Quien haya nacido en el siglo XX y esté libre de liberalismo, anarquismo, marxismo y fascismo (en dosis variables), que tire la primera piedra. Todas las ideologías de la ilustración-modernidad burguesa comparten una misma y genérica ignorancia por las mujeres. A estas alturas de la historia, empezamos a comprender la gravedad y trascendencia de ese olvido, que sólo ha cesado en periodos de guerra, con las mujeres utilizadas como obreras de sustitución en la retaguardia y en los breves periodos preelectorales, tras la presunción de que significaban una atractiva masa clientelar, que por su frágil posición económica y social se suponía una masa conservadora, dócil y, por tanto, manejable. Y esa misma presunción es la que a última hora ha llevado al Estado a producir su propio feminismo institucional, del que espera un gran rendimiento.
En su libro “Reencantar el mundo. El feminismo y la política”, dice Silvia Federicci (*) que “la reorganización a gran escala del proceso de acumulación―de la tierra, la casa y el salario― lleva en marcha desde 1973. Se ha considerado la tierra en su totalidad como un oikos a gestionar y no tanto como un terreno de la lucha de clases. Ha surgido un feminismo neoliberal que acepta las «racionalidades» del mercado y considera que el techo, no el hogar, es el centro simbólico de su arquitectura y la escalera, no la mesa redonda, su mobiliario”.
En ese libro Federicci se preocupa de no separar a las mujeres de la comunidad y los comunes, de tal modo que su visión política se acerca a lo integral: no hay comunes sin comunidad y no hay comunidad sin mujeres. Tampoco desvincula su visión feminista de la crítica a la ideología de la propiedad y sus criaturas, Capital y Estado.
La propiedad es posterior y contraria a los comunes. Es concepto cuyo violento origen ha sido bien ocultado, necesitado de hacerse escrito, parapetada su justificación tras un elaborado cuerpo jurídico conveniente a la razón de Estado. Los comunes, bien al contrario, desde siempre fueron convivenciales y pacíficos, orales, prejurídicos y preestatales. Todo eso lo sabe perfectamente Federicci y hace muy bien en no dar respuestas simples. Sus reflexiones vienen a proponer dos campos para una misma tarea emancipatoria: “reapropiación de los comunes y lucha colectiva contra las formas en que se nos ha dividido”. Sin embargo, echo en falta completar el sujeto: individual y colectivo.
No es un detalle menor ese olvido de la dimensión individual de la lucha, lo que no deja de ser una contradicción cuando al tiempo se dice “contra las formas en que se nos ha dividido” (o aislado, que es lo mismo); contradicción que se hace aún más evidente en alguna de las obligaciones propuestas en el libro, como la de que “los comunes implican obligaciones, además de derechos”, lo que es una directísima apelación a la responsabilidad personal como reverso inseparable de la libertad individual, no colectiva.
Que “hay que compartir la riqueza” lo dicen hasta los neoliberales…por decir que no quede. Me gusta cuando Federicci dice que “las comunidades de cuidado también son de resistencia, opuestas a las jerarquías sociales” y que “los comunes son el otro de la forma Estado”, aunque yo disienta cuando afirma que “el discurso de los comunes nace de la crisis del Estado”. Yo pienso que los comunes, si lo son, es como práctica y no como “discurso”. No una teoría, sino una práctica histórica preexistente al Estado, cuya verdad y virtud, no siendo discursivas, nunca necesitaron esperar a que se produjera la actual crisis del Estado, ni al desmoronamiento de su “Estadística” (sólo cuantitativa, masificadora).
Bienvenidas/os, pues, neomarxistas, neoanarquistas y neofeministas (los neoliberales están a lo suyo), si comienzan a ver en el estado/nación el vestigio de una era en absoluta decadencia, cuya autodestrucción avanzará sin esperar a la autoconstrucción de los comunes.
la reconstrucción de los comunes, que va muy lenta, que lleva su tiempo, sí, porque en los comunes se parte de casi nada: de individualidades deshechas y aisladas, incapacitadas para la libertad de conciencia, para la convivencia en comunidad y, en definitiva, incapacitadas para el autogobierno…y también, no olvidemos, lastradas con la carga de una memoria histórica que acumula demasiadas derrotas.
Tal es la diferencia de fuerzas, que resulta quimérico cualquier proyecto de victoria directa sobre el Estado. Un combate frontal concluiría en un nuevo y seguro fracaso para quienes tienen menos capacidad de resistencia en las condiciones de la selva. Pero tampoco se puede esperar a la autodestrucción de la Bestia, aunque ya la estamos viendo suceder, su largo historial de violencia nos hace dudar de una pronta y pacífica disolución, ni menos aún sospechamos que su degradación vaya a provocar el resurgimiento de los comunes. Éstos habrán de ser autoconstruidos en medio de un mundo en ruinas y a partir del mínimo rescoldo que ha logrado sobrevivir a nuestra maltrecha memoria colectiva. Tendríamos que haber aprendido antes las lecciones de la historia, que los comunes no pueden ser lo que no son, ni Estado, ni Capital, ni cuestión de Género.
