haga sobre uno mismo; de modo que al final sea insalvable la evidencia e insoportable seguir engañándose a uno mismo. Cuando se evidencia que, por ejemplo, toda la ideología del progreso que suscribe la izquierda se sustenta sobre el expolio y el control de unos humanos sobre otros; que la tecnología y el bienestar no son rentables sino que son sólo una pequeña parte virtual de un mundo depredador muy real para una mayoría mucho más numerosa que quienes disfrutamos de los frutos de su sometimiento; que, en la lógica de dicha práctica, el ecologismo y las ‘obras sociales’ de estados y empresas (ONGs) son sólo una morfina que alivia un dolor local, pero cuyo germen está en la existencia de dichos estados y empresas; y así, una lista temible y larga; cuando se evidencian dichas realidades, observables hoy, aquí, ahora y siempre, no es necesario entablar debate alguno y sólo el nivel de cinismo al que nos obliga la sociedad actual puede medir cuánto más o menos pronto la ideología izquierdista se desvanece como opción emancipadora.
 
Además, la izquierda no puede ofrecer otras realidades contrastadas, pues no las tiene. La izquierda, como religión política, opera en la mente gracias a la irreflexión fruto de los actos de fe. Las personas asumimos algunos preceptos sobre los que interpretamos la realidad, y dedicamos esfuerzos terribles, miles y miles de manuales políticos incluso, a llevar dicha interpretación a buen puerto; que quede bien hilada, razonada, explicada, todo casi incontestable, pero jamás se repara en la adecuación de los preceptos iniciales, pues éstos son la debilidad de dicha ideología, ya que son auténticas invenciones. Así, muchos manuales de más de mil páginas sobre teoría política son correctos, en su argumentación; denotan un dominio de la lógica formal encomiable, pero en lo que a representación del mundo se refiere, no contienen más que medias verdades, si no invenciones absolutas.
 
La izquierda se ha dedicado a ocultar el origen de dichos primeros postulados, de forma que hoy día sean una especie de supuesto universal que nadie cuestione. La crítica debe penetrar en el origen falaz de dichas entelequias y enseñar que lejos de ser incontestables se pueden reducir según nuestra misma experiencia. Uno de los objetivos estratégicos de la izquierda, como toda crispación y alienación del pensamiento, es impedir poder pensar sobre dichos axiomas básicos, y así es que hoy día se produzcan debates absolutamente insustanciales sobre el progreso, la democracia o la tecnología, lo que da a entender que la totalidad que concierne a dichos campos está contenida en esos debates tan profundos, cuando en realidad no se habla en lo mínimo de lo esencial.
 
Por tanto la crítica debe afrontar con vigor la mediocridad del pensamiento actual; debe contener una estrategia para penetrar en la mente, hacer ver ofreciendo evidencias de lo tramposo del izquierdismo, no convencer mediante renglones y renglones de argumentación ante la que sólo cabe postrarse, creer. Ese hacer ver  debe ser la clave de bóveda de toda la crítica, el objetivo ulterior, una estrategia que logre sortear las defensas dialécticas que los seguidores del izquierdismo esgrimirán como defensa cuando se les intente proponer algo diferente. Hay que superar esos debates estériles donde cada postura se explica, sin más; hay que entender que el objetivo no es tener razón sino lograr que el contrario reflexione sobre sí mismo y obtenga de su propia experiencia vital las claves que le guíen, muy posiblemente y según estamos convencidos, hasta ver a la izquierda como una impostura intolerable.La política debe recuperar su clave local más sustancial, la organización social del individuo no en un mundo ideal sobre el que todo se proyecta sino en un mundo real e inmediato donde todo se hace.
 
La izquierda sólo versa sobre ese mundo absolutamente ideológico, no puede hablar sobre la realidad de la cotidianidad, porque se descubriría a sí misma como una trampa. En la realidad del mundo, en la mínima abstracción de la vida, la izquierda es una mentira; su profundidad discursiva sólo sirve para abstraerse hacia escenarios irreales sobre los que se piensa el mundo. Pero el mundo debe pensarse desde sí, desde la verdad relativa de cada ser pensante y desde el acuerdo entre ellos. Por supuesto, la derecha tampoco explica el mundo en lo más mínimo, pero recuérdese, es la izquierda la que absorbe las energías de quienes sienten que algo no va bien y precisan actuar de alguna forma.
 
