El 14 de abril sigue siendo una fecha de referencia para quienes conmemoran la instauración de la II República, al mismo tiempo que reivindican el legado político de aquella experiencia histórica. Sin embargo, cuanto más se conoce dicho periodo más rechazo suscita en la población, sobre todo en la medida en que aquel régimen se caracterizó por su extrema violencia y crueldad con el pueblo llano.[1] A pesar de esto se sigue sin entender el significado histórico del régimen republicano, especialmente en la medida en que esta experiencia es sustraída del marco histórico general del que forma parte, y es reducida a una simple lucha de poder entre diferentes grupos sociales y políticos.
En primer lugar hay que contextualizar el advenimiento de la II República en términos históricos e internacionales, lo que significa tomar como referencia los grandes procesos en los que se vio envuelto el Estado español en su desarrollo histórico. Esto nos obliga a considerar la influencia de los factores externos, situados en la arena internacional, en el cambio de la forma monárquica del Estado a la forma republicana.[2] En lo que a esto respecta no hay que perder de vista que los Estados europeos estaban inmersos desde hacía varios siglos en un proceso de modernización permanente, lo que era fruto de su mutua competición en la esfera internacional. Con modernización nos referimos a un movimiento histórico-político hacia formas de gobierno de carácter burocrático, racionalizado, centralizado e impersonal,[3] que supusieron la concentración, acumulación y centralización de una cantidad creciente de poder en manos del Estado para adaptar su esfera doméstica a los desafíos de la competición geopolítica internacional. La modernización constituye, desde esta perspectiva política e internacional, parte del proceso de construcción del Estado territorial y soberano.
En la medida en que los Estados no existen en el vacío, sino que por el contrario forman parte de un sistema de Estados en el que interactúan y donde impera un contexto de competición y mutua hostilidad, no puede ignorarse la influencia que el medio internacional ejerce sobre la esfera doméstica de los Estados. Así pues, en dicho medio se desarrollan una serie de relaciones de las que de un modo espontáneo y no intencionado se forma una estructura de poder fruto de la desigual distribución de capacidades internas de los Estados.[4] Esta circunstancia es la que hace que la estructura de poder presione sobre el interior de los Estados y afecte no sólo a su comportamiento en el ámbito internacional, sino también a su constitución interna.[5] La modernización como tal no es sino el efecto no premeditado de la competición geopolítica de los Estados, y en la que la guerra ha desempeñado un papel central como impulsora del cambio político en la esfera doméstica.[6] De este modo la modernización es el proceso de permanente adaptación del ámbito interior de los Estados a los constantes desafíos presentados por la esfera internacional.
El Estado español había ostentado una posición dominante en el sistema internacional hasta el s. XVII, y a partir de entonces declinó como gran potencia en la medida en que otros Estados le tomaron la delantera como fueron los casos de Francia e Inglaterra. España sólo conservó cierta relevancia internacional gracias a sus posesiones coloniales en América hasta el s. XVIII, siendo para entonces una potencia de segunda fila. Tanto Francia como Inglaterra desarrollaron una serie de cambios en sus respectivas esferas domésticas que les permitieron aumentar sus capacidades nacionales, y con ello maximizar su poder tanto a nivel interno como a nivel externo en su competición por la hegemonía internacional. Esto fue muy evidente en el transcurso de las guerras napoleónicas, debido sobre todo a que la preeminencia de Francia se debió a los cambios que se produjeron en la constitución interna del Estado como consecuencia de la revolución. A través de la revolución Francia estableció un gobierno directo sobre la población, lo que incrementó sus capacidades organizativas para movilizar una cantidad creciente de recursos materiales, económicos, humanos, etc., con los que aumentó su poder militar y, por tanto, su poder internacional.[7] Sin embargo, en España los cambios necesarios para situar al país al mismo nivel que las restantes grandes potencias del momento no fueron llevados a cabo, y cuando estos intentaron ser puestos en práctica tras la derrota de Napoleón encontraron una fortísima oposición entre la población.