El estado/nación, vestigio de una era en decadencia, que quiso lo imposible, ser comunidad. De ahí su inexorable y acelerada deriva, hacia su quiebra total.Su apariencia de comunidad depende totalmente de su eficacia discursiva-representativa y de la aplicación eficiente de su fuerza mediática e institucional, de su fuerza legal y bruta al cabo, pero también depende de la debilidad del individuo que produce el Estado, de su aislamiento social, del abandono y pérdida de su libertad de conciencia, de su incapacidad para la vida convivencial, da igual cualquier pretensión de fingir alternancia, igual que se vista de neoliberalismo o de progresismo, da igual, ni el más perfecto Estado puede concluir en algo que no sea fascismo, en acatamiento y veneración de las masas por la jerarquía y la autoridad, por un orden social que exonera a los individuos de la pesada carga de la libertad. Todo ello a cambio de una diversidad uniformada, multiculturalismo lo llaman, un “cómodo” infierno de igualdad, lo más contrario a la voluntad de con-vivir responsablemente, en libertad y comunidad.
A los activistas orientados hacia los partidos políticos y las contiendas electorales, hacia la burocracia, sus leyes y normativas, les sentaría bien empezar a involucrarse en la vida política, en un grado más profundo y menos superficial, en el mundo de la práctica social y la cultura comunitaria popular, por ejemplo.
Las formas convencionales de hacer política, mediante las instituciones convencionales y sus métodos establecidos, o al albor de su todopoderoso aparato mediático, sencillamente no pueden propiciar nada que mínimamente pueda aproximarse a la transformación integral hoy necesaria. No es tarea fácil, porque el aparato dominante ha inoculado sus premisas en lo más profundo de nuestra conciencia y de nuestra cultura; pero, si realmente queremos escapar de su lógica sofocante, no queda otra que investigar a fondo sobre todo ésto; ¿de qué otra forma podemos escapar a esa aberrante lógica, por la que primero agotamos el medio natural -al tiempo que a nosotros mismos-, produciendo mercancías sin límite ni sentido, y luego nos vemos obligados a una colosal tarea de reparación y reciclaje de todo lo producido/consumido, con nosotros incluidos en el mismo lote? Y todo eso para que la rueda siga girando sin parar, eternamente.
¿Y cómo tomar iniciativas propias, cuando la totalidad de nuestras vidas son dependientes de la evolución de los mercados financieros y de la infinidad de leyes y normas estatales, a su vez dependientes de la voluntad de esos mismos mercados, dopados y protegidos por los estados?. ¿Y cómo emprender nuevos caminos, cuando las directrices básicas del capitalismo son omnipresentes en nuestras vidas y conciencias individuales y erosionan cuanto tenemos en común, incluido el más básico equilibrio ecológico del que depende la reproducción de la vida toda?, ¿cómo juntar fuerzas y hacer unidad sindical sin fraternidad popular, metiendo la lucha de clases en la agenda capitalista, convirtiendo la asamblea en oficina de comité de empresa “liberado”, a nómina del Estado?
¿Cómo abordar un cambio tan profundo sin desentrañar antes nuestra íntima concepción del humano social que somos y del mundo?, lo que para nosotros significa ser humanos, nuestro concepto de la naturaleza de la que somos parte, todas nuestras rutinarias ideas sobre la existencia y el conocimiento…
El sentimiento de decadencia que inunda nuestra época es tan general como borroso y abstracto, compartido por infinidad de experiencias personales y colectivas muy diferentes, opuestas y contradictorias, sin duda determinadas por los diferentes contextos físicos y sociales, pero, sobre todo, por la ideología dominante, convertida a lo largo de muchos años en filtro y costumbre, determinante no sólo de la realidad cotidiana, sino también de nuestro modo de comprenderla y explicarla, sin otra semántica posible que la enseñada en aulas, oficinas y fábricas, conforme a la ideología de las élites mandantes. Cultura dominante e interiorizada, que individual y colectivamente es reproducida a partir de las diferencias personales, con resultado de un mosaico tan extenso como monótono, que parece abrumadoramente diverso y complejo, que no puede ser más confuso e incomprensible, generando impotencia y frustración en ese individuo devastado que somos, rendido al pensamiento débil, al que se le presentan tres básicas opciones: a) la más conservadora: “virgencita, virgencita, que me quede como estoy”; b) la reformista, “los experimentos con gaseosa”: mejoremos lo que tenemos, a ver si al menos podemos volver a la casilla del estado de bienestar; c) la nihilista: “yo a lo mío y que el mundo se vaya a la mierda si quiere”… mejor empezar de cero, que todo reviente y se pudra, para que nazca otro mundo, el que sea, pero “nuevo”.
La necesidad de un pensamiento fuerte nunca fue tan vital ni tan apremiante. El mediambientalismo de última hora, impuesto por la agenda neoliberal en su decadente deriva, ha logrado desprestigiar toda visión del mundo que ponga a nuestra especie en el centro, que sea antropocéntrica. Ante las catástrofes naturales que vemos sucederse, como la extinción de muchas especies, la contaminación a escala global, el cambio climático, o las sucesivas pandemias, abundan lamentos como que “la Tierra nos habla y no la escuchamos”, extendiendo un sentimiento de culpa indiscriminado, repartido universalmente, del que nadie se libra. Visto así, nadie en concreto envenena la atmósfera y las aguas de los océanos, nadie en concreto quema los bosques de la Amazonía, nadie en concreto es responsable de la agricultura industrial que agota la fertilidad de la tierra, nadie la deforesta, nadie la erosiona y nadie provoca su desertificación. Nadie es responsable de la medicina industrial que vive de enfermar a la gente, nadie es responsable en concreto, ahora todos somos culpables y todos estamos llamados a remediarlo, mediante exhaustivas campañas mediáticas, que distribuyen una culpa indiscriminada y universal, que apelan al despertar de una conciencia ecológica, que ahora, ¡mangas verdes!, se ha convertido en agenda global, cultural, comercial y política, de los mismos aparatos estatales que hasta ayer fomentaran la sistemática devastación de la Tierra y su biodiversidad.
