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  • Autor de la entrada:Diego Martínez Urruchi

El recientemente celebrado IV Encuentro de Transformación Integral ha puesto de manifiesto la creciente disconformidad con los frutos cosechados de lo que se conoce como “Revolución Verde”, efectuada en el estado español hacia los años 60 del siglo pasado.

Alimentos carentes de nutrientes, sabor y plenos de tóxicos; desarraigo profundo tras abandonar los pueblos para poblar las ciudades; desconexión completa con el medio natural, con un contacto reducido a algunas actividades lúdicas; pérdida de la libertad que supone la producción del alimento propio y dependencia total del sistema productivo industrial; destrucción de suelos y contaminación de masas de agua y del aire; bajada drástica de la biodiversidad; entre otras.

Todo esto ha sido motivo de una preocupación que ha originado diversas reacciones. Quizá la más conocida es la agricultura ecológica, cuyos productos ya ocupan buena parte de las estanterías de todos los supermercados. Sus méritos no son otros que ser un calco de la agricultura convencional, pero envolviéndose bajo la atractiva y dudosa rúbrica “eco”. De esta manera, ahora es una ecoindustria ecoquímica la que provee al empresario agrícola de fitoquímicos, la calidad de los alimentos sigue siendo bastante pobre, se mantiene una clase empresarial separada por una inmensa brecha de una masa de asalariados que reciben un jornal mísero por un trabajo repetitivo y agotador[1], los daños ambientales siguen siendo muy preocupantes, la concentración de tierras que desplaza a cada vez más gente del rural, especialmente a los agricultores con poca/media cantidad de tierras, se agrava y el lucro permanece como categoría central sobre otras como la sostenibilidad o la repoblación rural, completamente desterradas.

Huelga decir que una agricultura de este tipo es incompatible con una transformación positiva de la sociedad, por neofeudal y destructiva, así que no me detendré más en ella.

Sí que son interesantes algunas propuestas que se autoenmarcan dentro del ámbito de la agroecología que, con una modesta producción, pero la eliminación de intermediarios, logran asentar una cierta población en el mundo rural. Ejemplo de ello es la cooperativa agroecológica BAH, a partir de la que han surgido multitud de proyectos de naturaleza similar. Uno de ellos, de nombre “Los Esquimos”, asentado en Perales de Tajuña, asumirá próximamente la iniciativa de otorgar formación a quien lo desee en su escuela de horticultura.

Por otro lado, quizá la más sonada alternativa al modelo productivo convencional sea la conocida como permacultura[2], nacida a finales de los 70 a partir del trabajo de los australianos Bill Mollison y David Holmgrem. Esta disciplina, cada vez más generalizada a lo largo y ancho del territorio peninsular, engloba multitud de operaciones agrícolas y ganaderas muy útiles y a tener en cuenta y practicar, así como a personas muy valiosas enfocadas en el avance de la misma.

Sin embargo, considero conveniente una crítica a este modelo, por insuficiente, desarraigado y poco fiel a su nombre, resultante de la contracción “cultura permanente”. Si se pretende que sea una herramienta para la construcción de un mundo nuevo, mucho mejor que el actual orden social: tiránico, hostil al amor y a la convivencia, y profundamente desigual; es crucial sacar a relucir sus defectos y faltas, para pulirlos y completarlos.

En primer lugar, la permacultura, proveniente de culturas y territorios foráneos, además de haberse fraguado en el calor de la modernidad, obnubilada en sí misma, ignora el pasado (y presente) cultural, estructural y social de los pueblos peninsulares. Así, ahonda en la desmemoria que sufre la gestión tradicional, milenariamente sostenible, de los ecosistemas ibéricos[3]. Sobre el comunal, de cardinal importancia en nuestro territorio, no existen en ella referencias. Al contrario que en aquel, las iniciativas permaculturales consisten en la adquisición de un pedazo de tierra para cultivar, opción cada día menos factible, dada la decreciente capacidad adquisitiva y la creciente acumulación de la tierra en manos del Estado y las grandes empresas.

Es fundamental proponer recetas para el mantenimiento y recuperación de las tierras y medios de producción comunales, capaces de cohesionar un conjunto social de manera eficaz. No solo en el ámbito de lo material, sino que también otorga la base para una forma de vida convivencial y más libre, que a la vez facilita y depende de la existencia de un tipo de persona inclinada hacia el bien moral, la autoconstrucción personal, la capacidad de diálogo y el encuentro cordial, y la responsabilidad, entre otras.