Que la izquierda sea hoy dueña del ‘pensamiento divergente’ es algo particular y puede que en un futuro esta labor de cortafuegos del sistema le corresponda a otra facción; la crítica cambiaría entonces su adjetivo a ese otro nuevo pensamiento. Hoy por hoy, si la izquierda logra fagocitar toda la buena voluntad de la gente y redirigirla de forma que se constituya una ‘resistencia controlada’, no sólo una posible forma de vida alternativa sería imposible, sino también concebirla, pensarla. El objetivo de la crítica debe ser proteger el pensamiento; su necesidad radica en la posibilidad de que se pueda seguir pensando, en lo relativo a estos temas, que por cierto, empapan todos los ámbitos de la vida.
 
¿Qué es la izquierda?
 
Como he dicho, lo importante de una crítica tal no es circunscribirse al marco de la izquierda, sino poder ser traducida, hacerse mutable, para todos los credos ideológicos que estén por venir y de cuya proyección histórica dimanen los mismos principios, es decir, convertirse en el ‘pensamiento alternativo’ oficial. Aún así, será útil definir qué es la izquierda hoy, con esta aspiración de ser transversal y saltar por encima de los tópicos.
 
La izquierda es hoy el bastión intelectual de los inconformes. Constituye un contrato ideológico que pacta el hastiado, el oprimido, que entrega su pensamiento a una cosmovisión que promete un umbral de liberación y redención. Es éste el principal acicate del izquierdismo, la promesa. En sus formulaciones ideológicas la quimera de la utopía resuena como proyección ineluctable una vez se asume la lucha. Ésta ha sido la tradición izquierdista más común en los países industrializados desde que se constituye una suficiente ‘clase obrera’ (aunque la teoría de clase no es más que una perspectiva del entorno social). La fraseología izquierdista ha prometido en el pasado la reducción (si no la inversión…) de la desigualdad entre obrero y patrono; ha encontrado en el Estado Social la guinda con la que atraer a los asalariados más incómodos hacia el umbral del bienestar de los servicios, a la par que ha implementado la ideología de los ‘derechos’ normativizados como obsequio al que (unicamente) aspirar.
 
De esta forma, la izquierda floreció en la dimensión colectiva de la sociedad, como teoría organizativa y explicativa, pero terminó inundando la interioridad de sus seguidores, embruteciendo hasta límites insospechados a todos los que ya se contaron y se cuentan como fanáticos. En su desmesura, la izquierda, con su explicación estrictamente colectiva, economicista y sistémica del mundo, ha mutilado la experiencia humana; ha elevado a única realidad en la conciencia de las personas su teoría del mundo, en la que no caben las dimensiones sensibles del ser humano, sino simplemente las mecánicas. Antes de entrar a valorar dicha teoría de la realidad del mundo (que es falsedad y despiste), la izquierda debe ser denunciada por la forma en que empapa al Hombre. Debido a su contenido abstracto y alejado de toda realidad apreciable, la izquierda obliga a confinar el pensamiento a la más pura fe; no permite al individuo validar sus postulados según su experiencia vital, y con ello, el pensamiento crítico ha mermado generación tras generación en su seno, de forma que en la actualidad permanece raquítico. El obrero que comulgó con los preceptos izquierdistas no leyó en ellos crítica alguna a la idea de progreso; más bien, encontró la forma de soportar su opresión bajo la promesa de un escenario favorable futuro en la misma línea del ‘desarrollo’. Debido a esta opresión que supone el salario, la integridad humana se reduce y la voluntad se concentra en superar esa cierta esclavitud; es así como se asumen como totales los preceptos prometeicos izquierdistas que, no obstante, no explican absolutamente nada de la vida humana.
 
La deriva izquierdista ha llegado más lejos con el tiempo y ha terminado por aniquilar los resortes de incomodidad que quedaban en el asalariado. Hoy día la izquierda demanda más empleo con fervor. Si estamos por definir la izquierda hoy día de forma útil para nuestra crítica, habría que señalar a todos los discursos, entidades, organizaciones y centros visibles del espacio social que se autodefinen como ‘de izquierda’. Ésta es la marca que atrae a quienes buscan refugio intelectual desde una cierta sospecha de que algo no marcha bien. Quienes hoy se definen de izquierda muy a menudo nada tienen que ver con los avatares de la izquierda en el pasado, salvo en esa humana sensación de desazón, más o menos cercana en la vida, que guía los pasos hacia las mismas fauces de la bestia. La izquierda se replica a sí misma como cebo, y ahí es donde se identifica, pues su discurso cambia según el signo de los tiempos para adecuarse a las exigencias del sistema. La buena voluntad particular de sus allegados es fagocitada por la inmundicia de sus propuestas ideológicas. Puede decirse así que la izquierda ha mutado, si nos atenemos a su discurso, según quienes en el pasado se consideraron de izquierda y quienes lo hacen hoy, pero en su implicación medular, en su forma de intervenir la mente, la izquierda sigue operando de la misma forma. Induce a hacer totales sus preceptos en la interioridad subjetiva, anulando los espacios para el necesario florecimiento de otras dimensiones humanas. La izquierda aniquila el espíritu, pues lo asfixia con su idolatría desmedida por la realidad sensible, y una vez el Hombre es hecho máquina (algo que viene gestándose desde varias generaciones atrás), éste es incapaz de cuestionarse su existencia.
 