Con tal aval no debería quedar sitio para duda alguna: el ecologismo, como los identitarismos de nuevo cuño, nacionalistas y de género, son los nuevos nichos de negocio a escala global, al modo de repentina pasión boy-scout de fin de semana, entre “ecologista-nacionalista-feminista”, una pizca de cada, que le sirve de flotador al sistema, pero que también destapa su falta de vergüenza y sólo retrasa su definitivo hundimiento.
Digámoslo cuanto antes: a la Tierra le importa un pepino que la especie humana se extinga. Es más, ni le importa ni le puede importar, ni eso ni nada, porque carece de conciencia propia. A ver si nos enteramos: hasta donde sabemos, la Tierra es un pequeño planeta entre otros miles de millones (¡quién sabe) que, como ellos, carece de conciencia y voluntad propia, que ni habla ni escucha, ni siente ni padece. Los únicos interesados en mantener la vida en la Tierra somos nosotros, los humanos. Ni siquiera le interesa al resto de seres vivos, que también carecen de conciencia y que todo su interés se concentra en comer, reproducirse y evitar ser comido. Sin despeinarse, la Tierra puede volver a ser una bola de magma y gases deambulando por el cosmos, perfectamente deshabitada, abandonada al azar y a la inercia de las esferas, tan convulsa como tranquila, sin ni siquiera una mínima bacteria encima y sin que por ello se le salten las lágrimas…¿cómo no ser antropocéntricos sin haber perdido antes el sentido de la realidad?…¿cómo, mientras sepamos lo que ya sabemos, que nuestro conocimiento del cosmos es todavía muy limitado y que somos una entre varias especies de simios…?, pero no una especie más, sino aquella que ha logrado evolucionar hasta alcanzar conciencia de sí, como de la naturaleza de la que procede y se nutre.
Pues bien, resulta que ese “pequeño” detalle le hace especialmente responsable a nuestra especie del mantenimiento del equilibrio ecológico que sirve a la reprodución de la vida y le permite evolucionar (y ésto es lo decisivo) en contra de la inexorable ley de la descomposición o entropía, por la que se rige el Cosmos…al menos hasta donde sabemos, insisto, que todavía es muy poco.
A partir de tan limitado conocimiento y para lo que ahora nos importa, supone una pérdida de tiempo y energía el enredarnos en especulaciones sobre el exacto orígen del Cosmos, de nuestro pequeño planeta y de la variante de simio que somos. Démonos tiempo, lo iremos sabiendo. Lo ahora urgente y necesario no es descubrir si hay agua o un mínimo rastro de vida, bacterias, en Marte, sino ocuparnos del agua y la vida existentes aquí y ahora, en este pequeño planeta del que somos parte, en cada aldea y en cada una de sus casas.
Somos antropocéntricos y somos depredadores, sí, lo somos porque no podemos ser otra cosa. Aunque quisiéramos limitarlo al máximo y nos autoengañemos haciéndonos veganos. ¿Por qué, si no, nos repugna menos comer una lechuga que una oveja, si ambas son formas de la misma vida?, ¿es porque la lechuga no tiene dos ojitos y esa mirada ovina que nos recuerda a la humana?, o ¿por qué machacar unas hierbas para preparar una infusión es mejor que machacar un ratón o una culebra, una araña o una mosca, para luego tirarlas a la basura? Sin duda que aún tenemos mucho margen de mejora, sin dejar de aceptar que somos simios, pero no necesariamente ignorantes, ni cínicos…¿o es que acaso podemos vivir sin comer a otras especies, alimentándonos sólo de minerales, aire y un poco de agua?
A partir de ese extravío de la inteligencia, resulta “normal” encontrar simios veganos y feministas, perfectamente ecologistas (feligreses de la Tierra), perfectamente capitalistas (feligreses de la Propiedad), al tiempo que perfectamente comunistas (feligreses de la Igualdad) y perfectamente fascistas (feligreses del Estado). A fuerza de costumbre se acaba haciendo lo que se piensa por costumbre. Y acabamos pensando lo que hacemos también por costumbre. Por adoctrinamiento y costumbre acabamos siendo feligreses de todo y de cualquier cosa. Pero resulta que, además de antropocéntrica y depredadora, la nuestra es también una especie “moral”, simios cuyo desarrollo evolutivo y capacidad de supervivencia es deudora de esa moralidad, entendida como inteligencia propia de la especie humana, social, convivencial y cooperativa, que se transmite culturalmente y luego genéticamente. Y aquí está el gran dilema, del que puede depender nuestra extinción o nuestro futuro, en un momento de nuestra historia en el que ya no caben medias tintas, verdades a medias, a estas alturas de un tiempo que se agota. Eludirlo, seguir la estrategia de la avestruz, nada soluciona. La gravedad de la situación, que ya no puede ser escondida, ni siquiera disimulada, nos obliga a levantar la cabeza, a observar la realidad y a elegir radicalmente. Ya no se trata de una contienda electoral, entre facciones o partidos, como si fuéramos equipos jugando una liga de fútbol, no, ésto nunca fue un juego simbólico, sino muy real y ahora más que nunca.
