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#2425
David Algarra
Participante

Subo el capítulo VII «LOS BIENES COMUNALES Y EL SOCIALISMO ESPAÑOL 1888-1936, por Salvador Cruz Artacho, Manuel González de Molina y Antonio Herrera González de Molina.» del libro «Bienes comunales: propiedad, arraigo y apropiación».

https://dialnet.unirioja.es/servlet/libro?codigo=11115
http://www.hsc.uji.es/es/hsc/diario?tag=comunes

Losbienescomunalesyelsocialismoespaol1888-1936.pdf

Copio también algunos fragmentos del capítulo en los cuales se constata que la izquierda entendía bastante mal el problema del mundo rural y que las soluciones que pretendía adoptar era siempre en clave obrerista, es decir comparando erroneamente las luchas del mundo rural con las de los proletarios:

Los bienes y derechos comunales desempeñaron siempre un papel básico en la vida de las comunidades rurales. En las sociedades de base energética orgánica, las actividades agrarias constituían la fuente básica de energía. El aprovisionamiento energético se realizaba mediante la fijación de la energía solar irradiada a través de convertidores biológicos primarios, las plantas, que servían tanto para alimentar al ser humano como a los animales de labor o renta. Salvo algunos productos elaborados que provenían de fuentes minerales, la inmensa mayoría de los objetos y materias primas que el ser humano utilizaba provenían de la tierra y eran el resultado del proceso fotosintético. Pero el proceso fotosintético requería para su realización de dotaciones concretas de suelo en el que las plantas pudieran desarrollarse. Ello introducía cierta «rigidez» en la organización territorial, ya que cada sociedad -de acuerdo con sus características edafoclimáticas y su dotación de recursos- necesitaba dedicar una porción de las tierras a alimentación de su población, a proveerla de combustible y materiales de construcción y alimentar el ganado. Muchas de las tierras «incultas» desempeñaban funciones esenciales y un cambio de uso podía provocar serias crisis de abastecimiento y desequilibrios de conjunto.

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No es de extrañar, pues, que las sociedades de base energética orgánica trataran de preservar el equilibrio como sociedades estacionarias mediante la apropiación comunal de aquellos recursos que resultaban básicos para la reproductibilidad de la actividad agrícola.

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Se suele destacar el papel básico que este tipo de bienes desempeñan para las economías domésticas campesinas. Se considera, además, que este tipo de bienes o derechos y las actividades que en ellos se realizaban resultaban marginales a la producción y competían sólo al ámbito de la subsistencia de las familias campesinas más pobres o al ámbito del negocio ganadero de un puñado de familias acomodadas o ricas. Se suele ignorar el papel decisivo que estos recursos tenían para la reproducción de la sociedad campesina en la medida en que proporcionaban elementos tan importantes para la pervivencia del sistema como alimento para los animales de labor, transporte y renta, combustibles, materiales de construcción, reserva de nitrógeno movilizable, refugio de enemigos naturales, reserva de otros nutrientes y de biodiversidad, materias primas imprescindibles para la actividad agraria e industrial, etc.. En otras palabras, los bienes comunales o de aprovechamiento comunal constituían una pieza esencial para la perdurabilidad de las economías de base energética orgánica.

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Era muy difícil y costoso reponer mediante importaciones -mediante el recurso al intercambio o al mercado- los nutrientes y la energía necesaria para mantener un sistema agrario desequilibrado, por ejemplo en beneficio de la producción agrícola, era más fácil proteger estas tierras de la apropiación individual.

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El cierre de las fincas y la conversión de la propiedad en propiedad privada significó en muchos casos la desaparición de usos comunales, sostén de la ganadería de subsistencia y de otras actividades económicas complementarias para las familias campesinas más pobres, y abrió el camino a la segregación de usos del territorio. La abolición del régimen señorial transformó, así mismo, amplias superficies de dehesa, pasto y monte en propiedad privada, muchas veces arrebatadas o usurpadas a los pueblos. Los ganados de labor y renta de los menos pudientes tuvieron que refugiarse en los montes y dehesas comunales y municipales, de ahí que la defensa del carácter comunal de estos espacios constituyera el eje central de las luchas campesinas durante el siglo XIX.

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El discurso que sería el dominante, hasta bien entrado el siglo XX, infravaloraba los procesos sociales en el campo en beneficio de la clase obrera industrial. El capitalismo español debía desarrollarse con todas las consecuencias para disponer, mediante la industrialización del país, de una auténtica, cohesionada y potente clase obrera que protagonizara la transformación de la sociedad hacia el socialismo.

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La cuestión agraria carecía del valor fundador de la nueva sociedad que se le otorgaba a las relaciones laborales en la industria. El campo desempeñaba un papel secundario en la lucha de clases.

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Las luchas campesinas fueron generalizándose en el conjunto del Estado y los socialistas ya no pudieron permanecer ajenos a ellas. Sin embargo, su intervención fue abordada mediante la traslación mecánica de los acuerdos del Congreso de Londres (1896); es decir, desde posiciones netamente obreristas y al mismo tiempo reformistas. El objetivo fundamental de la acción sindical debían ser los «obreros del campo», a los que había que organizar para que lucharan por la mejora de sus condiciones de trabajo mediante la utilización de métodos de lucha en los que la huelga se consideraba el último recurso. Como puede apreciarse, la línea ideológica dominante acababa centrándose preferentemente en los campesinos sin tierra, equiparándolos a los de la industria, con los que cabía utilizar, por tanto, los métodos organizativos y de lucha propios del proletariado urbano.