Mientras la Francia revolucionaria fue capaz de reunir una fuerza militar de casi un millón de efectivos gracias a la modernización acelerada del Estado, España se sumió en un estado de postración internacional ante la arrolladora maquinaria de guerra francesa, hasta el punto de ser invadida. Tal es así que la resistencia armada contra Napoleón fue ejecutada por el propio pueblo, mientras las élites locales rendían pleitesía a los ocupantes. Esta manifiesta posición de debilidad internacional condujo a la élite mandante española a tomar medidas enérgicas dirigidas a aumentar el poder del Estado mediante un incremento del control sobre su territorio, es decir, sobre la población y los recursos materiales, económicos, etc., disponibles. Esto supuso la imitación del modelo que representaba en aquel momento Francia, lo que dio comienzo a la revolución liberal con la promulgación de la constitución de Cádiz de 1812.[8] A partir de entonces el Estado español se sumió en un ciclo de experimentación política dirigido a modernizar sus estructuras internas con el propósito de reforzar su poder militar y recuperar el estatus de gran potencia. Fue un proceso liderado por los mandos militares, pues no olvidemos que el Estado moderno fue hasta bien entrado el s. XX una institución exclusivamente militar, y por ello una máquina para la guerra que únicamente de forma tardía desarrolló otro tipo de funciones de carácter civil.[9]
Como consecuencia del papel dominante del ejército en la política española del s. XIX algunos autores, como Daniel R. Headrick, muy acertadamente han catalogado el sistema político español de aquel entonces como un sistema pretoriano.[10] Esto conllevó la permanente experimentación de regímenes políticos diferentes que no terminaron de funcionar, y que sumieron al país en una constante guerra civil debido a la oposición popular que suscitó el crecimiento del Estado y su progresiva intromisión en una cada vez mayor cantidad de ámbitos de todo tipo.[11] Por el camino España perdió su imperio y en diferentes ocasiones, como durante la I República, el Estado estuvo a punto de desaparecer. Por tanto, el proceso de modernización del Estado español sumió al país en una profunda crisis política y social que a largo plazo impidió que lograse recuperar su antiguo estatus de gran potencia en el concierto internacional. Sin embargo, esto no hizo que los intentos de la élite mandante cesaran en la búsqueda de ese relanzamiento del Estado en la esfera internacional, lo que, como decimos, implicaba la transformación de su esfera interior y la adaptación de la sociedad a sus necesidades estratégicas en la lucha geopolítica internacional. Esto se concretaba en incrementar los recursos del Estado para poder costear un ejército moderno y más grande con el que competir con éxito frente a otras potencias. Pues no olvidemos que la modernización del ejército, tanto en el terreno organizativo como en el tecnológico, tiene efectos sobre la estructura y organización del Estado, y consecuentemente en el cambio político.[12]
Así pues, la historia de España desde el s. XIX hasta bien entrado el s. XX fue una historia de resistencia popular al crecimiento del Estado que impulsó el liberalismo, y sobre todo los mandos militares que lideraron la revolución liberal. Nos referimos a todos esos espadones que segaron la vida de quienes se les opusieron: Rafael del Riego, Baldomero Espartero, Leopoldo O’Donnell, Juan Prim, Francisco Serrano, Manuel Pavía, etc. El contexto de permanente inestabilidad social y política derivada de la impopularidad de las élites mandantes y sus estructuras de poder político, condujo a una progresiva descomposición de España como proyecto imperial que se evidenció tras la derrota frente a EEUU en el control de sus últimas colonias de ultramar. Esta situación generó la determinación en las élites de reforzar la posición del Estado frente a la sociedad, sobre todo para afirmar su autoridad y aumentar su poder militar. Así, la modernización del Estado alcanzó un punto crítico en la etapa posterior a la Gran Guerra debido al desarrollo económico que España vivió gracias a su neutralidad. En un contexto de conflictividad social creciente, unido a fracasos tan sonoros como el del Annual, y el cambio en la situación internacional debido a que las grandes potencias industriales recuperaron rápidamente los mercados que habían cedido a España durante la contienda, condujeron a la instauración de una dictadura militar de inspiración fascista bajo el mando del general Miguel Primo de Rivera y con el beneplácito de Alfonso XIII.
La dictadura de Primo de Rivera sirvió para reestabilizar el sistema de dominación y modernizar el Estado en ámbitos como el financiero, fiscal, administrativo e industrial, al mismo tiempo que aumentó su tamaño y con ello incrementó su contacto con la sociedad que lo recibió con especial rechazo.[13] Esto se inscribió en el marco de una política exterior más agresiva y de signo expansionista en el norte de África, de lo que el desembarco de Alhucemas es una clara muestra. La centralización, concentración y acumulación de poderes en manos del Estado supuso un importante desgaste político para el régimen establecido, lo que aumentó su inestabilidad a pesar de haber logrado cooptar temporalmente a ciertos sectores políticos y sociales, como PSOE-UGT, con la formación de un directorio civil. A lo que cabe añadir la milenaria tradición antimilitarista de las clases populares y su resistencia a colaborar en las aventuras imperialistas de la élite dominante.