La condición de mercancía incluye a quienes la producen y consumen, en la medida en que todas las actividades humanas han sido progresivamente mercantilizadas y en la expansión global del capitalismo los modos de producción y consumo han sido industrializados. No podía ser de otro modo en un sistema necesariamente crecentista y desarrollista. La obtención de lucro se ha impuesto como exclusiva finalidad de las actividades, como de las relaciones humanas, desvaneciendo todos los espacios de altruismo y reduciendo la cooperación a efímeras e interesadas alianzas dirigidas a esa misma finalidad lucrativa, ampliada a una masa global de productores/consumidores.
El viejo modelo de la fábrica industrial, dedicada a la explotación de la fuerza de trabajo, está desapareciendo, sustituido por un generalizado sistema de autoexplotación, en el que cada individuo está forzado a actuar como emprendedor y empresario de sí mismo. La proletarización de la sociedad, lejos de desaparecer, se ha universalizado como relación de absoluta dependencia del par Mercado-Estado, que definitivamente ha alcanzado su más alto grado de fusión, en un reparto de ganancia a medias, plusvalía para la empresa y tributos para el Estado.
Se equivocan fatalmente quienes diagnostican que la agudización de las crisis inherentes a este sistema devendrán, necesariamente, en una insurrección revolucionaria, de unas masas que a base de precarización despertarán de su letargo, se rebelarán y acabarán recuperando, renovada, su antigua conciencia de clase. No puede darse esperanza más vacua e ilusoria que ésta, la de seguir teorizando sobre un sistema que ha dejado de ser una economía y es ya una sociedad y un modo de vida. La única revolución que por ahora podrían desempeñar estas masas estaría a la altura de la nula estatura moral de los aislados y asociales individuos que las forman, reclamantes pedigüeños de pequeños lucros y mucho orden, más Mercado y más Estado, más totalitarismo, más todavía.
Tenemos debilitado el sistema inmune que durante cientos de miles de años fue desarrollado en comunidades populares previas o al margen de los incipientes Estados. Debilitada en extremo esta inmunidad comunitaria de la especie, sólo cabe esperar, como vacuna, un antídoto propio, procedente de la misma cepa, la del Común, que nos sirva para recuperar la inmunidad perdida, la comunidad convivencial.
Conozco a liberales que son buenas personas, como también reconozco que las hay en otras ideologías, gente que cuida su relación con el otro, con la sociedad y con la naturaleza. No albergan ninguna duda al hacer su diagnóstico sobre lo que está sucediendo y atribuyen la responsabilidad de todo al “pensamiento políticamente correcto” que han logrado imponer marxistas y neomarxistas, como pensamiento y agenda culturalúnica, tras el fracaso histórico de la vía al socialismo mediante la lucha de clases, buscando su salvación por la vía de los identitarismos: de género, nacionalismos y ecologismos, fundamentalmente. Dicen esos liberales que el resultado es este caos que caracteriza al mundo global contemporáneo, con sus excreciones propias, todas totalitaristas, como los populismos que vemos emerger y proliferar a derecha e izquierda. Ahí sitúan el fracaso de las democracias liberales, en el éxito culpable del pensamiento políticamente correcto y su consecuencia en ciernes, la barbarie populista-totalitaria por toda herencia.
Yo pienso que todo este razonamiento liberal, pareciendo describir el presente y teniendo gran parte de base cierta en las evidencias que vemos sucederse, posee una verdad sólo aparente y sólo a medias; que no es sino un echar balones fuera, justificable sólo retóricamente. Se pasa por alto que el liberalismo tuvo un mal parto, que nació averiado, producto de una imagen burguesa del mundo, según la cual existe una aristocracia natural destinada a ser vanguardia y salvar al resto de la barbarie, a ese “pueblo” (al que siempre llamaron vulgo, común o chusma), que sólo tendría que emular a esa vanguardia aristocrática en sus buenas costumbres, dedicando sus días al noble esfuerzo de acumular virtud, conocimiento y, sobre todo, propiedades. Ese desprecio de partida, además de profundamente ignorante, a la larga ha devenido en fatalidad para el conjunto de nuestra especie en un mundo tan limitado como es la Tierra, obligándonos a competir por la propiedad como único medio de sobrevivir en un mundo cuyos nutrientes se agotan aceleradamente en la misma medida que se diluyen los vínculos sociales, en esencia altruistas y cooperativos, al tiempo que se acelera la explotación y agotamiento de los bienes naturales, propiciando su apropiación/acumulación presurosa y creciente, a partir de un primario instinto de supervivencia individual, en una endiablada y suicida dinámica propietarista-depredadora. Por eso que yo vea en el liberalismo burgués el orígen de todas estas tormentas y totalitarismos actuales, en todas sus variantes, sean éstas populistas y/o identitaristas, neoliberales y/o neomarxistas.
Individuo y comunidad: los comunes contra la propiedad y la democracia contra el estado. En las últimas décadas, por todo el mundo han venido surgiendo movimientos sociales opuestos a la apropiación generalizada de los recursos naturales, de los espacios y servicios “públicos” (así mal llamados, cuando en realidad han sido privatizados o apropiados por instituciones estatales de igual interés privado), al igual que sucede con el conocimiento y las redes de comunicación. De tal modo, que todos estos movimientos coinciden en “lo común” como fundamento de todas sus luchas. Pero, si bien se hacen cargo de la devastación de la comunidad, cierto es que vienen olvidando la devastación previa de la individualidad consciente, la responsable de construir la comunidad perdida. No pueden comprenderse las consecuencias del cercamiento de lo común, visto sólo como un proceso histórico-económico que sirviera para diluir todo rastro de comunidad popular, si al tiempo no se ve la disolución, a cargo de la modernidad burguesa, de aquel individuo consciente. Si “lo común” ha a ser el centro de todas las luchas del siglo en curso, convendrá saber que ello resulta imposible en connivencia con el sistema dominante. Mejor prever que lamentar, Democracia o Estado, hay que elegir.