La izquierda es seguramente fruto de un proceso histórico complejo; surge específicamente en un contexto de novedad en las formas de organización social, que propiciaron que cierta fe se instalara en el corazón de los Hombres. Esa primera fe fue estrictamente necesaria para la inyección del narcótico izquierdista; pero en su desarrollo histórico, el mismo ideal progresista ha redundado en vaciar a la persona de todo interior humano y, así, ha hecho posible que dicha fe en un discurso tan ajeno a la realidad del Hombre se asiente como carácter imborrable de la epistemología moderna. La izquierda necesitó una primera confianza y, una vez instaurada, ha aumentado su secuestro potencial, pues al limitar la reflexión sobre la vida humana, limita la reflexión sobre sí misma; impide su crítica. La reducción del ser humano a cuerpo en demanda de sus necesidades fisiológicas es producto tanto de la modernidad misma como de la izquierda; sólo se entiende bajo el sistema social que la izquierda actualiza e invita a practicar. En España ha sido la izquierda, en su generalidad como ideario progresista, la responsable del colapso mental fruto del periodo de la democracia. Por tanto la izquierda es ya, en nuestra sociedad, una cierta tendencia general, una peligrosa inercia de fondo que impone el credo del progreso con total irreverencia.
 
Por todo ello, el objetivo de la crítica a la izquierda es devolver la reflexión intelectual al plano humano, y en ello la izquierda es adversario eterno. No importará tanto, pues, descender a la cosmovisión izquierdista, denunciar por qué su visión del mundo conduce a la tragedia (lo que se hará), sino que hace falta centrar el discurso en su implicación sociológica. No importará tanto entregar las evidencias sino hacer posible su avistamiento. 
 
El crimen ecológico de la izquierda
 
Siguiendo con el propósito de estudiar desde la realidad, dentro de nuestras posibilidades, la cuestión de la izquierda, como generalidad, hay una observación mayúscula que debe ser hecha: la cuestión de la naturaleza.
 
En el anterior post se descubrió cómo la izquierda suscribe de manera obscena la ideología del progreso, acaudillando un discurso presuntamente respetuoso con otras formas de vida y, en lo que aquí toca, con la naturaleza misma, aunque en la práctica constituya una apisonadora que destruye todo a su paso. La cuestión del ‘progreso’, medido sólo en función de variables mecánicas, cuantitativas y como signo de poder entre unos países y otros (es decir, como una cualidad abstracta estrictamente ajena a las personas y sólo propia de formulaciones irreales) lastra todo el ejercicio izquierdista, aunque éste se recubra de una plétora de nuevos lenguajes y eufemismos. En lo relativo a la ecología, la izquierda lleva devastando el medio ambiente sin miramientos durante toda su práctica existencia (no digamos desde la esfera teórica, cuyo cenit habla de productivizar toda materia y energía con vistas a ‘mejorar’ la calidad de vida). En realidad, la izquierda se ha puesto algunas resistencias a sí misma, a modo de panfletos concienciados con el decurso del planeta, que sólo han tenido por objeto cumplimentar, una vez más, esa doble moral insobornable que mantiene la izquierda de manera cosustancial.
 
Así es que en el seno de los discursos ‘progresistas’ se hayan criado otros como el que propone el movimiento ecologista. La aprobación de todo o parte del ideario del progreso supone la tumba de una posible resurrección del medio ambiente, y ésta ha sido la cruz de todos los movimientos ‘verdes’, habiéndose diluido como fenómenos sociales, que en décadas pasadas movilizaron a una masa importante de personas, hoy convertidos en meras resonancias que se siguen evocando sin ya ser necesario, parece, fundamentar sus bases. Hay que estudiar el recorrido que han tenido las propuestas ecologistas aplicadas desde los grupos izquierdistas para descubrir que no sólo la devastación mundial no se ha enmendado sino que se ha agravado en exceso. Desde 1980, momento álgido del activismo verde, el planeta ha menguado como organismo vivo a manos de las máquinas del progreso, y por ello hay que pedir explicaciones a quienes se aferran a las teorías de manual que, a modo de decálogo, describen cómo frenar la devastación. Con todo ello se revela que la izquierda, lejos de abrazar un discurso que en la práctica resuelva los problemas de nuestro mundo, una vez más, atrae para sí los discursos que engañan, pura palabrería formulada en la escafandra de los académicos y eruditos, que siendo de distinto signo están de acuerdo con la ideología de fondo, e impropia de un pensamiento popular real y que, por tanto, ni se adecua con un pensamiento genuino que impele una necesidad de acción ni está exento de ocultos intereses, que en este caso resultan ser, efectivamente, la eterna engañifa electoralista de la izquierda.
 