La permacultura adolece de un análisis histórico y político que le permita comprender los motivos del punto al que hemos llegado, y por tanto ha de errar en sus soluciones. El término permanente se confunde con sostenible, y la diferencia es abismal. Como he descrito brevemente, los pueblos ibéricos fueron capaces de asegurar la existencia futura de sus ecosistemas en el pasado y, sin embargo, aquellas culturas hoy se han extinguido prácticamente. Si no fueron capaces de “permanecer” no fue por su mal hacer agropecuario, sino más bien por la brutalidad con que el ente estatal se propuso adueñarse de aquellos recursos, así como de la mano de obra que precisaba para industrializar el país.

La permacultura puede, a pequeña escala, corregir la debacle ambiental que la fractura de aquella cultura trajo, pero si no tiene voluntad revolucionaria, si no hace propia la propuesta de un cambio profundo de las estructuras de poder, de la ética individual o del sistema de propiedad no puede ofrecerse como permanente. No, porque nada propone para constituir una sociedad libre y hermanada, con unas oportunidades razonables para acceder a la tierra y formar comunidad. Para esto debe dotarse de una estrategia, como la que propone el proyecto de Transformación Integral, que le permita evitar que el sistema de poder se adueñe de ella (si esto le fuera posible) para corregir sus fallos garrafales y así apuntalar una ecodictadura.

Las sociedades tradicionales pretéritas asistieron a su resquebrajamiento tan pronto como el Estado se vio capaz de ello, al percibirlas como una amenaza y como una fuente de recursos. Las primeras, ya bastante debilitada su capacidad para recibir tal envite, finalmente sucumbieron ante la horda de veterinarios, técnicos forestales, propagandistas varios, ingenieros agrónomos y ganaderos, policías y militares, entre otros, en quien el poder estatal confió tal empresa[4].

Hay cosas aún más importantes que la sostenibilidad, que es perfectamente compatible con una vida esclava, solitaria y de espaldas a la verdad. Por eso animo a quienes con muy buenas intenciones se decantan por la permacultura y otras fórmulas similares, a que conozcan, profundicen y practiquen lo que desde la Transformación Integral venimos planteando. Porque para “permanecer” habrán de escoger, y o lo hacen bajo un modelo social de dictadura estatal o desde la voluntad de cultivar una sociedad nueva y superior (por muchos motivos), que sólo podrá serlo tras auto otorgarse una razonable libertad desde la que partir.

A continuación, propongo una breve bibliografía para seguir profundizando en el tema, recomiendo su estudio.

– “Tierra y sociedad en Castilla” – David E. Vassberg.

– “Naturaleza, ruralidad y civilización” – Félix Rodrigo Mora.

– “El común catalán” – David Algarra Bascón.

– Artículos varios de los autores María Bueno y Enrique Bardají, que pueden encontrarse en esta página web.

[1] Podría pensarse que esto es el resultado de un sistema meritocrático que premia a quien se esfuerza más que los demás (o es más listo, más tramposo, parte de una situación inicial más favorable, etc.) y esto le permite adueñarse de cantidades crecientes de tierra. Dejando a un lado la legitimidad de este modelo, la realidad es que la agricultura ultra concentrada actual no hubiera sido posible sin la actuación estatal, quien, por ejemplo, expolió violentamente los medios productivos comunales para favorecer una propiedad latifundista a su servicio. Este es solo un ejemplo de las muchas intervenciones de las que el aparato estatal se sirve para dar pie a una agricultura como la actual, cuya existencia solamente se puede explicar desde la voluntad de poder del mismo.

[2] A día de hoy, cuando se usa la palabra permacultura, se suele englobar otras iniciativas cercanas, como la agricultura natural de Masanobu Fukuoka, la agricultura regenerativa, el pastoreo racional, etc.

[3] Un hermoso ejemplo de ello nos lo ofrece Jaime Izquierdo Vallina en su obra “La conservación cultural de la naturaleza”. En este caso se hace eco de la realidad asturiana, pero es extrapolable a prácticamente toda la península Ibérica. Hoy en día, ya desarticuladas vía operación estatal aquellas sociedades que hacían posible esta formidable gestión de los recursos naturales, se pretende mantener por todos los medios aquellos ecosistemas tal como fueron abandonados. Así, lo que antaño era una fuente de riqueza, hoy es puro derroche: donde antes pastaban vacas, cabras, ovejas o cerdos, hoy es zona de campeo para las cuadrillas de desbrozadores.

[4] La mayoría de estas medidas se disfrazaron (y hoy lo hacen) de buenas intenciones. Para comprender cómo el llamado conservacionismo profundiza en la despoblación y la desposesión, el artículo “El conservacionismo contra la ruralidad, los pastores y los indígenas” de Enrique Bardají Cruz es de enorme ayuda.

 

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