El derecho de propiedad implica un concreto concepto del mundo. Es, además y sobre todo, institución y estructura que determina la forma y condiciones de vida de individuos y sociedades. Pero no una más, es la institución originaria del poder político en su forma de Estado, justificante de la dominación o gobierno de la sociedad por una minoría de individuos cuyo poder social es previamente militar, económico, político, en cualquiera de sus combinaciones. Proviene de un expolio o apropiación “normalizada y sistemática” de los bienes naturales y culturales (tierra y conocimiento), que es contraria a la propia naturaleza común y universal de esos bienes. Se trata de un expolio legalizado e institucionalizado, un delito blanqueado, de hurto al Común, que sólo se justifica y sostiene por violencia, adoctrinamiento y costumbre, a cargo de esas dos instituciones/estructuras que actúan en tandem, la Propiedad y el Estado. La Propiedad que crea el Estado para que la proteja.
La tierra y el conocimiento son inseparables de la experiencia existencial propiamente humana. El metabolismo de nuestras vidas es absolutamente dependiente de ambos vectores, se produce a partir de una simultánea y necesaria interacción con ellos y entre ellos, como materia prima esencial y nutriente de la vida humana. Competir por su apropiación es contranatural, antisocial y amoral; opera sólo a favor del instinto individual de supervivencia y sólo a muy corto plazo, pero a la larga lo hace contra la supervivencia del conjunto de la especie, porque esboza y propicia su autoextinción, sea por agotamiento de las materias primas o sea por la autodestrucción que provoca la permanente lucha por su apropiación/acumulación. La propiedad o apropiación de estos comunes universales, tanto privada como pública, opera contra el futuro de nuestra especie; es increíble que todavía tengamos que insistir en ello durante las próximas décadas.
Sabemos que la institución de la propiedad de la tierra surgió hace sólo diez mil años y que los primeros esbozos de Estado aparecen como su consecuencia, con la agricultura y el asentamiento humano en concentraciones urbanas. Menospreciamos la inteligencia de nuestra especie si pensamos que durante cientos de miles de años pudimos perdurar y evolucionar sin propiedad ni estado, sólo porque entonces fuéramos pocos y necesariamente ignorantes. Es precisamente en la situación actual, cuando somos muchos y tenemos más conocimiento y perspectiva histórica, cuando una mínima lógica de supervivencia debería hacernos pensar en la conveniencia de prescindir de la amenaza letal que supone hoy la pervivencia de la Propiedad y del Estado. No hacerlo supone un seguro hacia la extinción, en una deriva paralela a la del resto de las especies menos evolucionadas, cuya existencia depende sólo de su capacidad depredadora y de los azares de la suerte, algo similar a lo que ahora nos sucede a nosotros, aunque nosotros llamemos capitalismo a nuestra propia ley “natural” de la selva, que promulgan e imponen los estados.
El miedo que hoy recorre el mundo, sabemos que no proviene exclusivamente de la pandemia que sufrimos actualmente. Sabemos que tiene un recorrido histórico, que con la pandemia se ha acelerado, haciendo saltar todas las alertas, obligándonos a sentir un vértigo existencial ante los indicios de un abismo inminente. Este miedo es una gran oportunidad si no logra paralizarnos, si lo sentimos como un aviso ¿a tiempo?…eso sólo lo sabremos mientras caemos en él o mientras logramos sortearlo (si fuéramos capaces de revertir la inercia histórica, esa fuerza gravitatoria que nos aboca a la extinción).
Ni siquiera cabe comparar este suicidio colectivo con el de los miles de ñus que cada año, en busca de mejor pasto, se abandonan a la inercia de la manada en masa, perdiendo la vida al cruzar un gran río plagado de cocodrilos.
Lo que llamamos “democracia” es quimera cuando no ardid, sirve para construir “otra” realidad a partir de una representación-teatralización de la original y es un juego que comenzó mal, con cartas previamente marcadas, las de la propiedad y la jerarquía. Pretendemos ignorar que la democracia real sólo es posible en relaciones de convivencialidad y comunidad, sólo en la proximidad social y geográfica que habitamos y conocemos como “territorio”, comarca o “país”, paisaje común compartido, por el que se reconoce entre sí la “paisanía”, la comunidad de individuos que habitan el territorio.
Sólo es posible la democracia si es la comunidad quien se ocupa de respetar y cuidar la libertad y autonomía (soberanía) de cada individuo concreto y real, no la de un individuo-ciudadano-contribuyente tomado en abstracto. Sólo será democracia real si cada individuo y su comunidad se hacen responsables respectivos de su propio autogobierno. Y universalmente responsables de la justa y ecológica autogestión de los bienes compartidos en común. La democracia, si quiere ser real, ha de ser autoconstruida, como soberana y autónoma república comunitaria y, por tanto, incompatible con todo poder previo, ajeno o superior (como, obviamente, son la Propiedad y el Estado).