Hasta la fecha, el fracaso del movimiento ecologista es estrepitoso, y la izquierda intenta descolgarse de su inutilidad una vez ha absorbido su energía recaudadora del voto. A los ideólogos de la izquierda sólo les interesa engullir los discursos que, según los tiempos, se ajusten a una cierta necesidad libidinal del grupo que exija resolver los problemas del momento. El movimiento ecologista fue creado y promocionado por el credo izquierdista en un momento determinado y ha sido abandonado sin una sóla explicación sobre su agonía. La aseveración con la que algunos politólogos hablaban de acuerdo con un supuesto movimiento efectivo debe ser contestada. No se trata de un error en la acción de las políticas verdes, pues estas últimas décadas han sido en occidente las décadas doradas del bienestar, donde toda la maquinaria estructural ha estado de lleno destinada a mejorar nuestra calidad de vida y, por tanto, no se entiende que en lo relativo al ecologismo se les haya ido el santo al cielo. En España, además, han sido muchos años de gobiernos izquierdistas. Los años de la explosión de Estado de Bienestar han sido años brutales con el planeta, hasta un alcance que somos incapaces de ver, enclaustrados en nuestros pequeños paraísos occidentales recubiertos de papel con fotos selváticas y adornados con parques verdes que sobreviven como pueden entre el asfalto. No; el error o la insuficiencia no explican el fracaso de la ecología política; sencillamente, ésta nunca estuvo destinada a implementarse, sino sólo a vociferarse.
 
El maquillaje ‘verde’ que ha venido utilizando la izquierda es sólo eso, maquillaje. Pero aun si nos proponemos estudiar el impacto real de las políticas ecológicas en el mundo (lo que nos saca del estudio de la realidad y nos obliga a abstraer), dichas políticas son sólo un limitado freno al colapso. El decrecimiento, que es hoy el nombre con el que la izquierda, a través de un cuidado neolenguaje, comienza a reciclar sus caducas consignas verdes, sólo retrasa en muy poco el colapso, pues al suscribir todo el grueso de la ideología dominante nos entrega el mismo destino. Productivizar más o menos sólo mide la aceleración, pero mientras se siga usando el medio como despensa de la prosperidad artificial de algunos rincones del planeta, significará que a)existen otros rincones que dispensan los recursos, a modo de canteras, sobre los que ni se piensa qué políticas verdes cabría implementar para reducir el impacto (evidenciando la iniquidad y cinismo de la izquierda y de toda ideología progresista); b)se seguirá un orden de prioridad de abastecimiento sobre las economías que puedan ejercer un potente imperialismo, fortaleza construida a través del expolio histórico de otras regiones, y no se atenderá a las necesidades reales de las personas sino a su poder de adquisición; y c) no se pondrá remedio al problema ideológico de fondo, que es el progreso mismo sustentado en la cantidad, valor absolutamente inhumano y mezquino que corrompe la existencia al doblegar la voluntad y nublar el juicio sobre lo verdaderamente necesario y justo para la vida, consideraciones que se desprenden de una perspectiva ética personal.
 