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La posición de los socialistas en torno a los bienes comunales refleja muy bien sus concepciones sobre la cuestión agraria y las transformaciones ocurridas en el campo español desde finales del siglo XIX. Como tendremos ocasión de comprobar, asumieron, también tardíamente, una propuesta que tenía ya una larga tradición de reivindicación y lucha: la devolución o el rescate de los bienes comunales y su restitución, no a los campesinos, sino a los ayuntamientos para que estos, a su vez, lo entregaran a las sociedades obreras y fueran cultivados por los campesinos más pobres o más castigados por el paro. No sería hasta la década de los treinta cuando se planteara un uso no agrícola de tales bienes, pero desde una perspectiva «modernizadora» (de explotación ganadera o silvícola), no de restitución al uso tradicional que demandaba aún una agricultura necesitada de zonas de pasto y monte para los ganados de labor y renta. El modo de usó campesino que habían tenido tales tierras, incluidas las dehesas boyales, y que aún seguían manteniendo amplias zonas campesinas de España, no mereció la atención reivindicativa de los socialistas.

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Hasta mayo de 1902, en que se celebró el VII Congreso del sindicato, no hubo mención especial al tema agrario, que en todo caso los socialistas querían tratar con la misma orientación que las luchas urbanas. El congreso había resuelto que «los esfuerzos de las secciones agrarias deben tender a implantar el régimen del salario en metálico, en sustitución de las demás formas de retribuir el trabajo. Determina así mismo que sean socorridas las luchas e incidencias de los aparceros con los dueños de las tierras, siempre que los arrendatarios y aparceros cultiven la tierra y no reúnan otras condiciones que les den el carácter de propietarios o de patronos»

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No sería hasta la oleada de conflictos agrarios habidos entre 1904 y 1906 que los socialistas comenzaron a interesarse por el mundo rural. La amplitud y radicalidad de las luchas, muchas de ellas espontáneas, hizo aflorar reivindicaciones entre las que los bienes comunales ocupaban un lugar preeminente. La interpretación que hicieron tenía que ver tanto con la «lucha de clases» en el campo -es decir, era reflejo de la explotación del trabajo y objeto de las reivindicaciones de la «clase campesina» -cuanto con el caciquismo imperante en el mundo rural. Los bienes comunales habían sido apropiados directa o indirectamente por las oligarquías locales, que controlaban los ayuntamientos, y utilizados como un instrumento clientelar de sumisión al régimen restauracionista. Ciertamente, los socialistas no estaban preparados para este tipo de conflictos, bastantes diferente al clásico enfrentamiento entre patronos y obreros. Partidarios de una acción sindical, propia de una agricultura ya «modernizada», les resultaba difícil comprender la protesta predominante en el campo español a fines del siglo XIX, cuyo objetivo prioritario no era la mejora salarial o de las condiciones de trabajo, sino pura y llanamente el logro de la subsistencia, de la que los bienes comunales constituían aún una pieza fundamental.

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Las páginas de EI Socialista reflejaban una realidad difícil de ocultar. Con frecuencia aparecían noticias de conflictos y protestas en defensa de los bienes y derechos comunales e, incluso, dirigentes locales de sociedades obreras ofrecían su parecer al respecto, sin que la dirección tanto del sindicato como del partido mostrara mayor interés. Pero la propia amplitud de la protesta acabó por interesar a los dirigentes que, sin embargo, interpretaron el fenómeno en clave obrerista, amparándose en la apropiación caciquil de los aprovechamientos y en la marginación de los más pobres. Los procesos de agricolización de la tierra y de salarización de un segmento cada vez mayor de campesinos, estaban creando contradicciones en el seno de las propias comunidades rurales respecto al uso de los espacios comunales: para propietarios y labradores, incluso pequeños, el uso silvopastoril tradicional resultaba funcional al mantenimiento de sus explotaciones; en cambio, para los privados de un trozo de tierra que cultivar, el uso agrícola, previa roturación, podía aliviar el paro y facilitar la subsistencia. Para colmo, el acceso de sus aprovechamientos había caído en manos de los caciques y sus clientes, privándoles de productos imprescindibles como la leña, la caza o los pastos necesarios para sostener el ganado de subsistencia.

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Ricardo Zabalza, siendo ya Secretario General de la FNTT-UGT y tomando como ejemplo el Alto Aragón, planteará que dos de las «grandes cuestiones que el socialismo habrá de resolver cuando rija los destinos de España» serán precisamente el fomento de la ganadería y la repoblación forestal. El primero de ellos en la lógica de la necesidad de aumentar la producción cárnica para el sustento de la población; el segundo conectado, de una parte, a la necesidad de abordar una política hidráulica que proporcione «agua y fecundidad a tierras resecas», a la necesidad de disponer de madera, así como, de otra y de forma especial, con las crisis de trabajo. Respecto a las dos últimas cuestiones -producción de madera y fomento del trabajo-, Zabalza defendía, de un lado, el establecimiento de aserraderos e industrias cooperativas que permitieran una explotación colectiva de la riqueza forestal, a la par que reconocía, en lo que al empleo toca, que «los trabajos de repoblación forestal, por la época invernal en que se efectúan, por su sencillez y por el número extraordinario de jornales que consumen, es el trabajo mejor para combatir el paro». Como puede apreciarse, la posición socialista no tenía ya nada que ver con la conservación del uso silvopastoril de los comunales, tan funcional para la reproducción del sistema agrario tradicional y tan apreciado por los labradores de la época, entre ellos los campesinos con acceso a la tierra. Su apuesta era clara por una producción lo más intensiva posible en dos ámbitos percibidos separada y segregadamente.