Hasta donde sabemos, todo cuanto existe o es algo físico o es algo inmaterial, es materia o es relación que vincula los elementos de la materia, formando un todo a partir de esa inseparable dualidad materíal/relacional, que no es sumatorio, sino realidad holística, integral. Todo lo que producimos lo hacemos a partir de la Tierra y el Conocimiento. Y si algo se puede comprar o vender, sea natural o producido, material o inmaterial, es por la impuesta existencia de una institución previa, un derecho de apropiación o propiedad, que lo convierte en mercancía. Pues bien, ese “algo” que se puede comprar y vender hoy es potencialmente “todo”: la materia prima, la herramienta, los saberes y habilidades, el conocimiento, el producto, la fuerza de trabajo y el propio productor/consumidor…hasta llegar al absurdo de producir, comprar, vender y alquilar el propio dinero, convertido en el producto-mercancía principal y más rentable, de modo que su mercadeo ya es la etérea base de toda la economía mundial, fundamentada en la compraventa y alquiler de “futuros”, que no son sino consumo anticipado de un futuro inexistente, ya consumido.
A partir de principios universales, de ética, ecología y democracia, no cabe otra legitimidad que la del derecho de uso por sobre el de propiedad, quedando ésta limitada únicamente a aquello “producido” individual o colectivamente a partir del Procomún universal, la Tierra y el Conocimiento. Así, un individuo o una comunidad podrán ser usuarios, pero nunca propietarios del Procomún, su derecho (individual o colectivo) de propiedad sólo alcanza a aquello que cada individuo o colectivo producen con sus propias manos, inteligencia y esfuerzo.
Gestionar lo común, la convivencia y sus propios conflictos, es la misión de la democracia a construir, lo que sólo es posible en asamblea convivencial, soberana y autónoma, de individuos igualmente únicos y diferentes e igualmente libres y responsables.
Para hacer ésto posible será necesaria una transformación radical de la forma en que convivimos y otra forma de habitar la Tierra, en coherencia con dichos principios.
Habrá que deshabitar las ciudades, sin renunciar a hacerlas habitables. Y habrá que habitar los campos, renunciando a llenarlo todo y volver a reproducir el mal ejemplo de las ciudades. Habrá que dejar de construir casas sobre terrenos fértiles y, a ser posible, construir las nuevas casas en los más improductivos. Y de no ser ésto posible, habrá que restituir la naturaleza ocupada con un huerto-invernadero en la terraza o bajo cubierta, por ejemplo.
La casa tiene que dejar de ser sólo un techo, debe incluir espacios productivos propios, que permitan la máxima autosuficiencia y autonomía de la comunidad doméstica que la habita. Preferiblemente, no serán casas aisladas, sino “en manzana”, aunque haya distancia y privacidad entre ellas. Construir en manzana es mucho más que una forma de diseño constructivo, es diseñar en común una básica vecindad, de proximidad y comunal, dotada de autonomía y comunales propios. Respetando la privacidad y autonomía de cada casa, la manzana puede integrar espacios comunitarios para la autoproducción de bienes y servicios que completen la autosuficiencia alimentaria y energética de cada casa, puede incorporar espacios y equipamientos comunes para la convivencia y la ayuda mutua, para el cuidado de niños, ancianos y enfermos, por ejemplo.
Manzanas de casas conectadas al entramado urbano sin solución de continuidad, regeneradoras de las asociales y feas urbes producto del progresismo modernista, hortera e industrial; casas y manzanas generadoras de nuevas urbes de tamaño relacional, humano, pensadas y construidas para hacer posible la convivencia, urbes a las que podremos llamar “vecindades”, sean pequeñas o grandes, acabando con la segregación entre “pueblos” y “ciudades” (pueblos crecientemente desahabitados y ciudades crecientemente masificadas e inhabitables). Y acabar con la segregación entre pueblerinos y urbanitas, campesinos e industriales, productores y consumidores. Casas que forman manzanas, que a su vez forman barrios y distritos, urbes tan campesinas como industriales, que no tapan la naturaleza sino que se integran en ella, además de propiciar la convivencialidad y la democracia. Es el nuevo y necesario urbanismo, cuyo diseño empieza con un cambio radical en el concepto de vivienda: la casa como básica comunidad doméstica, integrada en vecindades locales y paisanías territoriales. Pero tal empeño será inviable sin un cambio radical de perspectiva y sin una severa corrección de los llamados “derechos humanos”.
¿Intercambio, sin mercancía y sin dinero? Aunque el derecho de propiedad se limitara a lo que produce un individuo o un colectivo con sus propias manos, herramientas e inteligencia, si este derecho sigue implicando que el producto se convierta en objeto de mercadeo (mercancía sin intrínseco valor de uso, sino exclusivamente monetario, variable y especulativo, según su escasez o abundancia y según el ánimo de lucro de su propietario), la acumulación de capital (capitalismo) estará de nuevo servida y nada habrá cambiado. Sólo el valor de uso, no monetario y al margen del mercado, garantiza la producción limitada a lo necesario y, por ende, la reproducción de la biodiversidad que nutre y sostiene la vida, obligada esta producción a ser tan ética como ecológica y democrática.
Más allá del trueque, cierto que todavía no sabemos cómo nombrar a este “mercado sin mercancía y sin dinero”…pero, como tantas otras cosas, es cuestión de práctica y de tiempo.