La izquierda impide la emergencia de una conciencia ética solidaria, pues cincela en la mente de las personas el signo y los resultados del progreso: aplaude a las máquinas, elogia las ciudades, dignifica el trabajo asalariado y dulcifica todo un mundo de ocio costosísimo y amoral. Bajo todas estas losas, es imposible que la persona se sienta preocupada por el estado del medio natural, y una preocupación parcial consistirá en buscar soluciones dentro de la cosmovisión del progreso: partidos verdes, reforestaciones municipales, reciclaje, etc. Esto son colirios contra una ceguera crónica. Se puede valorar su aplicación ante un panorama desolador, pero jamás se pueden aupar como soluciones finales (y ahí están 40 años de movimiento ecologista, una catástrofe en todos los sentidos). En el momento en que se atiende a las verdaderas razones de fondo, la depredación indiscrimiada perpetrada por la necesidad de cantidad, la izquierda es objetivo primario, pues miente deliberadamente para ocultar esta verdad, y su exposición durante largo tiempo conduce a un estado de imbecilidad y desconexión de las raíces de la vida. Sí así lo requiere, la izquierda reciclará su simulada militancia verde (el decrecimiento de Latouche parece un buen candidato) para volver a prometer sin cumplir. Ya no es necesario relegar, una vez más, en la fe de que ‘esta vez salga bien’; en el estudio de las formas de vida del presente se resuelve la cuestión: es la modernidad misma, como representación grotesca de una amoralidad inducida, la que destruye el mundo a pasos agigantados, y la izquierda sólo parece (parece) prometer frenar el paso para que nuestros hijos sigan conservando un jardín de infancia. deforestacion
 
Mención aparte se merecen los países tildados con el subtítulo de ‘en vías de desarrollo’, que resultan ser aquéllas regiones del planeta que empiezan a lograr productivizar de manera atroz a su población para revertir su energía en sumarse a la feroz competencia internacional. En dichas regiones, como Brasil, India, Bolivia o Perú, la degradación de medio natural ha sido brutal y pareja al crecimiento de su PIB, una justa relación que define perfectamente a qué se llama desarrollo. Es interesante atender a quién ha venido acaudillando sus estrategias, en numerosos casos una izquierda que se tiene por vanguardia (Bolivia) y que resulta ser gráficamente una máquina apisonadora. Especialmente en Bolivia la izquierda ha aupado el indigenismo como estrategia de venta de su ideario, tal y como en Europa se nos ha encandilado con los partidos verdes, de forma que al final ya no sea posible pensar una alternativa sin suscribir toda una base de supuestos que son los que impiden solución alguna.
 
Por todo ello se puede incidir: la izquierda comete crimen ecológico sin recelo, pues su credo ideológico es la cartografía de mundo para su utilización y competición. En esto coincide con la derecha y con toda facción afín a los designios del progreso mecánico. Pero además, la izquierda tiene (o ha tenido) en el ecologismo un bastión de lucha contra un demoníaco corporativismo internacional, la empresa privada o el mismo neoliberalismo si se quiere, chivo expiatorio de todas sus deficiencias, que parece ser la quimera que está quemando los bosques mientras las ONGs llegan a extinguir los fuegos. La cruda realidad es que es todo el panorama político, en su delirio teórico pero sobre todo en su descenso práctico, el que está acosando al ciclo de recuperación de la naturaleza y al mismo tiempo haciendo a sus ciudadanos incapaces de ver el bosque.
 
La izquierda es saqueo, depradación y colonialismo
 
En España, la propuesta fáctica de la izquierda en lo económico es animar el consumo para regenerar la economía. Tanto si se entiende esto como un anhelo por un regreso al cénit del hiperconsumo, habido aquí hace 10 años, o en alguno de sus derivados, como lo que vienen a significar las teorias decrecentistas (una reducción en la cantidad de la producción pero no un cambio en su mecánica), la izquierda nos conduce a una reafirmación radical de las formas de vida occidentales, que se basan en la explotación indiscriminada de las zonas con menos capacidad de competencia del planeta. La moral que la izquierda incorpora pasa por encima de miles de millones de horas de trabajo esclavo, de vidas enteras dedicadas a la producción para otros, una realidad por supuesto negada y ocultada a los ojos de su electorado, al que en cambio se le vende una retahíla insoportable sobre la solidaridad con el hermano y los derechos fundamentales del Hombre. La izquierda hoy día es una ideología despótica, cínica y antihumana, pues en sus formulaciones el factor humano es reducido a cantidad, a eficiencia productiva; pero no así sus seguidores, que en muchas ocasiones no son nada mas que personas con buena voluntad engañadas por una sofisticadísima trama. Así, hay que despersonalizar a la izquierda y aproximarse a ella como idea; estudiar sus propuestas estratégicas y sus consignas y evidenciarlas como amorales y destructivas. Ante tal evidencia la izquierda se desploma como posibilidad y toda su hipocresía reluce como su única esencia.
 