En este contexto histórico y sociopolítico en el que el grado de agitación social era creciente, así como el descrédito de la dictadura y del monarca que la apoyó, la instauración de la II República se entiende como el comienzo de un nuevo ciclo de modernización del Estado. En lo que a esto se refiere la proclamación de la República fue antes que nada una imposición de los mandos militares, muy al contrario de lo que la historiografía oficial ha hecho creer. En las elecciones de 1931 las candidaturas republicanas en conjunto sólo lograron 5.875 concejales, mientras que las candidaturas monárquicas obtuvieron 22.150, todo lo cual no impidió la proclamación de la República.[14] Esto no hace sino demostrar que esta proclamación supuso la imposición de un nuevo régimen político llevada a cabo por las altas esferas del poder constituido con el ejército a la cabeza. Entre los mandos militares que participaron en la conspiración que facilitó el advenimiento de la II República destacaron el general Goded, Queipo de Llano, Mola y muchos otros.[15] Basta con señalar que el monarca únicamente se decidió a abandonar el país en su flamante hispano-suiza cuando el general Sanjurjo, director general de la guardia civil, le informó de que no podía garantizar su seguridad personal.[16]
A tenor de todo lo hasta ahora dicho puede afirmarse que la instauración de la II República fue una revolución desde arriba para, así, evitar una revolución desde abajo que con el paso del tiempo se hacía más probable dada la agitación popular y la propagación de planteamientos revolucionarios entre amplios sectores de la sociedad.[17] De esta manera las ansias de libertad de la población intentaron ser apaciguadas y reencauzadas mediante este cambio de régimen, con el propósito de crear una nueva legitimidad que facilitase el relanzamiento del proyecto de modernización del Estado, y consecuentemente el incremento de sus poderes con vistas a recuperar un papel relevante en el concierto de las naciones europeas. El crecimiento del aparato represivo,[18] los intentos de modernizar el ejército, el aumento de las cargas fiscales sobre la población, el impulso dado a los negocios de las clases acaudaladas con la expansión del trabajo asalariado, el sector financiero, etc.,[19] generaron una fuerte oposición popular que recrudeció la represión como respuesta de las élites.
En general la II República puso en marcha una serie de medidas dirigidas a movilizar los recursos disponibles en el país para aumentar las capacidades nacionales con las que apuntalar un crecido poder militar, y de esta forma jugar un papel relevante en el ámbito internacional de cara a garantizar a España una esfera de poder propia en el norte de África. Esto es lo que explica la implementación de un conjunto de políticas dirigidas a establecer un capitalismo más agresivo, adaptado a las exigencias de las clases más pudientes y a las crecientes necesidades industrializadoras. Para conseguir este objetivo, y aumentar la base tributaria del Estado, fue necesario reforzar a este último como así lo hizo el nuevo ordenamiento constitucional. A lo que le acompañó la creación de nuevos cuerpos represivos como la guardia de asalto, además de diferentes leyes que restringieron las garantías y libertades formales. Nos referimos, por ejemplo, al artículo 42 de la constitución para la suspensión de dichas garantías y libertades si lo exigía el bien del Estado; el artículo 76 d que dotaba al presidente de la República de poderes exorbitantes; diferentes leyes como la ley de Defensa de la República del 21 de octubre de 1931;[20] o la ley de Orden Público del 28 de julio de 1933 que fue promulgada con Manuel Azaña como presidente del gobierno, y que fue mantenida en vigor por el franquismo hasta 1959; o la ley de fugas que se saldó por lo menos 3.900 muertes, lo que en la práctica fueron ejecuciones extrajudiciales bajo el pretexto de fuga;[21] o la ley de vagos y maleantes del 4 de agosto de 1933, mantenida por el franquismo, y que fue introducida en el código penal para reprimir fundamentalmente a trabajadores en el paro, vagabundos y nómadas, así como a todos aquellos que no fueran del gusto de la autoridad competente, todo lo cual permitió la creación de campos de concentración para desempleados.[22]
En definitiva, la instauración del régimen republicano obedeció no tanto a razones de orden interno como a una necesidad exterior derivada de la competición geopolítica internacional, y que presionó sobre la esfera interior hasta el punto de transformar la constitución interna del Estado español. De este modo las presiones externas operaron a través de las condiciones internas que originaron la II República, la cual no fue otra cosa que una imposición de los militares que más tarde, en 1936, le pusieron fin. Sin embargo, este régimen que trató de maximizar su poder tanto hacia dentro como hacia fuera encontró una fuerte resistencia popular, aún a pesar de haber sido un intento consciente de las élites mandantes de impedir el estallido de una revolución desde abajo.[23] Por tanto, a nivel doméstico la II República fue un régimen extremadamente represivo que intentó meter en cintura a las clases populares, y que con ello pretendía crear las condiciones propicias para relanzar la política exterior española en clave imperialista. Finalmente nada de esto ocurrió, el régimen republicano fracasó estrepitosamente al encontrar una oposición frontal de la población que condujo a los mandos militares a alzarse en armas contra el pueblo para impedir la revolución. Así las cosas, quienes celebran el 14 de abril en conmemoración de la proclamación de la II República consciente o inconscientemente celebran, también, un régimen impuesto por los militares, al servicio del militarismo y de la burguesía. Un régimen que, además de haber sido tremendamente represivo con el pueblo, constituye un jalón más en el proceso modernizador del Estado español, y por tanto de su crecimiento y expansión.