Siendo impredecible, el futuro de nuestra especie depende a medio plazo del éxito de este empeño por instituir el Procomún universal: sustituir el derecho de propiedad por el derecho de uso, de la Tierra y el Conocimiento. Porque, sin derecho de apropiación, ¿qué sentido tiene el Estado que nació para protegerlo?, ¿y qué sentido tiene un Mercado sin mercancía, si todo se puede intercambiar o donar, pero nada se puede comprar, vender o alquilar, ni por tanto acumular?…¿qué sentido, si no ha lugar al lucro, si no hay negocio en ningún intercambio o transacción?, ¿qué sentido si la economía y la política dejan de existir por cuenta propia, al margen de la vida y sus necesidades?
La organización de las sociedades humanas en democracia real (autogobierno), a mi entendertiene como misión la libertad interdependiente y responsable del individuo social, asociado en comunidades éticas, democráticas y ecológicas. Comunidades que administren y garanticen a cada individuo el derecho de acceso y uso de los bienes comunales, un individuo que a su vez asume su deber de autonomía personal, con responsabilidad ecológica comunitaria y universal. ¿Dónde encontrar la diferencia real entre el derecho de propiedad y el de uso?, ¿cuál es, por ejemplo, la diferencia real entre el derecho de propiedad sobre una vivienda y el derecho a su uso de por vida?, ¿entre el derecho de apropiación de un terreno y el derecho a usarlo y cultivarlo para obtener una cosecha con la que poder satisfacer necesidades propias?…sólo cabe una respuesta: la expectativa de lucro o negocio por parte de la propiedad, no hay otra diferencia real. Habrá quien me diga ¿y qué pasa entonces con el derecho de herencia? Yo creo que el derecho de uso, de una casa o de una tierra, incluye a quienes forman parte de la comunidad doméstica, sean éstos parientes o no. Y concluye con la muerte, ¿o no?
Con el porvenir suspendido, vivimos una época extraña e inquietante, en el que nada que no sea capitalismo nos parece posible; si acaso, alguna reforma y mejora puntual, que aunque fuera en mínima parte, pudiera retrotraernos a su “mejor” época, la del estado de bienestar, a aquella socialdemocracia o socialismo neocapitalista surgido de la Segunda Guerra Mundial, que alcanzara su auge en los años 80 y 90 del pasado siglo. Con su terrible incapacidad para encontrar solución a sus propias crisis y a los desastres que engendra, la globalización no le ha servido para desembarazarse de su origen y esencia totalitaria, estatalista. Parece seguir teniendo asegurada su continuidad y reproducción, su dominio sobre la sociedad, a pesar de sus irresolubles contradicciones, y todavía la mayoría de la sociedad no vislumbra otra alternativa. El hundimiento del socialismo y la deriva neoliberal de sus “progresistas” restos, han taponado todo ánimo de disidencia y rebeldí, agravando la impotencia de la acción política hasta creerla imposible.
Las izquierdas opositoras vieron su tabla de salvación en los identitarismos nacionalistas y de género y ahora en los populismos, pero han acabado ahogadas en sus propias contradicciones y consecuencias, ya perfectamente asumidas e integradas por la agenda neoliberal. Como reacción consecuente, en el inmediato futuro veremos surgir una nueva fuerza política de inspiración conspiranoide, competidora de los populismos de izquierdas y derechas, como éstos igualmente impulsada como novedad mediática, que vendrá a rellenar ese nuevo segmento del entretenimiento político, el mercado electoral, que sólo servirá para alargar un poco la agonía del sistema dominante, regalándole una mínima y efímera prórroga. Será así porque nada, sólo más aturdimiento y confusión, podrá aportar el próximo Partido Conspiranoico a la evitación del Desastre que se avecina como autoextinción o como transhumanismo, que viene a ser lo mismo.
Quienes tanta prisa se dieron en sentenciar la tragedia de los comunes, nos han conducido a la tragedia de lo no común. La idea de un destino común de la humanidad todavía es muy lejana, en todo el paisaje que vemos impera la competencia en lucha fratricida, los caminos hacia la cooperación están obturados y en realidad vivimos la tragedia de “lo no común”. El culo de saco en que nos encontramos explica la nulidad del individuo junto al desarme ético y político de la sociedad. Lo mismo que experimentamos el precio a pagar al capitalismo por su falta de límites, lo experimentamos como debilidad de la democracia, secuestrada por Estados que ya no tienen otra función que la de someter al conjunto de la sociedad a las exigencias del Mercado.
Si “lo común” es hoy tan relevante es porque revoca radicalmente las ilusorias esperanzas del progresismo desarrollista. La denuncia neoliberal del intervencionismo estatal es pura pose y táctica electoral; el neoliberalismo no quiere menos Estado, lo quiere más barato. Y lo que ha demostrado la socialdemocracia es que la propiedad pública (lo público) no es una protección de lo común, sino una forma colectiva de propiedad privada reservada a la clase dominante, de la que ésta puede disponer a su antojo, expoliando a las poblaciones en beneficio de sus particulares intereses.
El izquierdismo estatalista nunca comprendió la naturaleza integral –ética, ecológica y democrática– de lo común, siempre tuvo en la cabeza y en sus programas de gobierno “lo público-estatal” que opera a favor del derechismo igualmente estatalista, acabando por parasitar y privatizar lo común por élites, vanguardias y camarillas. Siempre hicieron causa común con las derechas en su ridiculización y desprestigio de los comunes, como del autogobierno en democracia directa.