Para tal efecto, hay que entender que nuestras sociedades occidentales están construidas sobre la desigualdad en el mundo. Nuestro supuesto progreso como comunidades desarrolladas es sólo un delirio en el tiempo, que pronto se desvanecerá para dar paso a otra etapa en la historia. Por supuesto, nuestra capacidad de acción es limitada; cada uno habrá de discutir consigo mismo cuán grande o pequeña. Pero además de todo ello, ser conscientes de esto nos permite rechazar a la izquierda como idea de bienestar. Cada uno tendrá que debatir consigo mismo cuál es su papel como occidental una vez se comprende un poco más el gran engranaje de mundo moderno; pero independientemente de ello, y antes de cualquier conclusión, ello nos permite desterrar toda idea que mienta u oculte esta verdad, así como toda ideología que suscriba el credo ciego del progreso. Quizás no se trate de renegar enteramente de nuestro presente, quizás sí; cada uno deberá decidir. Pero ambas opciones permiten un rechazo frontal a todas las ideas que han hecho posible y perpetúan esta situación. Occidente utiliza todos sus recursos a su alcance para oscurecer los límites de su gran burbuja, de forma que apenas se mire hacia afuera; que si se hace, sea de forma tremendamente sugestionada y, ante todo, se intenta eliminar la sensación de burbuja. La izquierda en la actualidad niega la realidad exterior al bienestar occidental, cuenta un cuento fantástico sobre el atraso en otras regiones del planeta debido a la depredación capitalista multinacional (con lo que, de una, se niega a si misma como verdugo, y a la vez, les desea a esas otras zonas un buen porvenir una vez y abracen los axiomas del progresismo, pero no de otra forma). En suma, la izquierda pretende regenerar nuestras economías interiores perpetuando el colonialismo depredador (pues de otra forma no puede hacerse, no con un Estado central).
 
La subjetividad occidental es una, concreta, muy particular de la historia y común a nuestras sociedades; no es un destino común a la Humanidad una vez se llega a cierto desarrollo y, por supuesto, existen infinidad de otras subjetividades, ahora mismo en otras zonas del mundo, y a lo largo del tiempo. La idea de ‘aldea global’, la universalización, mutila la manifestación humana y pretende hacernos pensar que todos compartimos nuestra interioridad, cuando lo cierto es que afuera de los límites del mundo occidental (afuera, en lo que de verdad es afuera) existen otros seres humanos. Esta constatación destruye el eurocentrismo y, con ello, toda su fiebre totalizadora, pues una vez nos descubrimos sin una suerte de destino único podemos alcanzar a comprender que todo lo que nos han dicho sobre la historia de la humanidad en relación al progreso y desarrollo de las sociedades es una versión edulcorada con el credo del progresismo. La izquierda engulle esta gran historia y prentende perpetuarla hasta el infinito, pues en sus soluciones prácticas sólo existen los genes de la desigualdad, el interés de sus élites, la mentira, la ocultación, esto es, el poder, el dominio y la desnutrición progresiva de las sociedades, so pena de venderles, al mismo tiempo, agradables promesas para incapacitar del todo al que se siente inconforme a encontrar otras alternativas que contengan soluciones reales.
 
La izquierda sólo intenta explicar algunas realidades colectivas de lo humano (como la realidad económica, aunque de ello sólo habla en lo abstracto y no desciende a lo concreto), pero es incapaz de contener en sus ecuaciones la subjetividad interior humana, lo estrictamente único y personal, que juega un papel decisivo para construir una comunidad de seres humanos. La izquierda sólo promete desdicha, pues niega al ser humano como integridad, sólo resulta ser una teoría especializada sobre asuntos colectivos pero que, a la vez, niega la necesidad de atender los asuntos interiores. En esencia, la izquierda niega al individuo, primero por obstruir la mente para pensarnos como totalidad y, después, por proponer las metas del hombre como algo inscrito en el signo del progreso, es decir, productivizar su actividad con vistas a un bien común general. Así, al no contemplar la subjetividad humana como decisiva, la izquierda no ve seres humanos distintos, sino que nosotros, los habitantes actuales de la sudamérica profunda y también nuestros y sus antepasados somos uno. El delirio izquierdista conduce a esa consideración sobre la existencia humana, rasa, plana y completamente irreal, que es la clave de bóveda del colonialismo. Así es que la izquierda, bajo su maquillaje de multiculturalidad, sólo encierra homogeneidad, mutilación y miopía. El colonialismo, esto es, la invasión y el saqueo, por supuesto no es sólo físico, sino también ideológico, una vez el sustrato material queda secuestrado. Tiene así un agregado más: el olvido más terrible del otro ser humano, esa otra generación o comunidad de personas que creemos podemos entender y a las que, claro, hemos de doblegar o si acaso convencer. Pero ni la más serena de las intenciones sobre la comunicación con otros puede sortear la constatación de nuestra abismal diferencia de conciencia, y la izquierda, sin ser especialmente diplomática o solidaria en ello, afirma que nuestra diferencia es identidad y anula toda diversidad por puro procedimiento reduccionista.
 