Notas:
[1] A este respecto son bastante elocuentes los datos recopilados por Eduardo González Calleja quien pone de manifiesto que la mayor parte de la violencia que se produjo en la II República fue del Estado contra la sociedad. González Calleja, Eduardo, Cifras cruentas: las víctimas mortales de la violencia sociopolítica en la Segunda República española (1931-1936), Granada, Comares, 2015. Sobre esta dimensión represiva de la II República también es recomendable lo comentado en Rodrigo Mora, Félix, “14 de abril: La república del máuser” http://esfuerzoyservicio.blogspot.com.es/2013/04/14-de-abril-la-republica-del-mauser.html
[2] En este punto concordamos con lo sostenido por Otto Hintze, quien destacó que la rivalidad entre potencias tiene tanta importancia como las rivalidades entre grupos sociales en el moldeamiento de la estructura del Estado. Hintze, Otto, Historia de las formas políticas, Madrid, Editorial Revista de Occidente, 1968
[3] Porter, Bruce D., War and the Rise of the State: The Military Foundations of Modern Politics, Nueva York, The Free Press, 1994, p. xiv
[4] Sobre el punto de vista estructuralista acerca de la realidad internacional consultar: Waltz, Kenneth N., Teoría de la política internacional, Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, 1988
[5] Esta perspectiva está presente en las investigaciones de diferentes autores. Spruyt, Hendrik, The Sovereign State and Its Competitors, Princeton, Princeton University Press, 1996. Rasler, Karen A. y William R. Thompson, War and State Making: The Shaping of the Global Powers, Londres, Unwin Hyman, 1989. Mann, Michael, Las fuentes del poder social, Madrid, Alianza, Vol. 1 y 2, 1991-1997. Hintze, Otto, Feudalismo – Capitalismo, Barcelona, Editorial Alfa, 1987. Ertman, Thomas, Birth of the Leviathan: Building States and Regimes in Medieval and Early Modern Europe, Cambridge, Cambridge University Press, 1997
[6] Al fin y al cabo es la guerra la que crea el Estado y la que impulsa su desarrollo histórico al hacer que este intervenga en multitud de ámbitos y actividades, lo que conlleva la transformación de su carácter al hacerse más racional, organizado y centralizado a medida que aumenta su poder en el ámbito interior y, a su vez, en el ámbito exterior. Guerra y construcción del Estado van unidas debido a que la necesidad de organizar los medios para preparar y hacer la guerra origina la aparición de un aparato burocrático encargado de movilizar los recursos económicos, financieros, humanos, materiales, etc., necesarios. Sobre esto son notables las aportaciones recogidas en Roberts, Michael, “The Military Revolution, 1560-1660” en Rogers, Clifford J. (ed.), The Military Revolution Debate: Readings on the Military Transformation of Early Modern Europe, Boulder, Westview Press, 1995, pp. 13-36. Tilly, Charles, Coerción, capital y los Estados europeos 990-1990, Madrid, Alianza, 1992. Ídem, “Reflections on the History of European State-Making” en Tilly, Charles (ed.), The Formation of National States in Western Europe, Princeton, Princeton University Press, 1975, pp. 3-83. Parker, Geoffrey, La revolución militar. Las innovaciones militares y el apogeo de Occidente, 1500-1800, Barcelona, Crítica, 1990. Duffy, Michael (ed.), The Military Revolution and the State 1500-1800, Exeter, University of Exeter, 1986
[7] Una magnífica investigación que pone de manifiesto este y otros aspectos decisivos de los efectos de la revolución francesa en el relanzamiento de Francia como gran potencia, así como de otros procesos revolucionarios análogos, es Skocpol, Theda, States and Social Revolutions: A Comparative Analysis of France, Russia, and China, Nueva York, Cambridge University Press, 1979. Existe una edición en castellano: Ídem, Los Estados y las revoluciones sociales: un análisis comparativo de Francia, Rusia y China, México, Fondo de Cultura Económica, 1984