Constatada hoy la emergencia, al menos intelectual, de los comunes y el autogobierno, no debería despistarnos esa puesta de moda si sólo es intelectual y/o académica, si es ajena a principios y prácticas, si sólo es táctica y no fundamentada en valores y principios. El decadente progresismo estatalista permanece al acecho de cualquier oportunidad y no dudará en buscar ventaja y beneficio. He leído con interés lo que dice David Bollier (**), líder intelectual de Guerrilla Translation, que en su introducción al libro “Pensar los Comunes” (***), viene a decir lo que sigue, activando en mí todas las prevenciones y alarmas:
“Por lo tanto, nos negamos a dar por hecho que el Estado nación es el único sistema de poder realista para hacer frente a nuestros temores y ofrecer soluciones. Porque no lo es. El Estado nación es más bien un vestigio de una era en decadencia. Lo que pasa es que los círculos respetables rechazan considerar alternativas desde la periferia por temor a ser tildados de ofuscados o locos. No obstante, hoy en día las deficiencias estructurales del Estado nación y de su alianza con los mercados impulsados por el capital son más que evidentes y es algo que a duras penas puede negarse. No tenemos más remedio que abandonar nuestros temores y empezar a considerar ideas frescas desde los márgenes”.
(Hasta ahí, perfecto, pero sigue)
“Pero, tranquilidad: ir más allá del Estado nación no significa sinel Estado nación. Significa que debemos alterar significativamente el poder del Estado introduciendo nuevas lógicas operativas y actores institucionales. De hecho, gran parte de este libro está enfocado en esa necesidad. Modestia aparte, consideramos la creación de procomún como una forma de incubar nuevas prácticas sociales y lógicas culturales que, aunque se encuentran firmemente arraigadas en la experiencia cotidiana, pueden federarse para aunar fuerzas y enriquecerse mutuamente y así germinar una nueva cultura que pueda adentrarse en las camarillas del poder estatal”.
Por todo ello, ésto es lo que propongo como antídoto: revolución/transformación integral y de código abierto. Huir de toda tentación de liderazgo, que por su propia dinámica autoritaria termina siendo faccioso. No creer que tenemos todos los argumentos ni toda la razón. Pensar que compartimos principios básicos con personas y movimientos sociales. Que sólo aunando fuerzas será posible construir las mayorías sociales que pueden cambiar la sociedad, además de quitar gobiernos. Que el ámbito propio del combate revolucionario no es teórico, sino práctico en esencia, a desenvolver en y desde el interior de la sociedad, no en el circo parlamentarista, sea éste político o mediático, que en ambos casos viene a ser tan hueco como nefasto. Ningún personalismo, ningún centralismo, una red difusa y masiva de personas, autoorganizadas y libremente adheridas a un Pacto del Común, local y global, que a partir de un básico acuerdo en ”lo común” (como un Linux de código abierto) funcione cooperativamente, como una Wikipedia.
Un pacto autoconstruido y autoconstituyente de ajuntamiento glocal, asambleas autónomas, localmente autoconstituidas, confluyentes hacia una estrategia global a partir de sus propias circunstancias y estrategias, en redes territoriales de cooperación y apoyo mutuo. Mi personal propuesta de principios básicos es de código abierto (quien tenga otra propuesta que lo diga): 1. Individuo libre y responsable, autoconstruido y constructor de comunidades convivenciales. 2. Tierra y conocimiento como Procomún universal y 3. Autogobierno en asambleas locales (ajuntamientos de vecindad) y territoriales (ajuntamientos de paisanía), libremente confederados en mancomunidades y redes de cooperación y ayuda mutua, en todas las escalas territoriales.
Notas:
(*) Silvia Federicci es escritora, profesora y activista feminista italo-estadounidense. En sus trabajos concluye que el trabajo reproductivo y de cuidados que hacen gratis las mujeres es la base sobre la que se sostiene el capitalismo. En los años setenta fue una de las impulsoras de las campañas que comenzaron a reivindicar un salario para el trabajo doméstico realizado por las mujeres sin ninguna retribución ni reconocimiento como demanda de la economía feminista. En la década de 1980 trabajó durante varios años como profesora en Nigeria. Ambas trayectorias convergen en dos de sus obras más conocidas: Calibán y la bruja: mujeres, cuerpo y acumulación originaria (2004) y Revolución en punto cero: trabajo doméstico, reproducción y luchas feministas (2013). Se sitúa en el movimiento autónomo, dentro de la tradición marxista, a la que critica desde el feminismo por considerar que Marx solamente valoró el trabajo asalariado y obvió el trabajo reproductivo -véase en este sentido su libro de 2018 El patriarcado del salario. En la actualidad es profesora emérita de la Universidad Hofstra, en Nueva York.
(**) David Bollier es un activista estadounidense, escritor y estratega político. Es becario senior en The Norman Lear Center en el USAC Annenberg School for Communication, colabora con asiduidad con el productor/guionista televisivo Norman Lear, y escribe informes sobre tecnología para la Aspen Institute. Es también director de On the Commons, donde escribe con frecuencia y define su trabajo como «enfocado en promocionar los bienes comunales, haciendo entender cómo las tecnologías digitales están cambiando la cultura democrática, luchando contra los excesos de las leyes de propiedad intelectual, fortaleciendo los derechos del consumidor y promoviendo el activismo social.” Es cofundador del grupo de interés público Public Knowledge, donde actúa como miembro numerario y También preside On the Commons(OTC), centro de estrategia del movimiento de los comunes fundado en 2001.
Fuente: Blog de Nanín