El bien común que propone la izquierda ni siquiera considera al sujeto como decisivo a la hora de decidir sobre el bien o el mal. El izquierdismo es un manto dogmático que cae desde arriba; bajo él, el ser humano merma indefectiblemente, pues su identidad queda relegada a cantidad, a producto, a abono.
 
El criterio cuantitativo del progesismo
 
Como directriz principal de todo el movimiento izquierdista, en su disposición histórica pero específicamente en los tiempos presentes, existe esta insobornable teoría de la cantidad, mediante la cuál se ordena toda la acción que el izquierdismo quiere acometer. Así es que todo el progresismo vive obcecado en la cantidad como factor edificante: más es mejor. Más gasto en políticas de educación conduce a una mejor educación; más gasto en la sanidad pública conduce a una mejor salud; etc.
 
Esta concepción se desprende, en realidad, de la noción de que más Estado de Bienestar es mejor. El apaciguamiento y conservadurismo que ha sufrido la izquierda es tal que sus proclamas reaccionarias ya sólo caen en la demanda de mejores prestaciones sociales, en detrimento, como olvido absoluto, de la calidad de los servicios y, específicamente, de la calidad de las personas. Cuando en el pasado el movimiento obrero constituyó una cierta realidad enfrentada al interés del Estado, hoy día la izquierda ha desnaturalizado todas las luchas segregadas y las integrado en su cosmovisión productivista, mecanizante y anti-espiritual.
 
La naturaleza izquierdista es de tipo racionalista. Comparte con los ilustres enciclopedistas del siglo XVIII la negación de toda realidad suprasensible, postracional o en definitiva diferenciada del cálculo y medición científicos. No en vano, como derivado de la teoría política liberal, procede del positivismo racionalista, en lo que podría considerarse una vulgarización de su cuerpo filosófico o una teoría aplicada. Su dominio es el mundo material, como única realidad considerada para la propuesta política. Por tanto, la cantidad es su única vara, la materia es su único mapa. Este cartesianismo es siempre legítimo como aproximación al mundo, como verdad parcial de la existencia que estudia nuestra forma verdaderamente física, siempre y cuando no se extralimite en su competencia; siempre y cuando su ciencia no niegue las otras dimensiones del ser humano ni las subordine como secundarias a la máxima de la fisicidad y sus recursos materiales.
 
Se dirá que un cuerpo teórico como la izquierda sólo puede funcionar en lo explicativo del mundo sensible, y que después cada sujeto debe inspeccionar en su interioridad las realidades espirituales y sensitivas. Esta es una crítica común en la actualidad; la izquierda ‘está ahí’, se dice; explica lo que puede. Se afirma que una teoría social sólo puede aspirar a construir la infraestructura física de una sociedad y luego los sujetos se ordenan personalmente en ella. Que considerar cualquier elemento espiritual en el diseño social constituiría los preceptos de algún fanatismo religioso. La benevolencia de la izquierda permite la construcción interior del sujeto, se repite. Pero la realidad es que la izquierda ha inundado estas interioridades subjetivas debido a que su marco teórico se ha expuesto como omniexplicativo y ha silenciado por omisión, cuando no por negación activa, cualquier consideración no-racional. El centro de gravedad que la izquierda tiene en lo cuantitativo ha transformado de facto la epistemología de quienes hemos nacido en su derredor y tras 200 años de existencia y actualización del pensamiento progresista puede observarse una obcecada negación de todo principio vertebrador de la existencia humana distinto al mecanicismo que le da origen. Esto ha sido producido porque lejos de existir como una simple teoría más, la doctrina liberal ha modelado de lleno nuestra forma de vida, modificando las estructuras sociales por imposición de mano de la razón de Estado, cuya máxima conquista ha sido la de las conciencias, un punto y aparte en la definición de nuestra integridad y que explica también por qué la izquierda ha descendido del mundo de las ideas hasta el fondo de nuestros corazones.
 