[8] Existían antecedentes previos, ya en el s. XVIII, en los que miembros de la élite mandante pusieron de relieve la necesidad de cambiar las estructuras políticas del Estado para adaptarlas al nuevo contexto internacional. Nos referimos a personajes como Floridablanca o Jovellanos. De interés son las observaciones recogidas acerca de los efectos de la implantación del orden constitucional y liberal en Rodrigo Mora, Félix, La democracia y el triunfo del Estado. Esbozo de una revolución democrática, axiológica y civilizadora, Morata de Tajuña, Manuscritos, 2011, pp. 41-62
[9] Los datos sobre el carácter esencialmente militar del Estado son abrumadoramente claros, y quedan evidenciados a través de las partidas presupuestarias dirigidas a la guerra. La bibliografía a este respecto también es abundante. Rasler, Karen A. y William R. Thompson, “War Making and the State Making: Governmental Expenditures, Tax Revenues, and Global Wars” en American Political Science Review Vol. 79, Nº 2, 1985, pp. 491-507. Mann, Michael, Op. Cit., N. 5, Vol. 1, pp. 590-617. Ídem, “State and Society, 1130-1815: an Analysis of English State Finances” en Mann, Michael, States, War and Capitalism, Oxford, Basil Blackwell, 1988, pp. 73-123. Rasler, Karen A. y William R. Thompson, The Great Powers and Global Struggle, Lexington, The University Press of Kentucky, 1994
[10] Headrick, Daniel R., Ejército y política en España (1866-1898), Madrid, Tecnos, 1981
[11] Sobre la valiente resistencia que ofreció el pueblo a la introducción del liberalismo es recomendable la lectura de Rodrigo Mora, Félix, Op. Cit., N. 8, pp. 84-102
[12] Numerosos autores han desarrollado su particular línea de investigación en torno a este enfoque en el que la atención es centrada en la interrelación que se da entre la organización militar y la organización del Estado. Destaca Otto Hintze, pero juntamente con él otros autores que de un modo independiente realizaron sus particulares reflexiones. Hintze, Otto, “Organización Militar y Organización del Estado” en Revista Académica de Relaciones Internacionales Nº 5, 2007 (https://revistas.uam.es/index.php/relacionesinternacionales/article/view/4868/5337). Finer, Samuel E., “State and Nation Building in Europe: The Role of the Military” en Tilly, Charles (ed.), The Formation of National States in Western Europe, Princeton, Princeton University Press, 1975, pp. 84-163. Rapoport, David C., “A Comparative Theory of Military and Political Types” en Huntington, Samuel P. (ed.), Changing Patterns of Military Politics, Nueva York, The Free Press, 1962, pp. 71-100. Andreski, Stanislav, Military Organization and Society, Londres, Routledge & Kegan Paul, 1954. Corvisier, André, Armies and Societies in Europe, 1494-1789, Bloomington, Indiana University Press, 1979. Downing, Brian M., The Military Revolution and Political Change: Origins of Democracy and Autocracy in Early Modern Europe, Princeton, Princeton University Press, 1992. Antes que todos estos autores encontramos un curioso antecedente de este punto de vista en un artículo escasamente conocido de Fredrich Engels, quien prestó especial atención a cuestiones de carácter militar y su influencia en la esfera política. Engels, Friedrich, “The Armies of Europe” en Putnam’s Monthly. A Magazine of Literature, Science and Art Vol. 6, Nº 33, 1855, pp. 193-206 y 306-317
[13] Para un estudio en profundidad de esta etapa de la historia del Estado español es recomendable la siguiente bibliografía: González Calleja, Eduardo, La España de Primo de Rivera. La modernización autoritaria, 1923-1930, Madrid, Alianza, 2005. Tamames, Ramón, Ni Mussolini ni Franco: la dictadura de Primo de Rivera y su tiempo, Barcelona, Planeta, 2008. Gómez Navarro, José Luis, El régimen de Primo de Rivera, Madrid, Cátedra, 1991. Ben-Ami, Shlomo, El cirujano de hierro. La dictadura de Primo de Rivera (1923-1930), Barcelona, RBA, 2012
[14] Alcalá Galve, Ángel, Alcalá-Zamora y la agonía de la República, Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2002