Lo que esto demuestra, en primer lugar, es que la infraestructura social juega un papel decisivo en la forma en que las personas miembro de esa sociedad desarrollan su conciencia. La prueba más evidente de ello es observar cómo hoy día la gente replica en alto grado la mentalidad productivista y cosista de la izquierda. Incluso camuflados bajo los eufemismos de la nueva izquierda, el decrecimiento o el ecologismo, la cantidad sigue siendo la regla. Es significativo el caso preciso del decrecimiento y toda la corriente de freno al consumo exacerbado, identificados con la nueva izquierda, que sencillamente ha cambiado la palabra “más” por “menos” en su conciencia del mundo, aún orbitando en torno a la materia y pasando por alto que el diseño que ellos proyectan, que es por lo general de un carácter estatalista, ultra-regulador y rotundamente moderno, con la implementación de tecnologías de vanguardia para gestionar en eficiencia los recursos urbanos; su diseño, será nada más que una continuación en la historia de la cantidad como dimensión soberana, y que mientras no cambie la esencia o calidad del proyecto político, toda dimensión espiritual seguirá sepultada por este despotismo ilustrado.
 
Elevar una cosmovisión a un dominio colectivo que considere las realidades espirituales del ser humano sin caer en una suerte de dogmatismo religioso es una tarea complicadísima. Hoy día lo que existe es, de facto, ese dogmatismo religioso, donde los salmos canónicos han sido reconvertidos en renglones cientifistas. Debe entenderse que no es que sea complicado sino imposible construir esta nueva visión más integral en el marco de las sociedades modernas, como por ejemplo quiere proponer la psicología transpersonal, que deduce que el progreso conduce de manera ineluctable a una especie de sociedad pletórica donde el espíritu será un nuevo valor en la escala del desarrollo. Esta escuela, apodada a sí misma psicología integral, afirma que la base material precede a la construcción psíquica, lo que es muy cierto. Esto mismo es, precisamente, lo que hace que dicha cosmovisión integral bajo los preceptos modernos sea imposible porque, como se ha visto, la liberación de dichas realidades espirituales depende de cómo los sujetos construyan su conciencia: si son exprimidos por el rendimiento del trabajo asalariado, por ejemplo; perturbados por el manejo del dinero, convertidos en sociópatas por la desnutrición de la convivencia en las grandes urbes; incluso determinados a nivel biológico, por la alimentación, la biopolítica o las medicinas; en definitiva, depende de cómo las personas somos educadas por la ineludible relación con las estructuras de la sociedad moderna. Por tanto, lo que se necesita es un cambio en la calidad de nuestro ordenamiento social, algo que sólo puede resultar en la reapropiación de la autonomía política mediante la gestión de ésta por la voluntad popular. Por supuesto, dicha corriente de pensamiento “integral” ignora la realidad de estas cuestiones y, viciada por el academicismo progresista, insiste en ver a nuestras sociedades como modélicas y más democráticas que las pasadas; identifica, como hace la izquierda, libertad de acción con libertad de pensamiento, y no considera la enorme presión que sufrimos hoy día por terminar pensando en los términos oficiales.
 
Sólo si la imposición política cesa puede florecer un panorama donde verdaderamente las realidades individuales subjetivas puedan florecer y ser compartidas sin que ninguna prevalezca como norma. En otras palabras, es sobre la libertad sobre la que se manifiestan las dimensiones espirituales libres del ser humano. En ausencia de aquélla, y en presencia de una tiranía no importa de qué tipo, la opresión cristaliza en estructuras sociales que terminan por invadir progresivamente la interioridad de los sujetos debido a su también progresivo perfeccionamiento. Precisamente por ello, el progresismo fue primero una cuestión ajena al pueblo durante el siglo XIX. Paso a ser una cuestión contraria, con una feroz oposición de las sociedades rurales que conservaban cierta autonomía en el pensamiento desprendida de una libertad de conciencia construida dentro de estructuras sociales más horizontales. Cuando dichas estructuras sociales cambiaron y las personas fuimos paulatinamente expuestas a los modelos sociales tipicamente modernos, la conciencia colectiva viró en favor del progresismo, hasta la actualidad, cuando ya nacemos expuestos al control sociopolítico y desde la infancia nuestra conciencia se moldea por varios medios, principalmente la escuela y los medios de comunicación. Así que sólo en las últimas décadas tiene pleno sentido el triunfo de la izquierda a nivel popular como teoría válida y deseada; una vez su germen cuantitativo ha sido inyectado en la conciencia colectiva mediante su implementación estructural a lo largo de los siglos.
 
Lo único que la izquierda puede prometer hacer es seguir alimentando la espiral de decadencia que conduce al ser humano a olvidar cómo pensar su propia existencia. Desgraciadamente, este proceso puede estar abonado con algunos pequeños cambios que sean vistos como mejoras según los criterios de vida modernos, lo que reafirma todo su cuerpo teórico y es precisamente la forma de supervivencia que el izquierdismo ha desarrollado como actualización, inclusión y verificación de su militancia a través de los años.

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