[15] Sobre la trama conspiracionista que lideraron y ejecutaron los militares es interesante lo recogido en Franco, Ramón, Madrid bajo las bombas, Madrid, Zevs, 1931. Para hacerse una idea del apoyo que este régimen recibió del ejército basta con señalar que únicamente 5 militares de la escala activa y uno de la reserva rehusaron jurar fidelidad a la II República. Información sobre esta cuestión puede encontrarse en Cardona, Gabriel, El poder militar en la España contemporánea hasta la guerra civil, Madrid, Siglo XXI, 1983
[16] Pulido Pérez, Agustín M., La Guardia Civil ante el bienio azañista, 1931/33, Madrid, Almena, 2008
[17] La implantación del régimen republicano también ha sido catalogada como una revolución conservadora hecha desde arriba, lo que salvando las distancias históricas y culturales no la diferenciaría de la restauración Meiji en Japón. Rodrigo Mora, Félix, Op. Cit., N. 8, pp. 294-299
[18] La creación de la guardia de asalto es significativa en este sentido, además del crecimiento del gasto estatal en actividades represivas. A lo que hay que añadir el aumento del número de efectivos de la guardia civil, que en 1930 contaba con 27.500 hombres mientras que en 1936 disponía de 34.500, esto es un 25% más. E igualmente su presupuesto que en 1930 era de 103 millones de pesetas, mientras que ya para 1933 era de 126. El presupuesto de seguridad, por su parte, pasó por esas mismas fechas de los 62 millones a los 120 millones. En términos generales puede observarse que la monarquía, en 1930, dedicaba 165 millones de pesetas al orden público, mientras que la II República, en 1933, dedicaba 246 millones. Muñoz Bolaños, Roberto, “Fuerzas y cuerpos de seguridad en España (1900-1945)” en Serga Especial Nº 2. Romero, Luis, Tres días de julio, 18, 19 y 20 de 1936, Barcelona, Ariel, 1967. Arrarás, Joaquín, Historia de la Segunda República Española, Madrid, Editora Nacional, 1956, Vol. 2
[19] Al fin y al cabo las clases acaudaladas apoyaron decididamente a las fuerzas republicanas en las elecciones municipales de 1931, y se mantuvieron al lado de la República hasta poco antes de la sublevación militar en 1936, cuando esta era ya inevitable. El propio conde de Romanones declaró que el rey Alfonso XIII fue abandonado por todos los estamentos del poder, y que en los barrios burgueses y aristocráticos de Madrid triunfaron las candidaturas republicanas en las elecciones de 1931. Figueroa y Torres Romanones, Álvaro, Notas de una vida, Madrid, Marcial Pons, 1999
[20] Esta ley de Defensa de la República se basó para su redacción en el anteproyecto de ley de Orden Público elaborado por la Asamblea Nacional de la dictadura de Primo de Rivera. Facultaba al gobierno para establecer tres estados de excepción por decreto, sin necesidad de que las Cortes suspendieran previamente las garantías constitucionales. Más información pormenorizada sobre estas leyes puede encontrarse en Gil Pecharromán, Julio, La Segunda República. Esperanzas y frustraciones, Madrid, Historia 16, 1997, p. 70. Ballbé, Manuel, Orden público y militarismo en la España constitucional (1812-1983), Madrid, Alianza, 1983, p. 363
[21] Fiestas Loza, Alicia, Los delitos políticos (1808-1936), Salamanca, Librería Cervantes, 1994
[22] Sobra decir que en la práctica la normalidad constitucional fue una excepción dado que todos los gobiernos republicanos recurrieron de un modo u otro a las leyes antes citadas, lo que generó una permanente suspensión de derechos y garantías como método para aplicar la represión de manera intensiva sobre la población, y muy especialmente sobre el campesinado y el movimiento obrero organizado. Todo esto contribuyó a darle al propio régimen republicano un cariz sumamente represivo y violento que desbordó considerablemente la situación previa de la dictadura militar de Primo de Rivera.
[23] Rodrigo Mora, Félix, Investigación sobre la II República española, 1931-1936, Madrid, Potlatch ediciones, 2016